Buenos días, amor
Nunca nos gustó hablar de la muerte. Para empezar, no nos gustaban los cementerios, ni los ritos funerarios, ni mucho menos las coronas de flores, ritual obligado donde los haya, con sus habituales frases y procedencia (de tus compañeros de trabajo, de tus queridos hijos), y en general de una despedida guiada por expertos ajenos al dolor. Evitábamos incluso mencionar esa palabra, muerte, y por eso cuando era del todo imprescindible cedíamos a la tentación del eufemismo. Así, la gente fallecía o faltaba o ya no estaba, estaba ausente o se había ido no se sabía dónde, pero jamás se moría.
Amé a Antonia todo lo que me fue dado amar. El amor es como el dolor, no hay vara de medir. Cada uno ama lo que sabe y puede, y sufre lo que sufre. Por eso, cuando ocurrió su inevitable y, por otra parte, anunciado final, no dudé ni un momento en respetar su decisión de ser incinerada, muy a pesar de las protestas de Julia, de tía Julia, su hermana, y, sobre todo, de mis dos hijos, de Ana fundamentalmente, que en seguida montó un numerito de los suyos y se puso poco menos que histérica, algo que me sorprendió, primero por el hecho de dar tanta importancia a que Antonia regresara a las cenizas, a la nada de donde todos procedemos, antes o después y, luego, porque tanta monserga con el tema procediera de una ex hippy, y eso si es que alguna vez lo fue, y a quien no le inquietó demasiado mi opinión, y mi dolor, cuando decidió irse a vivir a una especie de comuna de descerebrados con ansias de cambiar el mundo, ella que ahora lleva a su hija a una escuela con pedigrí, con clases de piano incluidas, se subiera a la parra vociferando no sé cuantas barbaridades sin ton ni son, todavía Antonia en cuerpo presente. Les comuniqué mi decisión irrevocable, o mejor dicho, nuestra voluntad profundamente meditada de no ir a engrosar ese hotelucho de triste confinamiento.
No te reconozco. Te estás volviendo un amargado, juraba y perjuraba mi hijo Andrés. No me preocupé en responderle, ni mucho menos en argumentarle. Se amarga el que quiere, el que confunde los primeros estigmas de la vejez con una cierta predisposición hacia la muerte. La vejez son otras muchas cosas, por supuesto. ¡Pero cuéntaselo a Andrés! Hecho todo un Peter Pan, sólo ve lo que quiere oír. Lo malo del paso del tiempo, no es lo que ha de venir, es entretenerse en mirarlo desde la distancia, porque el pasado visto desde tan lejos acaba por hacer daño, sobre todo cuando, además, se ve pervertido por la ambigüedad del lenguaje.
Amé a Antonia todo lo que me fue dado amar. El amor es como el dolor, no hay vara de medir. Cada uno ama lo que sabe y puede, y sufre lo que sufre. Por eso, cuando ocurrió su inevitable y, por otra parte, anunciado final, no dudé ni un momento en respetar su decisión de ser incinerada, muy a pesar de las protestas de Julia, de tía Julia, su hermana, y, sobre todo, de mis dos hijos, de Ana fundamentalmente, que en seguida montó un numerito de los suyos y se puso poco menos que histérica, algo que me sorprendió, primero por el hecho de dar tanta importancia a que Antonia regresara a las cenizas, a la nada de donde todos procedemos, antes o después y, luego, porque tanta monserga con el tema procediera de una ex hippy, y eso si es que alguna vez lo fue, y a quien no le inquietó demasiado mi opinión, y mi dolor, cuando decidió irse a vivir a una especie de comuna de descerebrados con ansias de cambiar el mundo, ella que ahora lleva a su hija a una escuela con pedigrí, con clases de piano incluidas, se subiera a la parra vociferando no sé cuantas barbaridades sin ton ni son, todavía Antonia en cuerpo presente. Les comuniqué mi decisión irrevocable, o mejor dicho, nuestra voluntad profundamente meditada de no ir a engrosar ese hotelucho de triste confinamiento.
No te reconozco. Te estás volviendo un amargado, juraba y perjuraba mi hijo Andrés. No me preocupé en responderle, ni mucho menos en argumentarle. Se amarga el que quiere, el que confunde los primeros estigmas de la vejez con una cierta predisposición hacia la muerte. La vejez son otras muchas cosas, por supuesto. ¡Pero cuéntaselo a Andrés! Hecho todo un Peter Pan, sólo ve lo que quiere oír. Lo malo del paso del tiempo, no es lo que ha de venir, es entretenerse en mirarlo desde la distancia, porque el pasado visto desde tan lejos acaba por hacer daño, sobre todo cuando, además, se ve pervertido por la ambigüedad del lenguaje.
