23.10.08

El impostor


No fiarse de nadie, ni siquiera de los más cercanos a ti, pero, sobe todo, no fiarse nunca demasiado de uno mismo. Y junto a eso, una implacable disciplina de autocontrol. He engañado a mucha gente con este método. He conseguido cosas que tiempo atrás me hubieran parecido sencillamente increíbles. He realizado un esfuerzo sobrehumano (digámoslo así para entendernos) con el único objeto de ocultar precisamente mi total ausencia de humanidad. Y no. No se trata exactamente de una paradoja, sino de una confesión.
Sólo una advertencia. Y no la repetiré. La gente miente más que habla. Quiero decir que miente hasta en los gestos, en la mirada y, sobre todo, en sus actos. Por eso mismo, que nadie crea ni por un momento que aquí va haber cuartelillo. Como buen impostor, haré creer solamente lo que a mí me interese. ¿Deformación profesional? No lo creo. Llevo un año de baja laboral. Sí, “queridos” lectores. Yo soy ese impostor que finge que sólo tiene la enfermedad que tiene y que acude puntualmente cada dos semanas a recoger el parte de confirmación al ambulatorio del Vall d’Hebrón. Sólo tengo un problema (¿un problema? Colecciono problemas). Como la halitosis, o sea, el mal aliento, la proximidad un tanto prolongada me delata. No es una impostura, ni falta de seguridad en mis posibilidades de mantener una relación. Es, simplemente una cuestión de supervivencia.
Cuando nació Simón, el hijo de mi adorada vecina, tenía yo cinco o seis años y, principiante como era, aún cometía errores de pardillo. Paquita, que así se llamaba mi adorable vecina era del tipo de mujeres que prefieren no comer antes que meterse en la cocina. También era una impostora, como se comprobó tiempo después, pero... ¡Cómo iba a saber yo eso si tampoco sabía todavía que los enemigos más peligrosos son siempre los que anidan en tu guarida! Paquita fue mi primer amor inventado, más falsa que la "España grande y libre, una unidad de destino en lo universal", que nos vendían las voces casposas y repugnantes de los locutores de la radio.
Se supone que a esa edad uno debía estar edípicamente enganchado a la madre. Yo, inseguro todavía, añadí a Paquita por aquello de aumentar la verosimilitud de mi supuesta normalidad. Pero impostor no quiere decir imbécil, así que no pudiendo soportar mi brusco cambio de “popularidad” debido a la pujante del pequeño Simón (maldito nombre), me falto tiempo para aprovechar la primera oportunidad en la que el “nuevo competidor” se hallaba solo, para acercarme a la cuna del intruso y apoyar fuertemente la almohada contra su pequeño rostro con la evidente finalidad de asfixiarlo y librarme así de su insoportable presencia.
La súbita entrada de Paquita y mi madre, hablando por los codos, frustró mi acción. Es cierto que lo maté cien veces en mis sueños (pesadillas), pero me faltó valor para repetir el intento. Así que, mientras me relamía las heridas, lloriqueando como una nenaza, en un rincón de mi cuarto, pensé por primera vez que no tenía alma, pero sí inconsciente. Es decir (me repetía una y otra vez) "ya tengo inconsciente", una putada como otra cualquiera. El inconsciente debe ser como una enfermedad (recuerdo que pensé). Así pues, pillé el virus del inconsciente y, en pleno estado, entre a febrícula, fiebre e hipertermia, no había piedad para mis enemigos. Son cosas que pasan. Ahí nació también mi instinto de supervivencia. Nadie supo ni sabría nunca que ya era un maldito impostor.
Texto: El impostor
Ilustración: Juan Carlos Elijas: talkin heads
http://www.usuaris.tinet.org/jcelijas/

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