Con faldas y a lo loco
Se encuentra en la fase de aceptación, la última, al menos en teoría. Bueno, eso es lo que él se dice a sí mismo para animarse, aunque basta verlo para comprender alguna de las fases anteriores todavía no están lo suficiente afianzadas como para permitirse bajar la guardia. El enojo y la depresión como mínimo. Lo cierto es que la negociación se mezcló con la depresión hasta explosionar, como una bomba lapa bajo sus pies.
Pero sus pies no son de barro y él lo sabe. Aguantó entero la Batalla de las Termópilas y aguantará ésta sin mayores consecuencias. Además, como no se encuentra precisamente en un duelo de los de tanatorio, sino de un simple y llano abandono conyugal de conveniencia, algo más habrá que hacer, reflexiona. Y se responde al instante: para empezar, la “reconstrucción”. Porque siendo como es un veterano del Vietnam, se las sabe todas en el asunto de la supervivencia. ¿Qué cómo se reconstruye un edificio en ruinas? Apretando los dientes y saliendo a la calle en plan John Wayne. Bastan con dos cosas, dijo el eterno cowboy: "primero, que no te vean sangrar, y segundo, ten siempre preparado un plan de huida". Y como él sangrar, sangra poco. Y en cuanto al plan de huida, lo ha ejercitado (ensayado) durante décadas, de momento no tiene de qué preocuparse. Ahora mismo, sentado en la taza del water, con el periódico en las manos, suelta una carcajada mientras consulta la lista de libros más vendidos y comprueba, nada sorprendido, que los ejemplares de autoayuda copan los primeros puestos.
La semana siempre acaba con el domingo por la tarde y esto no podría cambiarlo ni siendo ministro o consiguiendo una plaza para el G-10, así que, llegado el momento, sale de casa con dignidad y la cabeza bien alta. Cruzar el ensanche un domingo por la tarde, con el nuevo horario de otoño, en que el día se apaga como si a Dios (de existir) le hubiera dado un cortocircuito y en el que no hay manera de cruzarse con Kafka; ni siquiera con Rilke (algún des-consuelo inteligente no le vendría mal, por acerado que fuera). Y al final de su largo paseo no se le ocurre otra cosa que ir al cine a ver “El infierno vasco”, una de esas pelis que alguno de sus amigos evita como alma que lleva al diablo, bajo el siempre “consistente argumento”, tan poco convincente, por otra parte, de que “mejor vamos a ver algo que nos levante el ánimo. Dramones no, por favor”.
Aunque por una vez el amigo tiene razón. Al César lo que es del César. Así que cuando sale del cine echa a faltar los dos guardaespaldas de turno y al llegar a casa no se sorprende en absoluto de que la presidenta de la escalera se le eche encima pidiéndole por favor que no aparque el coche delante del edificio, no sea que le hayan colocado una bomba y sus hijos (los de la comunidad y aledaños, se entiende) salten por los aires.
Desoyendo tales ataques de histeria colectiva, abre la puerta de su confortable y pacífico pisito de 72 metros cuadrados, con terraza, dos aseos y calefacción central. Coge el teléfono y marca el número de Paul, su psiquiatra y, como no podía ser menos, una voz metálica e impersonal le responde que el Doctor Weston no estará disponible hasta dentro de unos meses, ya que se encuentra muy ocupado haciendo de Gabriel Byrne en la serie televisable de la Fox “In Treatment”. Consciente de que no es su día, aunque sería más exacto decir su tarde, busca en el disco duro de su deuvedé y pulsa el O.K. en una de las peliculas grabadas recientemente, dispuesto a relajarse un rato siguiendo las incomparables aventuras de dos músicos en paro que se cambian de sexo para conseguir un empleo y que, aún así, no dejan de perseguir como locos a una rubia, sensual, dulce y encantadora que toca el ukelele como los ángeles.
Pero sus pies no son de barro y él lo sabe. Aguantó entero la Batalla de las Termópilas y aguantará ésta sin mayores consecuencias. Además, como no se encuentra precisamente en un duelo de los de tanatorio, sino de un simple y llano abandono conyugal de conveniencia, algo más habrá que hacer, reflexiona. Y se responde al instante: para empezar, la “reconstrucción”. Porque siendo como es un veterano del Vietnam, se las sabe todas en el asunto de la supervivencia. ¿Qué cómo se reconstruye un edificio en ruinas? Apretando los dientes y saliendo a la calle en plan John Wayne. Bastan con dos cosas, dijo el eterno cowboy: "primero, que no te vean sangrar, y segundo, ten siempre preparado un plan de huida". Y como él sangrar, sangra poco. Y en cuanto al plan de huida, lo ha ejercitado (ensayado) durante décadas, de momento no tiene de qué preocuparse. Ahora mismo, sentado en la taza del water, con el periódico en las manos, suelta una carcajada mientras consulta la lista de libros más vendidos y comprueba, nada sorprendido, que los ejemplares de autoayuda copan los primeros puestos.
La semana siempre acaba con el domingo por la tarde y esto no podría cambiarlo ni siendo ministro o consiguiendo una plaza para el G-10, así que, llegado el momento, sale de casa con dignidad y la cabeza bien alta. Cruzar el ensanche un domingo por la tarde, con el nuevo horario de otoño, en que el día se apaga como si a Dios (de existir) le hubiera dado un cortocircuito y en el que no hay manera de cruzarse con Kafka; ni siquiera con Rilke (algún des-consuelo inteligente no le vendría mal, por acerado que fuera). Y al final de su largo paseo no se le ocurre otra cosa que ir al cine a ver “El infierno vasco”, una de esas pelis que alguno de sus amigos evita como alma que lleva al diablo, bajo el siempre “consistente argumento”, tan poco convincente, por otra parte, de que “mejor vamos a ver algo que nos levante el ánimo. Dramones no, por favor”.
Aunque por una vez el amigo tiene razón. Al César lo que es del César. Así que cuando sale del cine echa a faltar los dos guardaespaldas de turno y al llegar a casa no se sorprende en absoluto de que la presidenta de la escalera se le eche encima pidiéndole por favor que no aparque el coche delante del edificio, no sea que le hayan colocado una bomba y sus hijos (los de la comunidad y aledaños, se entiende) salten por los aires.
Desoyendo tales ataques de histeria colectiva, abre la puerta de su confortable y pacífico pisito de 72 metros cuadrados, con terraza, dos aseos y calefacción central. Coge el teléfono y marca el número de Paul, su psiquiatra y, como no podía ser menos, una voz metálica e impersonal le responde que el Doctor Weston no estará disponible hasta dentro de unos meses, ya que se encuentra muy ocupado haciendo de Gabriel Byrne en la serie televisable de la Fox “In Treatment”. Consciente de que no es su día, aunque sería más exacto decir su tarde, busca en el disco duro de su deuvedé y pulsa el O.K. en una de las peliculas grabadas recientemente, dispuesto a relajarse un rato siguiendo las incomparables aventuras de dos músicos en paro que se cambian de sexo para conseguir un empleo y que, aún así, no dejan de perseguir como locos a una rubia, sensual, dulce y encantadora que toca el ukelele como los ángeles.
Etiquetas: crónicas
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