No en vano, el gran Cary Grant afirmaba que decirle a alguien ¡Qué joven estás! Es también una manera de decirle ¡Qué viejo eres! Lenguaje torticero donde los haya. ¿Será por eso que, cuando te haces mayor de verdad, para decirlo más claramente, cuando empiezas a perder las facultades no sólo físicas sino mentales, se te terminan las palabras, te vuelves silencioso, o repites siempre lo mismo, como una especie de bucle perverso que va reduciendo tu mundo hasta el tamaño de una canica, de las que utilizabas para jugar cuando eras niño? Y, para ahondar en la herida, si se me permite: ¿cómo puede existir un destino tan cruel y selectivo que va borrando tu memoria reciente y, avanzando como una tuneladora lo devora todo arrojándote, arrinconándote a los días de tu niñez y adolescencia, dejándote apenas un mísero y fragmentado polvillo de ceniza entre los dedos. Eso debe ser el cansino regreso al origen, a la primera residencia, a la mentira del Edén. Gran parte de nuestra vida está, si no forjada, sí al menos, anclada en la niñez, aunque esto no nos sirva tampoco de mucho consuelo.
Ahora mismo, no podía hacer otra cosa que volver la mirada hacia atrás y recordar nuestro primer encuentro, cuando conocí a Antonia quiero decir, como si fuera ayer mismo.
Nuestro primer encuentro tuvo un carácter casual y nada romántico, aunque a mí no me lo pareciera entonces, atrapado como estaba por el “principio poético” de que algunos hombres y mujeres nacen para estar encontrándose, y no como otros, para permanecer diariamente en la línea azul del metro sin encontrar no molestarse en buscar. Lo cierto es que todavía recuerdo las palabras de Antonia cuando, después de prestarle mi billete al verla encallada en el acceso automático a la línea quinta me dijo, con un desenfado que me dejó más indefenso que un portero ante un penalti:
- ¡Todavía quedan caballeros!
Y mira por dónde, el primer pensamiento que me asaltó, habiendo tantos de sugerentes y tan a mano, y mientras enrojecía vergonzosamente, fue el de que odiaba llevar cualquier prenda que no fueran tejanos limpios y planchados y justo ese día llevaba unos pantalones de lino que parecían más arrugados que los rostros más viejos de los pasajeros que nos rodeaban por doquier.
Nunca me he creído “la versión” de que la primera impresión es la que vale. Siempre la he considerado una hipótesis sencillamente gratuita. Por eso mismo he de confesar que, contrariamente a esta convicción, todavía conservo el estremecimiento que me produjo Antonia, cuando añadió a la mencionada frase de reconocimiento una sonrisa que a mí me pareció más que una sonrisa, no sé si me explico, porque si ahora les digo que, visto en perspectiva, me dolió en el alma no haber traído un ramo de flores conmigo para poder ofrecérselas, pensarán sencillamente que estoy loco. Eso y envolverla con mi mirada, como si mis ojos fueran mi piel, y pudiera tocarla con sólo mirarla. Dirán que se trataba del clásico “flechazo”, pero yo digo que las cosas siempre acaban esperándote. Hay personas que se buscan con los ojos. Hay cosas que se tocan con los lados. Hay personas que se enamoran y resulta inevitable su fascinación. A veces, las palabras son las que te conducen por el camino recto… Yo tampoco lo entiendo, pero es así, y así debemos aceptarlo de buen grado.
Estuvimos horas, días y semanas besándonos. En una de esas me dijo, no te asustes si lloro. Cuando me emociono mucho me pongo a llorar. Debe ser como una descarga de adrenalina. O, quizás también, que creía que este momento no llegaría nunca. Esta confesión me trastornó aún más. Y me conmueve recordar esa tarde, una tarde emborronada de nubes esponjosas y blanquecinas tras los cristales de la ventana de mi dormitorio, como salidas de una fotografía en blanco y negro.
