21.3.09

Fuego en el cuerpo


Me quité los Walkmans y cacé al vuelo el nombre de la chica de fantasía. Se llamaba Irene. Jugueteaba con uno de sus bucles dorados y con la banda de terciopelo azul que adornaba su pelo. Parecía un anuncio de mis sueños eróticos: sus grandes gafas de concha amarilla, sus encarnados labios y esa camiseta de color marfil marcando sus pezones. Su falda corta y plisada, con topos de colores festivos, incluida esa apertura lateral PARA CASTIGAR AL PERSONAL. Su wambas deportivas, sus calcetines de tenis, blancos con listas rojas y azules, sus braguitas de Walt Disney, aparentemente inocentes si no fuera por sus estampados con elefantitos, jirafas y gatitos. Eso cuando no cruzaba sus piernas y yo la miraba con mis ojos de presidiario tras la alambrada. Todo un clásico.
Cuando se levantó de su asiento y se alejó lo hizo a saltitos como la gacela de sus braguitas. Escapó entre las irreales calles de aquella isla comercial, no sin antes devolverme, por fin, una mirada con cola de pavo real que yo interpreté temerariamente como una promesa y, en aquel momento sentí la ineludible necesidad de marchar tras ella, de huir tras el rastro de su perfume liviano y de su sombra desvaneciéndose entre los angulosos reflejos de los escaparates y los requiebros de sus esquinas de cristal, al abrigo siempre de aquellas paredes estucadas de blanco. Pero naturalmente no lo hice porque allí estaba el DON, Don Corleone, claro, es decir, mi padre, “quieto parao chaval, ¿dónde te crees que vas?”. Le odié profundamente, casi hasta la hora del almuerzo.
Aunque por una vez no le hice puñetero caso y partí tras la pista de Irene, desoyendo sus amenazas. Peñíscola aparecía rebosante de bañistas satisfechos pero con una prisa inexplicable para alguien que está de vacaciones pero, sobre todo, para un jovenzuelo como yo que no tenía otra misión, de momento, que la de aburrirse. O de comprar el periódico, los helados para el postre o recoger el encargo del súper. Y la paella, la copia de las llaves del apartamento, las cajas de cervezas. ¡Horrible! Créanme. Hay gente que sólo vive del tengo que hacer o peor todavía, del tenemos que ir a... Mi madre era la número uno. Y el resto no le iba a la zaga. Todos iban con prisa. Prisa para ir al súper y luchar a brazo partido en la cola de la caja, prisas para llegar pronto a la playa y tostarse bajo el sol, prisa para dónde el quiosco, a tomar el aperitivo, a la peluquería, al cajero automático. Luego estaban los oriundos que digo yo, individuos poco proclives a la emoción fácil como no fuera su engañosa indiferencia y su obsesiva clasificación del turismo en se gastan la pasta o no se lo gastan. Turismo con clase o los mataos, los muertos de hambre, los trotamundos con mochila. Grandes sufridores, los oriundos, siempre dispuestos a hacer su agosto y a no cerrar la tienda hasta la hora del telediario de la noche.
Cuando regresé al apartamento cutre, el castillo del Papa Luna parecía una lámpara china colgada de un techo azul marino de papel de regalo. Su brusca aparición ante mis ojos fue tan refrescante como abrir el buzón del día y encontrarme con una postal de Islandia repleta de icebergs y valkirias en TOP Lees. En casa me esperaban cariacontecidos como siempre, como guardando luto por cada día a restar del saldo real de vacaciones y, además, ofendidos por mi súbita desaparición pero, sobre todo, por mi falta de disciplina. Como sospechando el desastre. El desastre era, en realidad, que no hicieran nada potable en la tele y que se vieran obligados a conversar. Sin duda lo peor de las vacaciones.
- Necesitas distraerte-, me dijo el DON, dispuesto a remover la herida de mi supuesta melancolía. Déjalo, le decía mi madre. Es la edad. Qué coño de edad, sugería él sutilmente. - Yo a su edad...
Ensaladilla rusa y croquetas. Otros han muerto por menos que eso, aunque la mirada severa y a la vez, edulcorada de mi madre retardaba, un día más y otro también, mis deseos de pasar al motín, con todas sus consecuencias. Es imposible describir su sonrisa empalagosa cuando recitaba hoy-hay-cro-que-tas. ¿Hasta cuando, pensé? Sí, es verdad, me perdí un día más en alguna parte de mi supuesto y querido atlas formativo, ese que algún día me haría UN HOMBRE DE PROVECHO y allí me quedé quieto como una estatua. Mi padre, con su exquisitez habitual espantó las moscas que revoloteaban frente a mi cara: “¿Se puede saber en qué estás pensando? Este crío siempre está en Babia”.
Aunque por esta vez no era del todo cierto. No, no estaba en Babia, estuviera donde estuviera ese país o lo que demonios fuera, sino tras la pista de Irene. Irene la escurridiza. Irene la hermosa gacela. Me recordé a mí mismo siguiendo a Irene por calles angostas entre el resplandor de los claroscuros de las primeras horas de la tarde, avivando el paso para no perderla, doblando la esquina justo donde el estanco, la señora obesa con el trailer del bebé y el turista anglosajón parpadeando ante las postales. Ejecutando mi lema preferido, ese que estaba reemplazando mi vida por otra, todavía más atormentada y dolorosa, pero excitante a la vez. ¡Hazlo ya!, le dijo Katheleen Turner al guaperas del bigote en aquella peli, Fuego en el cuerpo, que me tumbó de un puñetazo en la nariz. Yo, más modesto que William Hurt, la agarré del brazo y le dije, nos conocemos del Insti, ¿no es verdad?

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