22.9.08

La máscara de agua (masajes chinos)


Pasan los días y el teléfono no sonaba ni por error, así que abrí la puerta, salí de casa y entré en la calle, por decirlo de alguna manera, sin pensármelo dos veces. Di vueltas por el mundo, es decir, vagabundeé por avenidas y callejones y ni siquiera me sorprendí cuando tuve la impresión de que le gente me miraba y se reía de mí. "Fumo demasiado", deduje. "Demasiados canutos al día. Me estoy volviendo majareta."
En el metro todavía fue peor. Los viajeros deambulaban con su traje de buzo murmurando que Toulouse-Lautrec es un enano y un renacuajo. ¿Por qué Toulouse-Lautrec y no Javier Bardem, por mencionar a alguien, que está más de moda? La perplejidad iba transformando lentamente mi rostro en una máscara de agua. A falta de mejor explicación, interpreté mi metamorfosis como un acto de rebeldía. ¿No fue el poeta Paul Éluard quien dijo que “el lirismo es la máxima expresión de una protesta”? "Pues sí. Vale. Lo que tú digas. Cuéntame otra, que ya le voy cogiendo el hilo." Aquí, el tiempo de detuvo un buen rato.
Estaba a punto de “salvar” el día, que ya es mucho decir, pero tuve la mala suerte de pasar por mi peluquería (antes tenía la de Enrique, pero los invasores la han convertido… ¡en un establecimiento de masajes chinos!) y junté la mala suerte con la mala idea de entrar en el local (o de salir de la calle, que para el caso era lo mismo) y permitir que Gonzalo me diera un repaso a mi menguada cabellera, negándose en redondo a recortarme la papada.
- Cerramos a las ocho – dijo con la crueldad de un funcionario de prisiones.
Entonces, mientras me seccionaba, con su puntería y sutileza habitual, los pelitos de la nariz, tuvo la mala ocurrencia de mencionar que el año pasado se había corrido la maratón de Nueva York.
¡Maldición!
Fue como un disparo en la sien, pero sin suicidio. Tranquilos: morir no es contagioso. La derrota sí. Me sentí tan viejo y tullido que mi mascara de agua se deshizo como un helado en un quiosco de bebidas subsahariano, quedándome con mi patibulario, amargo y reseco rostro de siempre. Como si quisiera protegerme del cielo que se derrumbaba encima de mí a pedradas, a duras penas llegué a casa, a rastras y con la triste máscara de la derrota pegada a mi cara, pidiendo a gritos un masaje… ¡chino!

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