Conocí a Antonia en el acceso automático del metro de la estación de Hospital Clínico, un lugar impensable para este tipo de encuentros. Sí, en la vida a veces pasan estas cosas, aunque nunca creí que sería yo uno de los elegidos. Pensaba que un hombre no le saca a la vida más que lo que pone en ella, pero me equivocaba. Ella, después de su airosa repuesta, y ya en el andén, se dejó acompañar transmitiéndome, sin necesidad de palabra alguna, que era ese tipo de mujeres más bien tímidas pero, a la vez, resolutivas, es decir, que saben lo que quieren. Mientras, mi maltratada memoria, sabiendo sin duda que no podía fiarse de mí, se esforzaba ya en conservar para el futuro, siempre incierto, ese rostro gótico y oscuro, engalanado de bucles del mismo color que la paja.
De pronto, la detuve cogiéndole el brazo y la besé. Mentalmente, quiero decir. Fueron mis labios la me enviaron un mensaje equívoco, como si la reconocieran desde siempre y, claro, me quedé transpuesto y sin saber qué decir. No era yo un dandy precisamente, así que ese fenómeno, imprevisiblemente sensual, al primero que sorprendió fue a mí mismo, el beso fue tan real que me quedé perplejo mientras que Antonia fingía no enterarse de lo que ocurría. Ella se paseaba entre el efecto de mi turbación y el desatino de mi atrevimiento, sin saber a ciencia cierta a qué carta quedarse, pero divertida al fin y al cabo. Mi actitud vacilante acabó incitándola a seguir el juego, así que seguimos hablando hasta que el convoy del metro paró en la estación. Protestó ligeramente cuando me vio elegir su mismo itinerario, pero más lo hizo al día siguiente, y al otro, cuando le iba a recoger a la salida del taller, y cuando ella refunfuñaba alegando que no nos conocíamos de nada y que su madre por aquí y su madre por allá, yo le respondía simplemente que sólo quería invitarla a un refresco y la volvía a besar lentamente desde el abismo de mi imaginación, abordándola continuamente con mi contemplación, sin acabar por ello de descubrir su soledad oculta. Yo tampoco sabía lo que ella pensaba, lo que se repetía mentalmente, no te enamores o acabarás llorando inevitablemente, como siempre.
Y nunca me quedaba solo tras su partida porque no había manera de huir de aquel perfume tan extraño.
Claro que, una vez en la cafetería o en el restaurante, ella decía quiero una coca-cola y yo saltaba, pero chica, tómate algo más fuerte aunque sólo sea para acompañarme y ella, finalmente, pedía un vermut. Y después de la comida dábamos no sé cuántas vueltas merodeando por la ciudad hasta encontrar un cine, quiero decir hasta encontrar el valor para entrar en un cine, porque no había manera de convencerla para ir al cine, claro que de todo eso hace ahora mismo tanto tiempo que parece como si realmente no hubiera ocurrido, y tampoco sé muy bien porque me viene siempre a la memoria no siendo ni mucho menos lo más importante. Me pregunto por qué el tiempo borra los malos recuerdos, o simplemente los sustituye por los buenos. Y también, también me pregunto, por qué los recuerdos, aún siendo buenos, llegan como una carga, con un recado de desconsuelo. Porque me entristece tanto aquel “Hola” que me diste la primera mañana que despertaste en el hospital, tan diferente de los demás, más lento, más tierno, envuelto en la cinta de una sonrisa.
Ayer tiramos las cenizas al mar. - Vaya problema -, había dicho Andrés, sobrado de argumentos como casi siempre, es decir, haciendo un problema de todo. ¿Y dónde las tiramos? ¿Cogemos la golondrina? No seas ridículo, le cortó Ana, que propuso que nos montáramos en su Volkswagen y nos acercáramos a Sitges y echáramos las cenizas mar adentro. A Ana le encantaba Sitges, como ella misma repetía una y otra vez, a la menor ocasión. Me encanta Sitges. Pero todavía le encantaba más el “mar adentro”. A mí, la verdad, me daba igual; pasados los primeros días me resultaba indiferente lo que hiciéramos con las cenizas. Qué absurdo, ¿no? Nunca me lo hubiera imaginado. Pero, tampoco me había imaginado este momento. Dicen que siempre hay una primera vez para todo. Lo cierto es que pasados los primeros días, y las semanas, la gente dejó de asediarme, sobre todo Ana y Andrés, mis dos guardaespaldas, tanta empalagosa amabilidad y benevolencia que, en realidad, encubrían mucho compromiso (u obligación, llámenlo como quieran) y bastante ordeno y mando. Tanta atención y tanta compañía llegaron a agotarme. ¡Por no mencionar las llamadas telefónicas! La cortesía puede abrumar al más pintado. Aunque por fin todo acabara por volver a la normalidad, es decir, a la soledad, que, hasta que se demuestre lo contrario, es el estado natural del ser humano. Y aunque algunos columnistas de pro digan que pasear es también civilización, para muchos viejos pasear es, sencillamente, además de un riesgo físico evidente, retardar el momento de volver a casa para reencontrarse con sus fantasmas. ¿Qué otra cosa es, si no, la soledad, aparte de saber que siempre seremos felices donde no estamos? Es decir, en ninguna parte.
