11.10.07

La buena vida


Cuando me llamaron a filas, mi ardor guerrero se fue a pique, esa es la verdad. A los olvidadizos, los mayores, se les olvidaba con gran facilidad, o no lo entendían así (y yo creo que un poco de todo y también cierta estulticia general) lo que significa a los veinte años que te birlen de la cartera de la vida, tan vacía todavía, un año y medio con el objeto de familiarizarte con un mundo tan sórdido como el militar. Por otra parte, a mis padres, y a la mayoría de su generación les encantaba vernos con el cuero cabelludo bien rapado y con esa pinta de guapos y sanos. Tanto debía afligirles nuestras pintas de escarabajos melenudos y la mala vida que llevábamos. Para calamidades, la incomunicación entre parientes. Como el muro de Berlín, pero sin final.
Porque yo ya había aprendido que donde falta la inteligencia o el linaje no hay más remedio que echarle esfuerzo y constancia, así que me amilané lo justo cuando me destinaron a las maravillosas islas Baleares, procurando encontrar, como había aprendido en el tajo de la vida ese difícil, pero nunca imposible, equilibrio entre la carrera de obstáculos y
la práctica de la buena vida.
Claro que esto del servicio militar más que una carrera de obstáculos parecía una carrera de salto de vallas con pinta de maratón de esos que los atletas llegan en estado catatónico. Unos se desmayan, otros levantan los brazos con cara de carnero degollado, como si la gloria pesara más que un whiskie en The Quiet Man. Y los más tocados acaban dando vueltas alrededor de sí mismos y se quieren volver por donde han venido. Y es que quince meses pueden ser una eternidad.
Fauna toda la que quisieses. Los había listos como el hambre. Luego, estaban los indeseables, los aguerridos, esos que allá donde vayan disfrutan con las reglas cuartelarias, con su argot y los abusos a los más flojos o indefensos, esos individuos que en la calle no son nada, pero ahí lo eran todo. Los más, sin embargo, sabíamos que debíamos dejarnos la piel para conseguir
un pase pernocta por la cara
una moña de whiskie sin que el brigada se entere
una imaginaria escribiendo cartas a la novia
un amigo quinqui muy útil cuando se te atasca la cerradura de la taquilla y necesitas urgentemente una “llave maestra”
saltar la alambrada y esperar la salida del sol sentado en las almenas de lo que queda de muralla, junto a la catedral, fumando sin parar y acompañado de un individuo del que no te separas un segundo y de quién, cuando esto acabe, no volverás a saber jamás
arreglártelas para no salir el último a formar y librarte así de la maldita cocina y sus odiosas perolas
colarte en la biblioteca de los queridos alféreces para escribir en tu diario "la distancia es vulnerable..."

Claro que más tarde o más temprano acababan pillándote con las manos en la masa. Eso ya me lo temía yo cuando el sargento, un sujeto diminuto y achaparrado, de quien se contaban cosas terribles, como que llevaba una prótesis de metal en lugar de cráneo debido a no sé qué turbia historia, gritó mirando hacia ese espacio vacío del techo a donde no llegaba el polvo: ¡El de las gafas! Ese mierda que escribe. Lo quiero aquí a la voz de ¡Ya!

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2 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Es curioso lo identificado que puede verse uno con este tipo de experiencias. Aunque, en mi caso, el ardor guerrero no pudo irse a pique, porque nunca había existido, y si recuerdo algo relativo a la reacción de mi padre fue su preocupación y tristeza por no haber podido escaquearme del trago, cosa que sí habían podido hacer con él.

Bienencontrado de nuevo, Morsa.

9:18 p. m.  
Blogger Cronopio ha dicho...

¡Bien hallado Popaul!
Ya tenía noticias de tus ocupaciones
Por otra parte, mi padre fue un desertor contumaz. Y a mí me pasa como a uno de los chistes de Woody Allen, que si me alistaran a filas mi destino apropiado sería el de prisionero.
A los popes del Partido les hacían un inescrutable certificado médico que les libraba del rollo. Luego estaban los más osados, que se hacían pasar por locos o sordos.
Yo, infeliz de mí, me comí le pastel entero

8:23 a. m.  

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