9.2.08

El caza recompensas


A Gabriel García Márquez, Gabo para los amigos, le daba pudor, recato y no sé cuantas cosas más, nos dijo nuestra profesora, pontificar desde el estrado, así que nuestra amabilísima pedagoga negoció un encuentro informal con un grupo reducido de alumnos en uno de los bares más asiduos de la calle Tuset (que ya no existe). A mí, que más que pudor me ahogaba la vergüenza, y más que recato me daba cagalera hablar en público (público era más de tres personas) toda esa paranoia (parafernalia) de la modestia me daba cien patadas en las ingles, pero me apunté al grupo porque, en mi roñosa trayectoria (vital), siempre he sido un oportunista, un trepa, un vulgar caza recompensas.
Allí comparecimos los alumnos más inquietos y fogosos (pelotas y gilipollas) para encontrarnos con El Rey del Boom latinoamericano. Mientras le esperábamos, Paco y yo que presumíamos de leer de corrido a Lezama Lima y a Baudelaire, aunque no entendíamos una puta mierda, le lanzamos una mirada asesina a una ilusionada chica (¡PAPANATA!) del grupo que traía bajo el brazo un ejemplar de Cien años de soledad. Nos miramos y exclamamos, horrorizados (abochornados) ¿No pretenderá que le dedique el libro?
No era mera casualidad que fuéramos les terribles Enfants terribles de la literatura vanguardista fraguada (para Neverland, el país de Nunca Jamás) del patio de letras de la Universidad de Barcelona (la de la plaza del mismo nombre). Luego todo fue menos impresionante (catárquico) de lo que habíamos fantaseado. García Márquez habló de todo un poco, eso sí lo recuerdo, de cine, de política y, bastante menos, de literatura. El único acontecimiento que mi memoria conserva intacta, si es que merece llamarse acontecimiento a esa pobre miniatura (simulacro) de anécdota, fue cuando le lancé MI GRAN PREGUNTA (porque, ¡caramba!, ya era hora de que yo hiciese las preguntas): “¿Qué significado tenía esa laboriosa interpretación del pergamino que nos acaba sugiriendo, para nuestro gozo y sorpresa, que toda la historia de los Buendía ya estaba escrita de antemano y sólo precisaba de ser descifrada?”
Su respuesta no tuvo nada que ver con la alquimia ni con la quintaesencia del determinismo mágico, sino más bien con el más genuino estilo pugilístico. Se sacó de la mano (guante) un directo frontal a la mandíbula. Después de un breve baile de piernas a lo Cassius Clay (“vuelo como una mariposa y pico como una abeja”) me dibujó la trayectoria de un puñetazo con la izquierda y, en lugar de eso, me colocó uno de verdad con la derecha, un verdadero knockout: "Ah, ¿eso?", dijo, "sólo se trata de un truco literario". Y me dejó tendido en la lona. El árbitro contó hasta diez y yo más grogui (fuera de combate) que Sonny Liston. Y mientras me arrastraban al rincón del cuadrilátero, y no precisamente en la esquina izquierda (la de los campeones) para mirar de restaurar (reparar) ese guiñapo que antes había sido una cara, el futuro premio Novel seguía con su cháchara, sin pestañear, venga sorbito de su Gin tonic y su bla bla bla. Como si todos fuéramos Fidel Castro y él se paseara, tan campante, por el Malecón de La Habana.

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