Debo reconocerlo, así era. Al final me daba igual qué hacer con las cenizas. Ana me miraba acusadoramente, en tanto repetía su idea de peregrinación marítima, desplazarnos a Sitges, sesenta euros por una barca y un viajecito hasta aguas profundas, otro cementerio a la postre. En lugar de pensar en las cenizas, cada mañana, al despertarme, me invadía ese sabor amargo a manzanas y a aire limpio de nuestro primer encuentro. Lo reseguía mentalmente mientras me resistía a abandonar la visión del techo, la lámpara de campana glaseada y luz halógena vibrando ligeramente al paso del metro, su resplandor amarillento. Y una ensoñación arrasándolo todo. Aquel techo inundado, de pronto, de una muchedumbre de cielo sin estrellas. Sin ninguna maldita estrella.
La normalidad era, para ser precisos, un amanecer cruento, la inhumana estampa del edifico de enfrente, con sus múltiples ventanas naciendo lánguidamente a la luz de sus lámparas. Y entre las tinieblas de mi vista cansada, las siluetas de las personas, esas personas que probablemente se tenían unas a otras, que se hablaban y se reconocían al despertar. Al despertar miraba instintivamente hacia el lado de Antonia y la visión de la almohada, sin una arruga ni una marca, sonaba algo así como un golpe seco en la nuca. El hueco de ese despertar sin alma me empujaba hacia el balcón, la humedad restallaba en el mosaico de la fachada y la luz mortecina del amanecer me hacía daño con su indiferencia, como un temporizador que retardase la hora una y otra vez e hiciera de toda espera un castigo.
Así era mi vida... hasta que tiramos las cenizas al mar. Fue un acto que no consiguió conmoverme. Ana y tía Julia muy previsiblemente acabaron llorando mientras Andrés se mantenía digno en esa edad en la que todo gesto es nuevo y nada cansa. Yo no lloré y quizá por eso me gané una mirada expectante, furtiva y finalmente recriminatoria de mi hija. Es verdad, ni siquiera se me humedecieron los ojos, quizá porque presentía lo que ocurriría después, es decir, a la mañana siguiente de verter las cenizas en el mar, cuando desperté y no pude resistir la tentación de mirar en la cama la almohada impecable de Antonia, de mirarla con un deseo incierto de combatir ese olvido que ya iba creciendo a mi alrededor como una triste enredadera, restaurando a los objetos su inocencia original, un olvido que, sin duda, aunque muy lentamente, no tardaría mucho en invadirme con su playa de arenas movedizas (al fin y al cabo el olvido no era más que el recurso para seguir viviendo). Ensayé una vez más la convicción y la necesidad de seguir viviendo y fue desesperante, realmente fue desesperante contemplarla como siempre plácidamente dormida, con sus bucles de un blanco ceniciento arremolinados sobre la almohada, y ese breve ronroneo que era más antiguo que yo mismo, que algunas veces se parecía a la eternidad. “Buenos días amor”, esa frase que sonaba a benévola rutina en boca de cualquiera menos en la de Antonia y que ahora yo volvía a escuchar, como cada mañana durante más de treinta años.
Fotografía de Marcelo Aurelio: “Sobre el Cementerio”
Nocturama Fotoblog
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1806
Fotografía de Ferran Jordà: jhia dar
Álbum Woman. flickr: Galería de Ferran
Estuvimos horas, días y semanas besándonos. En una de esas me dijo, no te asustes si lloro. Cuando me emociono mucho me pongo a llorar. Debe ser como una descarga de adrenalina. O, quizás también, que creía que este momento no llegaría nunca. Esta confesión me trastornó aún más. Y me conmueve recordar esa tarde, una tarde emborronada de nubes esponjosas y blanquecinas tras los cristales de la ventana de mi dormitorio, como salidas de una fotografía en blanco y negro.
