Matar hace que me sienta mejor
Sonreí al tipo que tenía delante, en el espejo del lavabo, durante mi acostumbrada visita a los aseos justo antes de salir a desayunar. Sonreí brindándole mi sonrisa más reconfortante y desafiante a la vez. Una sonrisa que decía tampoco-soy-tan-cruel.
Suelo ir a desayunar a “La Caverna”, el bareto de Carlos, un tipo fan de Liverpool, del Liverpool Footbal Club pero, sobre todo de los Beatles. Su pequeño establecimiento está invadido de postres y fotografías del famoso grupo de Liverpool. Un buen lugar para tomarme el bocata de jamón.
De vez en cuando lo hago, desayunar, con algún colega de la oficina. Pocas veces. Sólo a los que aprecio, aunque ya sé que hago mal en aludir a este sentimiento, ya que hace tantos años que ni me acuerdo cuando lo perdí, si es que alguna vez lo tuve. Renuncio a hurgar en posibles traumas infantiles. Salvo excepciones novelescas, casi siempre acaba todo en meras hipótesis. Por eso mismo, procuro no airear demasiado esa especie de incursión interna que a veces se parece sospechosamente a lo que podría llegar a imaginarme que deben de ser las emociones, no sea que saque el monstruo que llevo dentro y la acabemos de joder.
Hoy no estoy para nadie. Nada raro, por otra parte, porque hay días en los que, sencillamente, se me nota demasiado mi naturaleza psicótica. De acuerdo, soy un monstruo, pero un monstruo muy pulcro. Ayer, sin embargo, fue una jornada feliz. A las cuatro y media de la madrugada ya no quedaba ni rastro del perro, propiedad del odiado vecino de arriba.
Suelo ir a desayunar a “La Caverna”, el bareto de Carlos, un tipo fan de Liverpool, del Liverpool Footbal Club pero, sobre todo de los Beatles. Su pequeño establecimiento está invadido de postres y fotografías del famoso grupo de Liverpool. Un buen lugar para tomarme el bocata de jamón.
De vez en cuando lo hago, desayunar, con algún colega de la oficina. Pocas veces. Sólo a los que aprecio, aunque ya sé que hago mal en aludir a este sentimiento, ya que hace tantos años que ni me acuerdo cuando lo perdí, si es que alguna vez lo tuve. Renuncio a hurgar en posibles traumas infantiles. Salvo excepciones novelescas, casi siempre acaba todo en meras hipótesis. Por eso mismo, procuro no airear demasiado esa especie de incursión interna que a veces se parece sospechosamente a lo que podría llegar a imaginarme que deben de ser las emociones, no sea que saque el monstruo que llevo dentro y la acabemos de joder.
Hoy no estoy para nadie. Nada raro, por otra parte, porque hay días en los que, sencillamente, se me nota demasiado mi naturaleza psicótica. De acuerdo, soy un monstruo, pero un monstruo muy pulcro. Ayer, sin embargo, fue una jornada feliz. A las cuatro y media de la madrugada ya no quedaba ni rastro del perro, propiedad del odiado vecino de arriba.
Hay costumbres peligrosas, y crueles, todo hay que decirlo. Como dejar a tu "supuesta mascota” toda la noche en el balcón. Lo dicho: a las cuatro de la madrugada ya no quedaba ni rastro del perro. Me sentí aliviado. ¿Qué digo? ¡Me sentí estupendo! Claro, que difícilmente dejo que un problema trastorne mi rutina diaria. Y créanme cuando les digo que los suelo solucionar todos. Además, para qué mentirles. Matar hace que me sienta mejor.
Etiquetas: relatos
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