El país de Nunca Jamás
Lo imposible es lo más deseado, esto lo saben (o lo sabrán muy pronto) los niños y las niñas de ESO. De hecho es lo primero que se aprende en la calle de la vida, como diría algún cantautor en paro.
Lucía un polo azul marino y, encima de éste, un jersey de algodón del mismo color. Los zapatos hacían juego con un fino pasador sin adornos que encintaba su espléndida cabellera pelirroja. Los pantalones eran unos tejanos estrechos de color blanco. En una esquina de la mesa había unas gafas de sol de un brillante color azul. La cafetería estaba a rebosar y podía haber hecho un intento de "aproximación" sin llamar demasiado la atención, pero aún así, pasé junto a ella en dirección al mostrador y mi cuerpo, pero sobre todo, mis labios no obedecieron ninguna de mis órdenes y se mantuvieron sellados como una carta lacrada sin destino conocido. Bueno, habíamos hablado del mostrador. “Un whisky doble, por favor”, le dije al camarero, como pidiéndole perdón por mi cobardía.
Los vaivenes del clima de otoño nos llevan a todos de cabeza, y de paso delatan cuestiones tan sutiles como la insobornable temperatura corporal del ciudadano de a pie, y quizá la tozudez del que ya ha empaquetado el vestuario de verano, lo ha colocado en el altillo y no está dispuesto, salvo cataclismos, a volver a coger la escalera de mano. Así pues, estos días nos tropezamos con mujeres con abrigo junto a jóvenes con camiseta y otros no tan jóvenes con camisa de manga corta, luciendo cachas.
Acaban de sacar un librito titulado “Odio Barcelona”. No lo leeré, por supuesto. Tampoco se trata de alimentar el monstruo que llevamos dentro y con respecto a esta Barcelona “sobrediseñada” (como dice Mery Cuesta en La Vanguardia) y en la que todos acabaremos haciendo de “camareros” de los turistas, bromea Vila-Matas (¿bromea?) en su último y espléndido libro que, por suerte, no es una novela, prefiero no alimentar la fiera que los "catetos" de la aldea no global llevamos dentro.
Lucía un polo azul marino y, encima de éste, un jersey de algodón del mismo color. Los zapatos hacían juego con un fino pasador sin adornos que encintaba su espléndida cabellera pelirroja. Los pantalones eran unos tejanos estrechos de color blanco. En una esquina de la mesa había unas gafas de sol de un brillante color azul. La cafetería estaba a rebosar y podía haber hecho un intento de "aproximación" sin llamar demasiado la atención, pero aún así, pasé junto a ella en dirección al mostrador y mi cuerpo, pero sobre todo, mis labios no obedecieron ninguna de mis órdenes y se mantuvieron sellados como una carta lacrada sin destino conocido. Bueno, habíamos hablado del mostrador. “Un whisky doble, por favor”, le dije al camarero, como pidiéndole perdón por mi cobardía.
Los vaivenes del clima de otoño nos llevan a todos de cabeza, y de paso delatan cuestiones tan sutiles como la insobornable temperatura corporal del ciudadano de a pie, y quizá la tozudez del que ya ha empaquetado el vestuario de verano, lo ha colocado en el altillo y no está dispuesto, salvo cataclismos, a volver a coger la escalera de mano. Así pues, estos días nos tropezamos con mujeres con abrigo junto a jóvenes con camiseta y otros no tan jóvenes con camisa de manga corta, luciendo cachas.
Acaban de sacar un librito titulado “Odio Barcelona”. No lo leeré, por supuesto. Tampoco se trata de alimentar el monstruo que llevamos dentro y con respecto a esta Barcelona “sobrediseñada” (como dice Mery Cuesta en La Vanguardia) y en la que todos acabaremos haciendo de “camareros” de los turistas, bromea Vila-Matas (¿bromea?) en su último y espléndido libro que, por suerte, no es una novela, prefiero no alimentar la fiera que los "catetos" de la aldea no global llevamos dentro.
De todos modos, y por fortuna, seguimos fieles a algunas tradiciones. Renovar el pasaporte, por ejemplo, sigue siendo una odisea, aunque sólo los más viejos recordemos las colas de la Plaza de España.
Quizá por eso mismo, y a pesar de tanta nueva y sofisticada tecnología, tanto numerito, lista de espera, “locutorios” nuevos y un flamante teléfono de información (que, simplemente reincide en la eterna recomendación de que acudas a la cola de la comisaría con el pasaporte viejo y una foto de tu careto) cuando le indiqué al funcionario de turno que quería un pasaporte para viajar al país de Nunca Jamás, me echaron a patadas sin mayores explicaciones.
Quizá por eso mismo, y a pesar de tanta nueva y sofisticada tecnología, tanto numerito, lista de espera, “locutorios” nuevos y un flamante teléfono de información (que, simplemente reincide en la eterna recomendación de que acudas a la cola de la comisaría con el pasaporte viejo y una foto de tu careto) cuando le indiqué al funcionario de turno que quería un pasaporte para viajar al país de Nunca Jamás, me echaron a patadas sin mayores explicaciones.
Etiquetas: crónicas
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