17.10.08

La seducción del diván


La ventana estaba abierta y la luz encendida. Detestaba abrir los ojos y encontrarse con la oscuridad y, por supuesto, los psicoanalistas no acababan de ponerse de acuerdo. Unos lo achacaban al miedo a la muerte, y otros al miedo a la vida. Tanta “discordancia” no consiguió, sin embargo, producirle ningún trastorno adicional. Al fin y al cabo, coincidían en lo esencial: el miedo. Todo consistía entre elegir entre un miedo u otro.
La psicoanalista del miedo a la vida no era precisamente el tipo de chica de la que, cuando tu madre ve su fotografía en tu billetero, exclama con un suspiro: “¡Qué chica tan mona! ¿Cómo se llama?” Tenía, sin embargo, unas orejas preciosas. Parecían recién hechas. Suaves y sensibles. Eso le daba un cierto crédito.
El psicoanalista del miedo a la muerte escondía a duras penas una barriga de bebedor de cerveza. Además, se quedaba de tanto en tanto ausente tras un tabique de silencio, que era, en realidad, un silencio de ordeno y mando.
Y como su economía se iba al traste, y había que elegir, no dudó en quedarse con la primera.

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