21.2.08

Sencillamente


La tarde se desprende del tiempo cada vez que coincido en su mismo recorrido. Se divide como las hojas de un calendario. Ordenadamente. A veces se descompone, uniformemente o no, según le parezca, como las nubes o las mandarinas, a gajos. Otras veces, sangra como una vena cortada con una hoja de afeitar.
Ese momento del día que más respeto me ha dado. Siempre tuve miedo, desde muy pequeño, a que el tiempo me faltara, a que no supiera descubrir el camino adecuado para salvarme, y ni mucho menos con la facilidad con que lo hacían los héroes de los tebeos que devoraba sin cesar. Es cierto que ese miedo infantil se ha transformado, con el tiempo, en melancolía ante este morir cada día, cuando atardece.
Y a pesar de la consternación que me produce esta nueva sensación y que, de vez en cuando se produzca el pequeño milagro de significado y significante no estén separados por el muro de la incomprensión mutua, resulta muy agradable poder compartir la vida con alguien que se ha vuelto más real que los demás. Dicen que es amor pero ya sabes lo que opino de los significantes. Además, también sabes que con el mes de febrero las tardes traen consigo esa hora indeterminada que nos hace decir tonterías, que acecha y no negocia, que resbala por el barrizal de nuestros sueños dejando un rastro de soledad y ceniza en las aceras de las calles. Y que deja caer la oscuridad de la noche con su abrazo sin color, porque la luna anda escondida tras los edificios con su corazón en llamas. Y entonces, pienso en ti. En cualquier pequeño detalle, venial a ser posible, que me recuerde que, con toda mi pesada carga de trascendencia a cuestas, esa carga tan inútil que me hace andar quebrado, una palabra tuya puede ser capaz de arruinar mi mala reputación. Esto no debe ser la felicidad, supongo, porque la felicidad, sencillamente, no existe, pero si hay algo que se le parezca, esa debe ser tu presencia, el vuelo de tu sonrisa dadaísta. Y si no lo es, entonces, estoy verdaderamente perdido. Muerto. Kaput.
Quizás por eso, cada vez que encuentro jóvenes enamorados cruzando las aceras de las calles, porque, afortunadamente, el refugio de los portales ya no es necesario, bellas mujeres diábolo, campana o cilindro (¡Vaya ocurrencia!) sobrellevando su encanto entre los atascos como músicas doblándose en las esquinas pero, sobre todo, el hilo tenso de una trompeta, la cálida voz de un trompetista, pienso en el mundo, que, al fin y al cabo es otra manera de pensar en mí mismo y en lo poco de real que me queda. Tú, por ejemplo, recién levantada, tomándote el café y las galletas mientras hojeas el suplemento del domingo. O ese corneta de cortejos fúnebres y humo de noche, la trompeta del señor Armstrong. El único capaz de devolverme algún recuerdo que no sea inventado.
Ah… los recuerdos. Sí, es cierto. Eran otros tiempos. Los paraguas se parecían mucho a las sotanas de los curas y los niños llevábamos bufandas y guantes de lana y tomábamos leche con colacao.
Y los ocres cortejaban las calles. Las calles desprovistas de coches y con su piel desierta, tatuada por los raíles de los tranvías. Y el tono amarillento e indeciso de las farolas al caer la noche y el sereno dando la hora.
Ni el pop art de la oficina, esa dimensión desconocida, conjunto de personajes increíbles en su opacidad y hasta en sus excentricidades, ni el empecinamiento de tantos amigos en convertirse en conocidos, por no decir en saludados, consiguen que yo pierda la ilusión por la hermosa orografía de tu sonrisa.
Heme pues aquí, tal como el destino ha delegado sus fundones en mi triste persona, geógrafo cuando no paleontólogo de tu mirada. Es un placer, en definitiva, llegar año tras año, aunque ya no sea más que un vulgar excombatiente que se relame sus heridas, a nuestro particular aniversario, tal día como hoy, once de febrero, cuando te dije lo tonto que había sido en no quererte antes, en esperar tanto tiempo a dar el salto sin red, como si eso fuera importante, un batacazo más. Y mi placer es todavía mayor cuando compruebo que los años nos han hecho más viejos pero también más amigos, y la oscuridad de los atardeceres de febrero ya no suponen ninguna amenaza. Por eso mismo, lo que antes interpretaba como melancolía ahora se ha convertido en la agradable fatiga del navegante que llega al puerto de tu maravillosa sonrisa dadaísta.

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