15.7.08

Pare aquí, por favor

Mañana aparecerán Encarna y el señor inoperante de su hijo. Y él lo sabe: Encarna recorrerá, de forma indolente, con la yema de sus dedos, la superficie de muebles y anaqueles, hurgando en la eterna capa de polvo que él es incapaz de percibir. Ni falta que le hace.
- ¡Pero, por favor, papá! Mira qué desorden, qué casa. ¿Cómo puedes vivir así? Verdaderamente.
- Ver-da-de-ra-men-te.
Encarna suelta la palabra – el adverbio - de corrido, como un martillo remachando clavos. Aunque más bien los taladra. Y cubre la frase con una capa - porque esa palabra quiere ser en realidad una frase- de sarcasmo como sólo ella sabe hacerlo: con esa mueca de reproche emergiendo de su rostro excesivamente maquillado, mientras acabará dejándolo sumido en esa meditación que, al final, revertirá en un único reproche:
- ¿Por qué diablos me llamará papá?
Sebastián Carmona es un hombre bien puesto, a pesar de sus sesenta años. No le sobra el dinero, si bien sabe manejarse con lo que tiene. Por eso mismo, cuando se pone su cardigan y una de sus corbatas de seda italiana, su imagen en el espejo del dormitorio todavía aguanta unos breves momentos. Aunque todo eso nada importe cuando Juana se pone a llorar. En cierto modo, sus vidas acabaron al unísono cuando el coche salió despedido del asfalto. Ocurrió en el revuelo de una curva. Cuando finalmente le localizaron, ya todo había pasado. Le contaron que Juana perdió el conocimiento y que ese instante fue demasiado largo, Clínicamente largo, dijeron los médicos. ¡Qué sabrían ellos! Porque él ya supo desde entonces que ese instante había de ser eterno. Y sabe perfectamente, sin que se lo confirmen, que cuando abrió los ojos, ya en el hospital, no cesaba de llamarlo. Murmuraba su nombre una y otra vez, pidiéndole perdón. Los médicos interrogaban a Sebastián con su mirada pero él no podía responder, sólo pensar y pensar. Pensar que Juana había muerto absurdamente en un vulgar accidente de tráfico. Parece ayer, piensa ahora. Siempre será ayer, eso ya lo supo desde el primer instante. Viajaba sola en su Mondego de color blanco. Volveré enseguida, dijo. Y ahora, regresa siempre, llorando...
Suena el teléfono. Sebastián se lo queda mirando y barrunta algo inaudible
- Será ella – dice luego, en voz alta, aunque nadie lo escuche.
- ¿Diga?
- ¿Cómo está mi diablillo?
- Haciendo diabluras
- ¿Nos veremos hoy cariño?
- Claro – Y cuelga, en un acto no premeditado.
Y, claro, finalmente, encontrará en el fondo de alguno de los cajones de la cómoda su vieja pistola. Vete a saber si todavía funcionará, si es que alguna vez disparó algo más que extraños pensamientos en su dueño. Aunque el sudor que ahora mismo resbala por sus mejillas nada tenga que ver, aparentemente, con tan peregrinas especulaciones y acabe desvaneciendo su mirada perdida en el brillo del silencio que domina en la habitación. Un resplandor que flota como una burbuja en la penumbra de aquel cubículo, empapelado de un amarillo tosco y sucio, desconchado en sus partes altas, oscurecido en los marcos de las puertas.
- Qué fácil si uno pudiera abrir la puerta y marcharse, y desaparecer-. Sin mayores esfuerzos. Sin tanta murga. Pero no había perdón para él. Su mirada cayó al suelo cuando recordó a Juana: el volante dejó de obedecerle, un neumático reventado en plena maniobra a 120 por hora, demasiado para una curva mal pensada. Pasa todos los días. Sebastián no estaba presente pero sabe como ocurrió. Conoce perfectamente cada detalle. No se encontraba allí pero eso no le impide saber. Cada lágrima de Juana es un eco que le hace revivir cada instante de esa tarde maldita. Y, además, pocas cosas más caben ya en este agujero negro. O, al menos, ese convencimiento, para otros exagerada e innecesariamente condena, lo persigue y acosa sin compasión. Y todo tan rápido, sin dar tiempo a que Sebastián respirara un sólo instante al recordarlo. Sí, es verdad, no estuvo allí pero lo recuerda perfectamente. Esa debe ser la condena, reflexiona en un pensamiento que ya es eterno. El cielo se partió en fragmentos y el sol brilló extrañamente, con brusca crueldad, astillando sus rayos y negándole su luz.
El teléfono sonó varias veces.
- ¿Cómo está mi babosito?
- Eres una puta
Oyó su risa antes de colgar.
Afuera, lucía el sol de media tarde.
Y siempre, ¡Toc!, ¡Toc!, a su mente acaba llamando Encarna... ¡Pero mira papá, qué desorden, qué casa! No sé cómo puedes vivir así, verdaderamente.
