¡Mequetrefes!
La soberbia de los empollones era la propia de mequetrefes que estaban acostumbrados de siempre a sentarse en las primeras filas de clase, cerca del profesor, aplaudiéndole los chistes al profesor, chupándole el culo al profesor. Desconocían totalmente lo que era un empacho de espaldas y cogotes. Cogotes rasurados al dos, dejando bien a las claras, es decir, a la intemperie, las orejas Dumbo de García, Martínez y Conesa.
A los empollones se les reconocía fácilmente por la estampa autosuficiente que ofrecían mientras esperaban, con la frialdad de un carterista inmediatamente antes del hurto, el aviso para entrar en el aula del examen. Del examen final, quiero decir. Se les reconocía, también, por su insolidaria complacencia en depositar los libros y apuntes al pie del entarimado, dejando a los que acudíamos al patíbulo con el único recurso de nuestras chuletas. Por su complicidad y asqueroso colaboracionismo, esa es la pura verdad, en la búsqueda y captura de los copiones. Por su desagradable incompostura cuando el desesperado compañero de pupitre intentaba esa siempre difícil aproximación por encima de su hombro. Aunque lo que más me jodía era que, después de la batalla, mientras los leprosos nos envilecíamos una vez más buscando por la gracia divina nuestro nombre y apellidos en las listas de aprobados, ellos daban media vuelta, compungidos, heridos en su amor propio ya que sólo habían sacado un maldito notable. Afectados en su dignidad por haber fallado en la consecución del sobresaliente o la matrícula de honor. Los empollones parecían todos zurdos, es decir, parecía que escribieran de derecha a izquierda porque siempre tapaban su ejercicio con su mano brazo codo la madre que los parió.
No me sirvió el consejo. Lo de esperar a que pasara por mi puerta el cadáver de mi enemigo. Vivo en un cuarto piso, o dicho de otra manera, ya nadie saca la silla a la calle a tomar el fresco y platicar un rato con los vecinos (y ver pasar el cadáver...)
¡Porque se lo creyeron! Lo de se trataba del examen final. Y ahí la cagaron. No hay examen final. La vida es un examen continuo, como sabe todo el mundo menos la dichosa caterva de empollones y sabihondos. Comparar es odioso pero, a la vez, muy útil. Lo deduje sin necesidad de estudiar demasiado. Lo que también aprendí (mientras ellos se regodeaban en su efímero éxito) es que “ningún hombre o mujer puede vivir el destino de otro”. Y esto lo descubrí en las malas calles, y leyendo (que no estudiando) un poco de aquí y otro poco de allá. A Marion Zimmer, por ejemplo. Ahí saqué nota. Aunque nadie vino a felicitarme por ello. Ni falta que me hacía.
Marion Zimmer: Las nieblas de Avalon, Libro 1, "Experta en Magia"
Ilustración extraída de: La butaca, revista de cine
http://www.labutaca.net/films/7/elfloridopensil.htm
A los empollones se les reconocía fácilmente por la estampa autosuficiente que ofrecían mientras esperaban, con la frialdad de un carterista inmediatamente antes del hurto, el aviso para entrar en el aula del examen. Del examen final, quiero decir. Se les reconocía, también, por su insolidaria complacencia en depositar los libros y apuntes al pie del entarimado, dejando a los que acudíamos al patíbulo con el único recurso de nuestras chuletas. Por su complicidad y asqueroso colaboracionismo, esa es la pura verdad, en la búsqueda y captura de los copiones. Por su desagradable incompostura cuando el desesperado compañero de pupitre intentaba esa siempre difícil aproximación por encima de su hombro. Aunque lo que más me jodía era que, después de la batalla, mientras los leprosos nos envilecíamos una vez más buscando por la gracia divina nuestro nombre y apellidos en las listas de aprobados, ellos daban media vuelta, compungidos, heridos en su amor propio ya que sólo habían sacado un maldito notable. Afectados en su dignidad por haber fallado en la consecución del sobresaliente o la matrícula de honor. Los empollones parecían todos zurdos, es decir, parecía que escribieran de derecha a izquierda porque siempre tapaban su ejercicio con su mano brazo codo la madre que los parió.
No me sirvió el consejo. Lo de esperar a que pasara por mi puerta el cadáver de mi enemigo. Vivo en un cuarto piso, o dicho de otra manera, ya nadie saca la silla a la calle a tomar el fresco y platicar un rato con los vecinos (y ver pasar el cadáver...)
¡Porque se lo creyeron! Lo de se trataba del examen final. Y ahí la cagaron. No hay examen final. La vida es un examen continuo, como sabe todo el mundo menos la dichosa caterva de empollones y sabihondos. Comparar es odioso pero, a la vez, muy útil. Lo deduje sin necesidad de estudiar demasiado. Lo que también aprendí (mientras ellos se regodeaban en su efímero éxito) es que “ningún hombre o mujer puede vivir el destino de otro”. Y esto lo descubrí en las malas calles, y leyendo (que no estudiando) un poco de aquí y otro poco de allá. A Marion Zimmer, por ejemplo. Ahí saqué nota. Aunque nadie vino a felicitarme por ello. Ni falta que me hacía.
Marion Zimmer: Las nieblas de Avalon, Libro 1, "Experta en Magia"
Ilustración extraída de: La butaca, revista de cine
http://www.labutaca.net/films/7/elfloridopensil.htm
Etiquetas: crónicas
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