14.8.08

El archivo secreto

Cuando desperté, legañoso y cansado, mi aspecto estaba más cerca de un protagonista de una canción de Sabina que de otra cosa. Las siete en punto. Miré el reloj despertador con una creciente animosidad, pues no estaba dispuesto a levantarme mucho antes de las nueve. Aún así, me dije, tengo tiempo de sobra antes de la entrevista de la diez. Y, entretanto, podría poner una lavadora, afeitarme con esmero. Podría prepararme un buen desayuno, fumarme medio paquete si venía al caso.
El flash habitual de la oficina, un poco antes de despertar, la imagen de los despachos todavía en penumbra y yo llegando con mi maletín atiborrado de proyectos y planos de canalizaciones. La mujer de la limpieza, espectral, recogiendo papeleras y sacándole el brillo a la mesa de reuniones. Pero no todos los despachos. El de Jorge Juan casi siempre aparecía iluminado. Jorge Juan escudriñando la pantalla de su ordenador, manejando listados que, extendidos, desbordaban su mesa de trabajo.
Por otra parte, no era de extrañar mi pereza. Todavía no lo sabía, pero acaba de tomarme el día libre. A las 07:15 mi mano acarició el lado amable de la vida, es decir, tropezó con el culo de Aurora, y luego con su nalga. Con el pliegue armonioso de su culo y su nalga, enclave del que me enamoré al instante y que me tuvo hipnotizado durante unos minutos.
- No sé que le veis los tíos a los culos de las tías - Me decía repetidamente Aurora.
Así que mientras hilvanaba algún que otro pensamiento impuro, olisqueaba su piel suave y, sin pretenderlo, tuve una erección de muy señor mío, lo cual me envaneció y lamenté quedarme con la noticia para mí sólo. Podía escuchar la respiración de Aurora, ese riachuelo de vida que brotaba de su boca y llenaba la almohada de un olor a pétalos de rosa. Aunque Jorge Juan siguiera en la semioscuridad de su despacho, hurgando en los archivadores.
Aurora se dio la vuelta, agarrada a su almohada, y sus pulmones emitieron un pitido reconocible de fumadora empedernida. Su camisón corto de seda se le había quedado trabado a la altura de las caderas. Por supuesto, dormía sin otra prenda interior, así que me desvelé por orden de la superioridad, y ya sabemos quién es la superioridad. Mi mano recorrió parsimoniosamente su tibia piel con todo el cuidado del mundo, como si destapara un tarro de miel, y todo eso a las dos de la madrugada, cuando el silencio parece una estampa similar a la superficie lunar, en el que si te asomas al balcón a respirar el cielo estalla en su bruma negra y cada rumor parece un sacrilegio.
Admiré las exquisitas curvas de Aurora. Siempre he sabido apreciar la belleza femenina. Otra cosa muy distinta es que el hecho de que un tipo como yo, experto en la Staatliches Bauhaus, y más específicamente en personajes tan poco aptos para la conversación del cortejo, como Walter Gropius y Mies van der Rohe cruce interesante donde los haya, para quién le interese la historia de la arquitectura, claro está, es decir, a muy pocos, y cuya enseñanza tantas satisfacciones me ha creado, un tipo así acabe trabajando en una Sociedad Limitada de Arquitectos y Ayudantes, diseñando vallados y algún que otro chalet adosado y, por si esto no fuera poco, espiando en los lavabos.