Conocí a Antonia en el acceso automático del metro de la estación de Hospital Clínico, un lugar impensable para este tipo de encuentros. Sí, en la vida a veces pasan estas cosas, aunque nunca creí que sería yo uno de los elegidos. Pensaba que un hombre no le saca a la vida más que lo que pone en ella, pero me equivocaba. Ella, después de su airosa repuesta, y ya en el andén, se dejó acompañar transmitiéndome, sin necesidad de palabra alguna, que era ese tipo de mujeres más bien tímidas pero, a la vez, resolutivas, es decir, que saben lo que quieren. Mientras, mi maltratada memoria, sabiendo sin duda que no podía fiarse de mí, se esforzaba ya en conservar para el futuro, siempre incierto, ese rostro gótico y oscuro, engalanado de bucles del mismo color que la paja.
De pronto, la detuve cogiéndole el brazo y la besé. Mentalmente, quiero decir. Fueron mis labios la me enviaron un mensaje equívoco, como si la reconocieran desde siempre y, claro, me quedé transpuesto y sin saber qué decir. No era yo un dandy precisamente, así que ese fenómeno, imprevisiblemente sensual, al primero que sorprendió fue a mí mismo, el beso fue tan real que me quedé perplejo mientras que Antonia fingía no enterarse de lo que ocurría. Ella se paseaba entre el efecto de mi turbación y el desatino de mi atrevimiento, sin saber a ciencia cierta a qué carta quedarse, pero divertida al fin y al cabo. Mi actitud vacilante acabó incitándola a seguir el juego, así que seguimos hablando hasta que el convoy del metro paró en la estación. Protestó ligeramente cuando me vio elegir su mismo itinerario, pero más lo hizo al día siguiente, y al otro, cuando le iba a recoger a la salida del taller, y cuando ella refunfuñaba alegando que no nos conocíamos de nada y que su madre por aquí y su madre por allá, yo le respondía simplemente que sólo quería invitarla a un refresco y la volvía a besar lentamente desde el abismo de mi imaginación, abordándola continuamente con mi contemplación, sin acabar por ello de descubrir su soledad oculta. Yo tampoco sabía lo que ella pensaba, lo que se repetía mentalmente, no te enamores o acabarás llorando inevitablemente, como siempre.
Y nunca me quedaba solo tras su partida porque no había manera de huir de aquel perfume tan extraño.
Claro que, una vez en la cafetería o en el restaurante, ella decía quiero una coca-cola y yo saltaba, pero chica, tómate algo más fuerte aunque sólo sea para acompañarme y ella, finalmente, pedía un vermut. Y después de la comida dábamos no sé cuántas vueltas merodeando por la ciudad hasta encontrar un cine, quiero decir hasta encontrar el valor para entrar en un cine, porque no había manera de convencerla para ir al cine, claro que de todo eso hace ahora mismo tanto tiempo que parece como si realmente no hubiera ocurrido, y tampoco sé muy bien porque me viene siempre a la memoria no siendo ni mucho menos lo más importante. Me pregunto por qué el tiempo borra los malos recuerdos, o simplemente los sustituye por los buenos. Y también, también me pregunto, por qué los recuerdos, aún siendo buenos, llegan como una carga, con un recado de desconsuelo. Porque me entristece tanto aquel “Hola” que me diste la primera mañana que despertaste en el hospital, tan diferente de los demás, más lento, más tierno, envuelto en la cinta de una sonrisa.
