Despedirse como es debido
Primero fueron unos débiles golpes en la puerta del dormitorio. Me armé de valor y abrí la puerta, pero allí no había nadie. Aquel día amaneció como tantos otros: despojos de silencios por todas partes, en el dormitorio, en el comedor prácticamente y en todas las estancias de la casa, pero también en la terraza, en las azoteas y, cómo no, más allá de la terraza, en el firmamento. Por otra parte, me dije, es normal, incluso lógico, que los objetos inanimados permanezcan en silencio. Tampoco crujió la estantería de nogal, como hacía tantas veces durante el día. Lo más raro fue, sin embargo, que no se oía a los vecinos, ni sus habituales trapicheos matutinos. Era como si el edificio e hubiera quedado vacío.
Fue entonces cuando me sorprendió nuevamente la imagen de tus ojos gastados. Yo ya sabía que tu imagen en el espejo era falsa, aunque, si lo pienso mejor, debo aceptar que falsa es una palabra demasiado grande, tan inmensa que da hasta miedo llegar a sus dominios. De querer expresarlo todo acaba no expresando nada, tan ampulosa ella, tan cerrada – como un ataúd sellado a martillazos – que ya no creía en ella. Cuando te fuiste, es decir, desde que instalaste el final en mi existencia, en las ruinas de cada mes, de cada día, de cada segundo, fue como si el tiempo se hubiese vuelto, de pronto, hipócritamente amable, terriblemente generoso. Y por la noche era todavía peor. Entonces, asfixiado por el smog que tapaba las estrellas con su mortaja blanquecina, susurraba los versos de Gil de Biedma: "En sus tejas roídas por la hierba, la luna se extenúa, se duerme el sol del tiempo”.
Siempre he desconfiado de la amabilidad de los desconocidos, y la fingida amabilidad del tiempo se parecía demasiado a la envenenada tentación del olvido. Pero aún consciente de ello, mi propia debilidad no pudo por menos que aceptar tanta y tan cruel generosidad. Por eso mismo perdí la noción del tiempo aunque jamás conseguí olvidarte. Quizás por eso, mi devoción por los cúmulos estelares ha decrecido hasta casi desaparecer. Al fin y al cabo nadie ha dicho la última palabra de cómo hay que despedirse. Nunca pronunciaste esta frase, Ya sabes que no me gustan las despedidas. Esta frase mejor la reservamos para los personajes de las películas, que la repiten una y otra vez sin aparente fatiga. Parece una manía persecutoria. Y aún así, la enfermedad se te llevó con la prisa de los niños cuando salen del colegio.
Luego fueron unos débiles golpes en el armario. No las tenía todas conmigo cuando abrí sus compuertas y sólo hallé montones de pantalones y camisas colgando de sus perchas. Hacía frío dentro de aquel armario. El frío del silencio había penetrado hasta el hueco más oculto de la casa. Avanzaba lentamente, congelándolo todo a su paso. Los objetos crujían como estalactitas y sus hebras goteaban como lágrimas. Tampoco es tan raro que el rito de la muerte venga acompañado por el frío. Por otra parte, es normal, y yo diría que incluso lógico, que los objetos sollocen de vez en cuando, hartos de su propia y silenciosa inmovilidad. Aunque, a estas alturas, ya sabía que había algo más, que alguien quería reclamar mi atención, quizás alguien deseaba despedirse como es debido, y ese alguien, por supuesto, sólo podías ser tú. Seguía sin oírse a los vecinos y la radio se quedó muda como afectada por una indigesta de malas noticias, pero esta vez no me extrañó en absoluto. Todo lo contrario. Era como si yo mismo me hubiera quedado vacío.
Tal silencio como hoy, las ruinas de agosto anunciaron nuevamente la mancha gris de tu recuerdo. Nada hacía pensar que fuera un día diferente a otro cualquiera. El máximo dolor conduce inexorablemente a la insensibilidad, aunque en mi caso parezca que se haga esperar más de la cuenta. Los edificios se derrumban unos tras otros y finalmente la ciudad arde en llamas como si el ansiado meteorito hubiera acertado de una maldita vez, aunque yo seguí con el café con leche y las galletas. Y lo más sorprendente es que cuando los muebles empezaron a temblar y el techo empezó a derrumbarse como una torre de piezas de dominó, no sentí casi nada. Es posible vivir sin memoria pero es imposible vivir sin olvido. Por eso, cuando tuve la falsa impresión de que empezaba a olvidarte supe al instante que el tiempo de encontrarnos había llegado.
Extendí entonces los dedos por la arena de tus ojos para acariciar los pliegues de tu herida, y justo cuando mi rostro todavía no sangraba, y mientras el edificio se derrumbaba con la cruel lentitud de un cuchillo clavándose en la carne, sentí que tu mano se posaba en mi hombro. No me volví. En realidad no era necesario. Ni aconsejable cambiar de postura con tal lluvia de escombros cayendo por todas partes. Y menos todavía con esa barra de hierro que atravesaba mi muslo de parte a parte, aunque, insisto, tampoco era necesario tanto derroche de dolor, es indigno quejarse de oro sufrimiento que no sea el de los sentimientos. Claro que sabía que eras tú. Lo sabía desde que empecé a oírte llamando a cada puerta. Porque más que una llamada era un reclamo, una invocación. Por eso, posando mi mano sobre la tuya, te dije sin mirarte: descansa mi amor, cesa en tu vagar incierto, hace demasiado tiempo que estoy preparado para acompañarte allí donde el mundo se esconde de sí mismo como lo hace todo el que no tiene sustancia ni nombre, allí donde ni siquiera los astros han llegado todavía en su vagar insulso y casual. Allí donde no hay condena ni penitencia, sino sólo silencio. En realidad la espera me había sabido a demasiado larga, hacía demasiado tiempo que esperaba que la falsa realidad del tiempo estallara en pedazos y nos dejara de una vez solos y en paz.