Espiando hasta en los lavabos desde que Jorge Juan escupió la maldita frase, no me parece correcto, y me dio un calambre en el estómago. Que va a la caza de mi preciado cargo esto ya lo sé de sobras. Pero, maquinaciones aparte, ¿Por qué oscura razón salieron él y Núñez, el gerente, cuchicheando como dos infiltrados preparando el golpe final?
Casi siempre ocurre lo mismo. Me refiero a la resistencia inicial de Aurora, que murmura, que se queja, pero que da paso enseguida a una risa entrecortada y a unas breves escaramuzas en las que, finalmente, dos bocas apelmazadas se buscan perezosas pero hábilmente, a tientas, entrelazando sus alientos amargos y la sequedad de sus salivas, para dar lugar a un ovillo vertiginoso de piel y deseo. Incluida esa fragancia ancestral, mezcla de sudor y esperma que siempre incluye un rabioso mordisco de absorbente desespero en la espalda, y un débil arañazo que sólo sirve para enervar pasiones, que sirve también para encender aún más el jolgorio de risas justo cuando el despertador empieza a hacer el imbécil interrumpiendo nuestro espeso jadeo.
Mientras dudo entre el deleite de mecerme un rato más en el cuerpo de Aurora o repensar una estrategia vencedora contra la conspiración de Jorge Juan, Núñez y compañía. O las dos cosas a la vez (pero ahora quizás más la segunda que la primera) decido rasurarme la barba. Mientras me afeito, no dejo de observarme encerrado (casi prisionero) en mi repertorio de muecas, hábitos y ritos heredados, en este caso, de mi padre, o del padre de mi padre. Lujo gratuito, éste de mirarme al espejo, consulta con el psicólogo de casa, que miente como siempre, pertinaz, insinuándome con su gélida sonrisa que nunca seré un ganador. Y quizás un tanto vengativo. ¿Será por esas alumnas que me tiro cada trimestre y a las que nunca apruebo? ¿Será por eso que me creo algo superior a la media general? Extravagante creencia que Aurora no dudaría en calificar de procedencia dudosa, por no decir de un complejo de inferioridad de tomo y lomo. Pobre bagaje, me confirma el supuesto psicólogo del espejo, cuando ser arquitecto de recolectores de aguas sucias y profesor colaborador es poco más que nada comparado con ser un ejecutivo de una multinacional seria y emprendedora, y respetuosa con el medio ambiente. Entre mentira y mentira, precisamente cuando la palabra fracaso se pasea, caracoleando, por la corte en el labio, producto de los mordiscos de Aurora, hace sólo un momento, es cuando mi archivo secreto, que no es electrónico, ni falta que le hace, dispara a bocajarro sin contemplaciones y me avisa: Jorge Juan. ¡Hijo de puta!
- No me parece correcto.
El hijo de la gran puta sólo dijo eso, no me parece correcto. La frase quedó suspendida durante unos instantes de lo alto de la atmósfera limpia y aséptica de la sala de reuniones, lo suficiente como para que Núñez, el gerente, la codificara, la tradujera, la malinterpretara. Quiero decir: la volviera contra mí, objetivo fundamental de Jorge Juan.
Cuando mi archivo secreto, ese artilugio que inventó algún indeseable que no tenía otra cosa mejor que hacer, esa máquina que los “lumbreras” de la conducta humana llaman subconsciente, abrió su Windows y me reveló su última imagen, ésa de Núñez, el gerente de la sociedad, subiendo al Beemeuve de Jorge Juan, entonces yo ya olía a cadáver. Así que empecé a ponerme nervioso y a sentir de pleno la atracción del vacío. Intenté desviar mi atención hacia otros asuntos menos inquietantes. Por ejemplo, el hematoma que Aurora lucía justo en el hombro derecho, contusiones nada usuales en una judoka y con las que, sin embargo, su marido tragaba una y otra vez sin inmutarse. Nos conocimos en el gimnasio. Yo le mostré mis flamantes bíceps y, de paso, mi Rolex de oro de importación y ella se rió de mí hasta cansarse, todo eso mientras usaba mi cuerpo para practicar su llave favorita. Finalizó su actuación presionando mi yugular con su pie de princesa, mientras me miraba con una satisfacción un tanto morbosa. Fue entonces cuando me encoñé perdidamente de ella.
Lo averigüé, que no acudiría a la reunión, cuando paré mi coche justo enfrente del bloque de apartamentos donde vivía Jorge Juan. Miré mi Rolex falso, que justo marcaba las diez y diez, cuando la puerta del parking ascendía automáticamente mostrando el reluciente morro del Beemeuve y, tras el cristal delantero, la cara morcillona de Jorge Juan, también llamado el trepa. Mi archivo secreto es lento de búsqueda pero no suele incurrir en errores fuera de un margen admisible, así que interpreté mi presencia allí como un mandato del destino. Le seguí como buenamente pude. La cosa no fue todo lo fácil que le resulta a Gene Hackman. Es por ese motivo que casi atropello a tres transeúntes, casi uno por cada semáforo que me pasé en rojo, así que conseguí finalmente pegarme a su parachoques trasero justo cuando llegábamos frente a un edificio de toldillos de listas blancas y azules donde un conserje, haciendo ostentación de un estilo cercano al servilismo le abrió la puerta.
Eran cerca de las once de la mañana y los árboles empezaban a agitarse con la brisa que precede a la tormenta. Si algo estaba empezando a averiguar era que mi archivo secreto ya no era lo que fue en su momento. Si no fuera así, ya haría tiempo que me habría advertido de algo tan elemental como que Aurora, aparte de mí, se cepillaba al cretino de Jorge Juan. Vete a saber la de cosas que me había perdido. Decidí despedirle sin más. A mi archivo secreto, quiero decir. En eso fui implacable. Lo desconecté y que nadie me pregunté cómo lo hice, porque el asunto tiene mucho de escabroso y nada de ejemplar. De hecho, yo ya sabía que no se conformaría así como así. Luego, me dediqué a contar los minutos, que, definitivamente, fueron eternos, hasta que, con esa falsa euforia que sólo da una prudente dosis de cocaína, hinchado de hombros, fondón, y con su habitual y estúpida sonrisa, apareció Jorge Juan, de nuevo, por el portal del edificio.
Aunque digámoslo todo, digamos también que su rostro cambió varias veces de registro en poco menos de quince segundos. De babosa, su cara adquirió el semblante de las víctimas de Hitchcock (ay, el esqueleto de la abuela) cuando pisé el acelerador con rabia y le embestí de frente, con tal brutalidad que prácticamente su cuerpo reventó contra la pared.
Y, finalmente, cara de idiota, la mejor de todas, la propiamente suya, cuando, convertido en un objeto inanimado, inerte y quebrado, con la sangre manando rápida y espesa, me miraba sin acabar de verme, sus ojos abiertos como buscando un ascenso en el purgatorio, justo cuando bajé del coche para escupirle en la cara, desoyendo, esta vez sí, y con plena conciencia, los múltiples, repetitivos y desesperados consejos de mi archivo secreto, lárgate ya, no seas loco, la bofia está al llegar, mi querido archivo secreto que, pertinaz e infatigable, se resistía a perder su empleo para siempre jamás.

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