9.9.08

Que descanse la conciencia


Los domingos eran ásperos y hablábamos de la semana inglesa como los astrónomos de la vaporosa y escurridiza luna de Plutón. Y a pesar de todo, el cinismo todavía no se había instalado en nuestras existencias. Y por no saber, tampoco sabíamos que sólo era una cuestión de tiempo y de sabiduría. Aunque ya lo dijera la buena de Maruja Torres: “Vivir consiste en perder a menudo, ganar de vez en cuando, pero casi nunca en saber.” Y, para colmo de ingenuidad, pensábamos que las circunstancias eran la insufrible decoración de cada día, sin intuir apenas que eran mucho peor que eso, ni más ni menos que aquello frente a lo que deberíamos decidir quiénes y cómo seríamos. Dicho de otra manera, no sabíamos lo poco que decidiríamos, y todavía más, desconocíamos el sabor de de la derrota.
Cuando no podíamos ni imaginar que, con los años, el olor de las peluquerías nos provocaría una breve pero eterna melancolía (décadas más tarde Pablo Neruda fue incapaz de explicarle – o no quiso, por pereza o vete a saber por qué - esta metáfora al cartero, en la película del mismo nombre).
Cuando los amigos ya no están solteros (y si lo están ýa no son lo que eran) y quedar con ellos para un simple café o, lo que es peor, negociar la película, supone un esfuerzo tan arduo y fatigoso que uno echa de menos cuando se dejaba caer por los sitios habituales y simplemente se los encontraba ahí. Y algunos, en su pertinaz sequía, o quizás debido al rancio dogmatismo y la petulancia que en ellos dejó el marxismo o la Escuela de Empresariales, siguen negando, erre que erre, que la historia nos ha echado a patadas de nuestros antiguos y razonables sueños. Y es que tampoco sabíamos que la razón engendra monstruos.
Cuando te sentabas frente a la máquina de escribir portátil, ajustabas el folio por sus extremos y golpeabas cada letra sin otro recurso que el folio en blanco, ni una amable cursiva, ni una triste negrita, ni un flamante corta y pega que te echara una mano. Y, con tu típex líquido, sudabas tinta para convertir el paisaje atravesado por la navaja de Van Gogh en tres frases decentes, mientras Truman Capote te miraba bajo su sombrero de fieltro con ala y su mirada felina parecía silabear su melodía preferida: ¡Vaya escritor mediocre!
Cuando París era una peregrinación obligada (en realidad, más que eso: una metáfora) y soportabas las risas de los mayores cuando les recitabas con pasión a Guillaume Apollinaire: “París sale lentamente de los caminos enlazados, redondos que se dispersan por las alturas donde dormían albas colinas. Última estancia encantada.”
Ella sonrió. Le había tomado tanto gusto a mis lamentos que ya nunca se cansaba de escucharme y - decía - ya no sabía si deseaba que acabase algún día. Desde la primera vez que intercambiamos unas palabras, me sentí fuertemente atraído hacia ella y, poco a poco, esa atracción fue mudando hacia un sentimiento sin retorno. Durante unos instantes, reinó un ligero silencio, como una alusión al paso del tiempo. Mientras, yo miraba como se reía con sus tejanos ajustados y su suéter ajustado, y eso me animó a seguir contándole cuando París (la metáfora) era la última estancia encantada.
Era una muchacha tan encantadora que no quise decirle que mi mayor deseo era marcharme. Dormir. No pensar. Algo así como el sueño eterno. Que descanse la conciencia.
Texto: Artur Montfort
Fotografía: Marcelo Aurelio. La fuga
17 de Marzo de 2008
NOCTURAMA FOTOBLOG
Serie:
por el mar, por mis amigos
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1550

Etiquetas:

2 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Chapeau al encuentro de lo justo para, en unos pocos trazos, hacer revivir un montón de cosas.
¡Y vaya giro hacia las prendas ajustadas!
Recuerdos, Popaul

11:05 p. m.  
Blogger Cronopio ha dicho...

Gracias muchas Popaul... Espero que tus vacaciones viajeras - como siempre - hayan ido bien. Las mías, horribles, como siempre.
Un abrazo

10:14 p. m.  

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio