7.1.09

Licencia para matar

Aunque a esas alturas de deterioro y decadencia del Planeta, ýo ya sabía que los héroes eran otra invención más de su última especie dominante, no por ello dejaba de sentir una cierta simpatía por alguno de ellos. Por ejemplo, había un tal capitán Nemo, que aparecía, como mínimo, en dos de las novelas de Julio Verne. Aunque mi fantasía preferida era, por supuesto, transformarme en James Bond, el agente 007 con licencia para matar.
Una vez liquidado el último de la lista, con mi Beretta 950 B de caibre 22 corto, ideal por su ligereza y porque podía ocultarla fácilmente en cualquiera de mis bolsillos, la imaginación me codujo a las profundidades de los océanos, transfigurado en el capitán Nemo, el príncipe hindú capitaneando el submarino Nautilus con la inmejorable compañía de un puñado de sátrapas sin oficio ni beneficio, que siempre acababan recalando en su isla secreta de Vulcania.
Un personaje, Nemo, con un afán especial por la práctica científica “sostenible”. Buena prueba de ello es que obtenía la energía para su nave de productos extraídos de las profundidades submarinas, es decir, del agua de mar.
Nemo no era un tipo corriente, digámoslo de una vez. Obsesionado por su oscuro pasado, renunció a vivir en sociedad, recorriendo la inmensidad de mares y continentes (aunque más lo primero que lo segundo) guiado por un vago y etéreo deseo de justicia pero, sobre todo, de venganza hacia la especie humana, que no supo valorar sus enormes cualidades.
Justo el personaje que necesitaba.
Pero la realidad siempre acababa cansándose de ocultar sus múltiples posibilidades y no tardaba en hacer su aparición para darme la matraca, pillándome en pelotas, por mucho que me escondiera encerrado en mis fantasías de cartón piedra.
A pesar de de Julio Verne y de sus aventuras y correrías para niños pudientes, yo seguía siendo carne de patíbulo. Quizás por eso, porque no era un niño burgués, sino carne de proletario, carne de cañón, mientras mi padre trabajaba más horas que un reloj y mi madre cosía hombreras a destajo para la sastrería de turno, los Beatles me “rallaban” cantidad y prefería sumergirme en el ruidoso laberinto de gente de garaje y mucho ruido, como los Kinks, ese grupo inglés que sonaba a chatarra y que me removía el esqueleto hasta descomponerlo y que, para más INRI, atacaba los nervios de mi madre, que acudía despavorida ordenándome que apagara de una vez el artefacto de los demonios.
A lo que yo respondía impertérrito, como el capitán Nemo, como el mismísimo agente 007: “lo siento, señora, pero tengo licencia para matar”.
Texto: cronopio

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