7.12.08

El gran masturbador

Cuando me dejaban en paz los "colegas", los que la tenían tomada conmigo en el cole, es decir, todos los del curso superior y buena parte del mío (¡y mejor no hablamos del bedel!) y regresaba nada exultante a casa, me encontraba con mamá, ya bastante trompa, no se sabía muy bien si por la medicinal “Agua del Carmen” o por el moscatel que tenía escondido tras la colección de potes de legumbres en la despensa, exhibiendo sus manos, descuidadas, arruinadas por los detergentes. En ese momento, embrutecido por tal cúmulo de circunstancias, digamos, desagradables, y acuciado por el hambre y sed de venganza, le gritaba:
- ¡Mamá, ¿y la merienda?!
También es cierto que elevaba la voz más de la cuenta porque ella arrastraba una ligera sordera desde pequeña, cuando su madre (mi abuela), la golpeaba brutalmente siempre que la sorprendía, en el descansillo de la puerta, pensando en las musarañas, con el libro de gramática cerrado sobre sus rodillas. Quizás ahí empezó todo, pero Sigmund Freud y Thomas Young están muertos y del resto sencillamente no me fío. No me fío ni de mi sombra. Lo cierto es que mi madre era una especie de aguafiestas y yo un retorcido hijo de puta.
Pasaba el tiempo. Lento, pero pasaba. Y el hecho de que la existencia derivase hacia algo más que aquella burda historia con personajes canallescos y tristes como los de una fotografía neorrealista resultaba una amenaza real que me resistía, ni siquiera, a imaginar. Al fin y al cabo ya tenía trece años, casi catorce, y las cosas puede decirse que no anunciaban ningún cambio esperanzador.
Es cierto que en la calle tenía el fútbol y en la tele a Los Intocables de Eliot Ness. Pero también lo es que en los partidos en el patio del colegio siempre acababa expulsado o sangrando por la nariz, y que para ver mi serie favorita, Los Intocables debíamos acudir, cada viernes a casa de mis tíos, que eran los odiados potentados que ya tenían un flamante televisor en blanco y negro. Puestas así las cosas, la masturbación no dejaba de mortificarme. No le acababa de coger el punto al gazpacho de la clandestinidad. La del lavabo y la del dormitorio, con la puerta cerrada a cal y canto.
Texto: cronopio

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