¡Vaya lujo de hijo que me dio la vida! Barrunta, en una frase pensada a destiempo, que, él lo sabe, es más bien una tregua para absorber aire, como el que se toma un respiro antes de que ataque el enemigo. El señorito, tan empresario modelo, tan emprendedor, tan “no tenía nada y aquí me tienes”, con un Beemeuve de importación de siete millones de las antiguas pesetas, tan socio fundador y tan le eché huevos a la cosa. Porque siempre acaba llamando Encarna, ¡Toc!, ¡Toc!, para columpiarse, desenfadada, vulgar y sensual, todo hay que decirlo, pasando del reproche al simulacro de la caricia. Y la tregua finaliza cuando ella le pasa la mano por debajo del brazo y se apoya mimosamente en su hombro, y le mira con sus grandes ojos verdes, como los de un pez, como si no existieran otros ojos que los suyos, arrullo de gata en celo, como si ella no fuera “verdaderamente” la esposa de su hijo. Y es entonces cuando Encarna se deja caer en el sofá y se sube la falda mostrándole como sin querer, distraídamente, sus medias nuevas, y echa su rostro hacia atrás para dejar escapar una risa alegre y sonora.
Piensa él: como un pavo real naciendo de su boca cuando inevitablemente le acaricia por el lado del deseo. Y concluye, casi culpable: como una pluma acariciándome el sexo; como una boca espesa sorbiéndome el corazón.
Y en el interregno de cada espacio, cada segundo, cada día cada eternidad de su existencia, la memoria le acuchilla para devolverlo violentamente a la sirena de la ambulancia, a la tozudez de un pulmón agónico, a la vorágine blanca que desemboca siempre en el destartalado caos del sótano de urgencias de un hospital. Una eternidad desplegando sus alas tristes entre su angustia y las carreras de médicos y enfermeras. Y la presencia del dolor invadiéndolo todo como una gangrena, con su impúdica suciedad, devorado hasta el último espacio reservado para el aire, el mórbido tacto del algodón sangriento que acaba manchándolo todo, las sábanas y, ahora mismo, su corazón.
Perseguido por ese asfixiante olor a éter y por la penumbra de duermevela hospitalaria, Sebastián se asoma a la terraza, donde acaba arrojando un cigarrillo para encender otro a continuación. Y ella, Juana: Juana, como un algodón sucio deshaciéndose entre sábanas limpias, aunque invadidas por el silencio, Juana marchándose sin compasión, sin piedad alguna por el hombre que no la acompañó en ese viaje, que llegó más tarde de lo debido al hospital, que ahora mismo suplica al pie de su cama. Juana, abandonándolo a su suerte... para siempre. Y recordar, cada vez que la fotografía (que no su recuerdo, prisionero del olvido necesario) le avisa, recordar nuevamente, y esto nadie lo sabe, nadie aparte de él mismo, que esa mueca que los otros achacaron al anuncio de la muerte, era Juana llorando por dentro, llorando porque lo dejaba así, sólo, horriblemente sólo y desamparado. Porque únicamente él sabe que Juana lloraba hacia ese otro mundo mientras él se quedaba donde la vida no tiene nombre, acaso la voz de un túnel hacia dentro, enmudeciendo.
Aunque siempre regresen, como un aviso de lo que sucederá mañana, las observaciones de sobremesa de Jorge, su hijo, repitiéndole, machacón, con su voz de vendedor de seguros que eso de la crisis es un camelo.
Será Encarna quien aparecerá primero cuando abra la puerta, ofreciéndole su espléndida cabellera de danesa despampanante, labios rojos a punto de estallarle en plena cara, un generoso escote, más abierto y abarcado de lo que él hubiera deseado. Y unos exuberantes muslos que, al dejarse caer en el sofá, le otorgarán el atributo de una yegua voluptuosa.
Mientras, a través del pasillo le llegará el exabrupto de siempre, algo parecido a un
- ¡Hola papá!
Revestido de un falso entusiasmo, que le recordará a Sebastián, sin piedad, que la genética tiene sus abusos, que ese muchacho que no tardará en aparecer con una horrible corbata de fantasía sobre el fondo azul mil rayas de una camisa portátil es, nada más y nada menos, que su hijo. Le aplastará, al fin, sus algodonosos dedos en la espalda, como un par de ventosas gigantes. Y ya en el segundo plato, su hijo seguirá, dale que dale con su puñetera teoría de la crisis y el bandidaje sindical. Y lo bien que viven los mendigos. Y que toca hacer pública la realidad del triunfo del capitalismo de toda la vida, el capitalismo generador de riqueza, y eso siempre es de agradecer, que alguien tenga la valentía de llamar a las cosas por su nombre, claro, porque, papá, las ideologías ya no sirven ni para limpiarse el trasero. Hay dinero o no hay dinero qué repartir, esa es la cuestión, creamos riqueza o la despilfarramos, repartimos los beneficios o la miseria, ¿entiendes, papuchi?