Ayer tiramos las cenizas al mar. - Vaya problema -, había dicho Andrés, sobrado de argumentos como casi siempre, es decir, haciendo un problema de todo. ¿Y dónde las tiramos? ¿Cogemos la golondrina? No seas ridículo, le cortó Ana, que propuso que nos montáramos en su Volkswagen y nos acercáramos a Sitges y echáramos las cenizas mar adentro. A Ana le encantaba Sitges, como ella misma repetía una y otra vez, a la menor ocasión. Me encanta Sitges. Pero todavía le encantaba más el “mar adentro”. A mí, la verdad, me daba igual; pasados los primeros días me resultaba indiferente lo que hiciéramos con las cenizas. Qué absurdo, ¿no? Nunca me lo hubiera imaginado. Pero, tampoco me había imaginado este momento. Dicen que siempre hay una primera vez para todo. Lo cierto es que pasados los primeros días, y las semanas, la gente dejó de asediarme, sobre todo Ana y Andrés, mis dos guardaespaldas, tanta empalagosa amabilidad y benevolencia que, en realidad, encubrían mucho compromiso (u obligación, llámenlo como quieran) y bastante ordeno y mando. Tanta atención y tanta compañía llegaron a agotarme. ¡Por no mencionar las llamadas telefónicas! La cortesía puede abrumar al más pintado. Aunque por fin todo acabara por volver a la normalidad, es decir, a la soledad, que, hasta que se demuestre lo contrario, es el estado natural del ser humano. Y aunque algunos columnistas de pro digan que pasear es también civilización, para muchos viejos pasear es, sencillamente, además de un riesgo físico evidente, retardar el momento de volver a casa para reencontrarse con sus fantasmas. ¿Qué otra cosa es, si no, la soledad, aparte de saber que siempre seremos felices donde no estamos? Es decir, en ninguna parte.
Debo reconocerlo, así era. Al final me daba igual qué hacer con las cenizas. Ana me miraba acusadoramente, en tanto repetía su idea de peregrinación marítima, desplazarnos a Sitges, sesenta euros por una barca y un viajecito hasta aguas profundas, otro cementerio a la postre. En lugar de pensar en las cenizas, cada mañana, al despertarme, me invadía ese sabor amargo a manzanas y a aire limpio de nuestro primer encuentro. Lo reseguía mentalmente mientras me resistía a abandonar la visión del techo, la lámpara de campana glaseada y luz halógena vibrando ligeramente al paso del metro, su resplandor amarillento. Y una ensoñación arrasándolo todo. Aquel techo inundado, de pronto, de una muchedumbre de cielo sin estrellas. Sin ninguna maldita estrella.
La normalidad era, para ser precisos, un amanecer cruento, la inhumana estampa del edifico de enfrente, con sus múltiples ventanas naciendo lánguidamente a la luz de sus lámparas. Y entre las tinieblas de mi vista cansada, las siluetas de las personas, esas personas que probablemente se tenían unas a otras, que se hablaban y se reconocían al despertar. Al despertar miraba instintivamente hacia el lado de Antonia y la visión de la almohada, sin una arruga ni una marca, sonaba algo así como un golpe seco en la nuca. El hueco de ese despertar sin alma me empujaba hacia el balcón, la humedad restallaba en el mosaico de la fachada y la luz mortecina del amanecer me hacía daño con su indiferencia, como un temporizador que retardase la hora una y otra vez e hiciera de toda espera un castigo.
Así era mi vida... hasta que tiramos las cenizas al mar. Fue un acto que no consiguió conmoverme. Ana y tía Julia muy previsiblemente acabaron llorando mientras Andrés se mantenía digno en esa edad en la que todo gesto es nuevo y nada cansa. Yo no lloré y quizá por eso me gané una mirada expectante, furtiva y finalmente recriminatoria de mi hija. Es verdad, ni siquiera se me humedecieron los ojos, quizá porque presentía lo que ocurriría después, es decir, a la mañana siguiente de verter las cenizas en el mar, cuando desperté y no pude resistir la tentación de mirar en la cama la almohada impecable de Antonia, de mirarla con un deseo incierto de combatir ese olvido que ya iba creciendo a mi alrededor como una triste enredadera, restaurando a los objetos su inocencia original, un olvido que, sin duda, aunque muy lentamente, no tardaría mucho en invadirme con su playa de arenas movedizas (al fin y al cabo el olvido no era más que el recurso para seguir viviendo). Ensayé una vez más la convicción y la necesidad de seguir viviendo y fue desesperante, realmente fue desesperante contemplarla como siempre plácidamente dormida, con sus bucles de un blanco ceniciento arremolinados sobre la almohada, y ese breve ronroneo que era más antiguo que yo mismo, que algunas veces se parecía a la eternidad. “Buenos días amor”, esa frase que sonaba a benévola rutina en boca de cualquiera menos en la de Antonia y que ahora yo volvía a escuchar, como cada mañana durante más de treinta años.
Fotografía de Marcelo Aurelio: “Sobre el Cementerio”
Nocturama Fotoblog
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Fotografía de Ferran Jordà: jhia dar
Álbum Woman. flickr: Galería de Ferran
Etiquetas: relatos
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