Fue entonces cuando me sorprendió nuevamente la imagen de tus ojos gastados. Yo ya sabía que tu imagen en el espejo era falsa, aunque, si lo pienso mejor, debo aceptar que falsa es una palabra demasiado grande, tan inmensa que da hasta miedo llegar a sus dominios. De querer expresarlo todo acaba no expresando nada, tan ampulosa ella, tan cerrada – como un ataúd sellado a martillazos – que ya no creía en ella. Cuando te fuiste, es decir, desde que instalaste el final en mi existencia, en las ruinas de cada mes, de cada día, de cada segundo, fue como si el tiempo se hubiese vuelto, de pronto, hipócritamente amable, terriblemente generoso. Y por la noche era todavía peor. Entonces, asfixiado por el smog que tapaba las estrellas con su mortaja blanquecina, susurraba los versos de Gil de Biedma: "En sus tejas roídas por la hierba, la luna se extenúa, se duerme el sol del tiempo”.
Siempre he desconfiado de la amabilidad de los desconocidos, y la fingida amabilidad del tiempo se parecía demasiado a la envenenada tentación del olvido. Pero aún consciente de ello, mi propia debilidad no pudo por menos que aceptar tanta y tan cruel generosidad. Por eso mismo perdí la noción del tiempo aunque jamás conseguí olvidarte. Quizás por eso, mi devoción por los cúmulos estelares ha decrecido hasta casi desaparecer. Al fin y al cabo nadie ha dicho la última palabra de cómo hay que despedirse. Nunca pronunciaste esta frase, Ya sabes que no me gustan las despedidas. Esta frase mejor la reservamos para los personajes de las películas, que la repiten una y otra vez sin aparente fatiga. Parece una manía persecutoria. Y aún así, la enfermedad se te llevó con la prisa de los niños cuando salen del colegio.
Luego fueron unos débiles golpes en el armario. No las tenía todas conmigo cuando abrí sus compuertas y sólo hallé montones de pantalones y camisas colgando de sus perchas. Hacía frío dentro de aquel armario. El frío del silencio había penetrado hasta el hueco más oculto de la casa. Avanzaba lentamente, congelándolo todo a su paso. Los objetos crujían como estalactitas y sus hebras goteaban como lágrimas. Tampoco es tan raro que el rito de la muerte venga acompañado por el frío. Por otra parte, es normal, y yo diría que incluso lógico, que los objetos sollocen de vez en cuando, hartos de su propia y silenciosa inmovilidad. Aunque, a estas alturas, ya sabía que había algo más, que alguien quería reclamar mi atención, quizás alguien deseaba despedirse como es debido, y ese alguien, por supuesto, sólo podías ser tú. Seguía sin oírse a los vecinos y la radio se quedó muda como afectada por una indigesta de malas noticias, pero esta vez no me extrañó en absoluto. Todo lo contrario. Era como si yo mismo me hubiera quedado vacío.
Tal silencio como hoy, las ruinas de agosto anunciaron nuevamente la mancha gris de tu recuerdo. Nada hacía pensar que fuera un día diferente a otro cualquiera. El máximo dolor conduce inexorablemente a la insensibilidad, aunque en mi caso parezca que se haga esperar más de la cuenta. Los edificios se derrumban unos tras otros y finalmente la ciudad arde en llamas como si el ansiado meteorito hubiera acertado de una maldita vez, aunque yo seguí con el café con leche y las galletas. Y lo más sorprendente es que cuando los muebles empezaron a temblar y el techo empezó a derrumbarse como una torre de piezas de dominó, no sentí casi nada. Es posible vivir sin memoria pero es imposible vivir sin olvido. Por eso, cuando tuve la falsa impresión de que empezaba a olvidarte supe al instante que el tiempo de encontrarnos había llegado.
Extendí entonces los dedos por la arena de tus ojos para acariciar los pliegues de tu herida, y justo cuando mi rostro todavía no sangraba, y mientras el edificio se derrumbaba con la cruel lentitud de un cuchillo clavándose en la carne, sentí que tu mano se posaba en mi hombro. No me volví. En realidad no era necesario. Ni aconsejable cambiar de postura con tal lluvia de escombros cayendo por todas partes. Y menos todavía con esa barra de hierro que atravesaba mi muslo de parte a parte, aunque, insisto, tampoco era necesario tanto derroche de dolor, es indigno quejarse de oro sufrimiento que no sea el de los sentimientos. Claro que sabía que eras tú. Lo sabía desde que empecé a oírte llamando a cada puerta. Porque más que una llamada era un reclamo, una invocación. Por eso, posando mi mano sobre la tuya, te dije sin mirarte: descansa mi amor, cesa en tu vagar incierto, hace demasiado tiempo que estoy preparado para acompañarte allí donde el mundo se esconde de sí mismo como lo hace todo el que no tiene sustancia ni nombre, allí donde ni siquiera los astros han llegado todavía en su vagar insulso y casual. Allí donde no hay condena ni penitencia, sino sólo silencio. En realidad la espera me había sabido a demasiado larga, hacía demasiado tiempo que esperaba que la falsa realidad del tiempo estallara en pedazos y nos dejara de una vez solos y en paz.
Etiquetas: relatos
1 comentarios:
kariñu que bé m'agradat molt,
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