El dolor es otro
A las seis y media de la mañana sus ojos se abren y miran al despertador. Lo hacen por puro mandato de la costumbre ya que hace años que, conectado a las siete en punto, jamás llega a sonar.
Se despierta, por lo tanto, y, aunque intenta conciliar el sueño nuevamente, no lo consigue. Es entonces cuando le llega, desde el patio de luces, el sonido de la lluvia. Otro día gris y lluvioso, piensa. Ideal para pasear y distraerse un poco, murmura sin pretender ser sarcástico. Está perdiendo el sentido del humor, que siempre ha sido su último y penitente recurso.
¡Y no es para menos! Lleva seis meses de baja laboral por “incapacidad temporal” a causa de una mala caída por las escaleras del edificio donde reside. ¿Hay buenas caídas? Se pregunta, incrédulo, mientras cruza el pasillo, con sus muletas, todo yeso, con su pierna rota y una cadera que grita con sólo tocarla. Y, de esos seis meses, tres separado por “incapacidad conyugal”, hecho suficientemente trascendental como para, permitiéndose la “humorada” (esta vez sí), sumar un “tiempo efectivo real” de nueve meses. Aproximadamente lo que dura un embarazo. Hasta el parto. Aunque el dolor es otro. Cuando llama por teléfono a un amigo para que le lleve al cine, se siente un mendigo.
Maldito ascensor, en fase de reparación por mandato municipal. Y dichosas obras en su patio de luces. Y no sólo por las derramas que lo están arruinando, sino porque tiene que bajar y subir las escaleras con sus muletas como una tortuga herida, soportando más mal que bien el aparatoso ruido de los operarios, incluido su parloteo constante que lo tiene desquiciado.
- ¡¿Cuando coño acabaréis?! – les pregunta, amablemente, asomándose a la galería.
- Prontito, prontito – le responde el peruano, con una parsimonia que no deja de inquietarle.
“A las ocho, los Ángeles, la misma maldita tristeza y ningún sitio a donde ir” dijo Bukowski, el príncipe de los mendigos y los borrachos. Y a pesar de los consejos de Charles, su colega literario, decide salir de casa. Aunque salir de casa suponga casi siempre un riesgo, un entrar en el otro lado, el de la esquinita del bar, por ejemplo, donde brillan y centellean, con su fantástica gama de lucecitas de colores y su música inconfundible, la orografía subyugante de la máquina tragaperras.
A “su” máquina tragaperras los fabricantes le pusieron el sugerente nombre de “Infierno” y se quedaron tan frescos (o calientes, según se mire). Lo cierto es que cuando empieza a toquetear la maquinita y, sobre todo, a introducir una moneda tras otra, las diablesas se ponen la mar de contentas y le responden con su absorbente alquimia de bonos, su baile de números y su alegre cantinela, atrapándolo como la botella al alcohólico y siempre acaban enamorándole Sus cantos de sirena, ofreciéndole, mintiéndole, la posibilidad de ganar miles de euros. Y es precisamente tanta mentira acumulada en unos minutos lo que le atrae más y contra la cual no puede – ni desea – ofrecer ninguna resistencia. Como si le ofrecieran la paz mundial, ¡qué más le da!, si su feroz ludopatía no tiene ahora mismo contrincante, porque él se declara prisionero de la maquinita infernal y no para de echar monedas para que las diablesas se pongan en marcha y su musiquilla turbadora le ayude a no pensar en otra cosa, sus ojos encantados por la fiesta de iconos y tentaciones que lo acaparan como nada ni nadie es capaz a esa falsa felicidad en la que lo demás no importa. El mundo desaparece y el placer de la mente vacía le invade. Y así hasta que se queda con lo puesto. Ni una puta moneda en el bolsillo. Y es entonces, mientras la realidad regresa feroz como a cuchilladas, cuando advierte que el dolor es otro.
Se despierta, por lo tanto, y, aunque intenta conciliar el sueño nuevamente, no lo consigue. Es entonces cuando le llega, desde el patio de luces, el sonido de la lluvia. Otro día gris y lluvioso, piensa. Ideal para pasear y distraerse un poco, murmura sin pretender ser sarcástico. Está perdiendo el sentido del humor, que siempre ha sido su último y penitente recurso.
¡Y no es para menos! Lleva seis meses de baja laboral por “incapacidad temporal” a causa de una mala caída por las escaleras del edificio donde reside. ¿Hay buenas caídas? Se pregunta, incrédulo, mientras cruza el pasillo, con sus muletas, todo yeso, con su pierna rota y una cadera que grita con sólo tocarla. Y, de esos seis meses, tres separado por “incapacidad conyugal”, hecho suficientemente trascendental como para, permitiéndose la “humorada” (esta vez sí), sumar un “tiempo efectivo real” de nueve meses. Aproximadamente lo que dura un embarazo. Hasta el parto. Aunque el dolor es otro. Cuando llama por teléfono a un amigo para que le lleve al cine, se siente un mendigo.
Maldito ascensor, en fase de reparación por mandato municipal. Y dichosas obras en su patio de luces. Y no sólo por las derramas que lo están arruinando, sino porque tiene que bajar y subir las escaleras con sus muletas como una tortuga herida, soportando más mal que bien el aparatoso ruido de los operarios, incluido su parloteo constante que lo tiene desquiciado.
- ¡¿Cuando coño acabaréis?! – les pregunta, amablemente, asomándose a la galería.
- Prontito, prontito – le responde el peruano, con una parsimonia que no deja de inquietarle.
“A las ocho, los Ángeles, la misma maldita tristeza y ningún sitio a donde ir” dijo Bukowski, el príncipe de los mendigos y los borrachos. Y a pesar de los consejos de Charles, su colega literario, decide salir de casa. Aunque salir de casa suponga casi siempre un riesgo, un entrar en el otro lado, el de la esquinita del bar, por ejemplo, donde brillan y centellean, con su fantástica gama de lucecitas de colores y su música inconfundible, la orografía subyugante de la máquina tragaperras.
A “su” máquina tragaperras los fabricantes le pusieron el sugerente nombre de “Infierno” y se quedaron tan frescos (o calientes, según se mire). Lo cierto es que cuando empieza a toquetear la maquinita y, sobre todo, a introducir una moneda tras otra, las diablesas se ponen la mar de contentas y le responden con su absorbente alquimia de bonos, su baile de números y su alegre cantinela, atrapándolo como la botella al alcohólico y siempre acaban enamorándole Sus cantos de sirena, ofreciéndole, mintiéndole, la posibilidad de ganar miles de euros. Y es precisamente tanta mentira acumulada en unos minutos lo que le atrae más y contra la cual no puede – ni desea – ofrecer ninguna resistencia. Como si le ofrecieran la paz mundial, ¡qué más le da!, si su feroz ludopatía no tiene ahora mismo contrincante, porque él se declara prisionero de la maquinita infernal y no para de echar monedas para que las diablesas se pongan en marcha y su musiquilla turbadora le ayude a no pensar en otra cosa, sus ojos encantados por la fiesta de iconos y tentaciones que lo acaparan como nada ni nadie es capaz a esa falsa felicidad en la que lo demás no importa. El mundo desaparece y el placer de la mente vacía le invade. Y así hasta que se queda con lo puesto. Ni una puta moneda en el bolsillo. Y es entonces, mientras la realidad regresa feroz como a cuchilladas, cuando advierte que el dolor es otro.
Texto: cronopio
Etiquetas: crónicas
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