Y aunque su hijo seguía con su perorata y su bla, bla, bla, él se quedó quieto, mirando a Encarna, su boca entreabierta y sedosa exhibiendo gotas de saliva tan grandes como lágrimas.
Cuando “los invitados” se van, hace un gesto de envaramiento al que ni él mismo encuentra significado, se prepara un whisky con dos cubitos de hielo y acaba asomándose al balcón para contemplar el narciso. Se bebe el whisky de un solo trago y, de súbito, le da un pálpito, como un sollozo pidiendo espacio entre tanta forzada respiración, aunque hace mucho tiempo que dejó de llorar.
Juana sí lloraba. Lloraba por dentro porque lo dejaba así, sólo, horriblemente sólo y desamparado. Y cada vez que esa imagen le golpea, le abruma, le persigue, susurra hacia dentro:
- Tan bella como el mar.
Aquella tarde hicieron el amor tatuados de arena, entre dunas que parecían olas fosilizadas. Y fue entonces, en la playa, cuando Sebastián puso esa cara tan seria que tanto le divertía a Juana y se escuchó a sí mismo pensando, qué tonto me siento. Escúchame atentamente, le expuso. Te voy a decir tres palabras que no he dicho a nadie: ¿Quieres casarte conmigo? Y eso ocurrió apenas meses después de que ella, Juana, llamara al timbre de su puerta y apareciera con su sonrisa de mapamundi y bola de cristal, cargada de maletas y bolsas de viaje y una cesta con su gata dentro.
- ¿A donde crees que vas? - Dijo él, asustado
- No voy. Vengo
Le respondió ella, sonriendo, expandiendo su maravillosa sonrisa en una expresión de felicidad que a él le pareció como algo definitivo. Y entonces, sólo mentalmente, desde las profundidades de su ser, le dijo, le devolvió aquella frase robada escritor argentino que a él le tanto le gustaba repetir, hasta hacerse pesado, y en efecto, lo había hecho un millón de veces: “No puede ser que nos separemos así antes de habernos encontrado”. Entonces descubrió que la alegría produce a veces un efecto extraño. A veces oprime como el dolor. Y quedó atrapado para siempre por la geografía celeste de Juana, que abarcaba más allá del firmamento, por ese bosque de estrellas que no dejaba ver los agujeros negros de la ciudad, por sus ríos y meandros, su luz limpia de invierno y el blanco fulgor de la nieve, pero sobre todo por su valentía. Y por enésima vez no pudo dejar de amarla, como si nunca se hubiera creído capacitado para este tipo de sentimiento. Como si por fin lo hubiera descubierto.
Siente la pesadez de la comida y diluye un alkasenser en agua. Al abrir el cajón de la cómoda para coger las pastillas efervescentes ha tenido que apartar la fría culata de su pistola semiautomática, un arma corta y de fácil manejo. Ideal para ocasiones en las que uno pretende salir sin mayores contemplaciones, marcharse para no volver. Y aunque no le ha prestado mayor atención, su presencia, de alguna forma, le alivia. Luego, se levanta parsimoniosamente y coge la regadera, cubre la mitad de la maceta con el agua, dejando caer una suave llovizna sobre el narciso. Todo eso un poco antes de sentarse en el sofá y recordar la misma frase de siempre, recordar aquel médico de aspecto inhumano diciéndole “Sólo su presencia la hubiera salvado”, y, ya sin fuerzas para resistirse, mientras las imágenes de la televisión parpadean sin voz, se deja invadir por el recuerdo de Juana y la voz de aquel cirujano anónimo, repitiendo una vez más “Sólo su presencia la hubiera salvado”. Y como cada noche, después de la soledad viene Juana muriéndose. Siente su presencia junto a él, la siente con tanta intensidad que acaba llamándola aunque sólo sea para escuchar una vez más su voz pronunciando su nombre, después de tantos años de silencio. Y entonces piensa lo larga que puede ser una noche, y ya estamos con lo mismo de siempre, ya empieza a sentirse miserable otra vez y a regodearse con su apego a la fría y desangelada unión con la mortífera arma, ese consuelo amable y cobarde que, por otra parte, sabe muy bien nunca ejercerá. Lo inmensamente larga que puede ser una noche cuando se está ausente de sí mismo, cuando esa larga vigilia devora todos los recuerdos y los convierte en uno solo que siempre le espera escondido bajo la almohada, aunque al final de cada recuerdo siempre haya una curva flanqueada por acacias y un hotel con nombre marinero donde le espera Encarna, con su vestido rojo, sentada en la terraza del primer piso, sorbiendo un gin tonic, saludándolo con la mano mientras él le dice al taxista, pare aquí.

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