El Gran García
A nuestro profesor de Segundo de Bachillerato le llamábamos el Tío Pipa. Y a la larga vara con la que resolvía las cuestiones de orden interno la bautizamos enseguida con el apodo de la Tía Paca. Eran tiempos duros esos en los que uno entraba en la adolescencia por la puerta de servicio. En el mundo de los adultos, por otra parte, el Estado estaba representado, en riguroso orden de aparición en escena, por el municipio, el sindicato y la familia. Luego, claro, estaba el Tío Pipa. Vestimenta ajada y una enorme cartera desgastada por el uso, cuyo único vestigio de prestancia residía, probablemente, en esa pipa adosada para siempre a sus labios carnosos.
Fiel a su espíritu mortificante, nos sorprendió el primer día de clase con una extensa disertación acerca de nuestras escasas condiciones para el éxito. "Unos individuos como ustedes – nos dijo - pueden permitirse la hazaña de acabar la Enseñanza Básica sin pegar golpe; pueden incluso, si tanto me apuran, aprobar el primer curso del Bachillerato a tenor de ciertas casualidades, la naturaleza de las cuales a mí mismo se me escapa, pero el segundo curso es diferente. Este curso ustedes no lo pasan ni echando sangre por los codos".
El Tío Pipa era como la semana santa, un camino lleno de espinas. Más pronto o más tarde acababas sintiéndote culpable de casi todo. Su siniestro sentido del humor, un humor primitivo y autárquico, como el del país, combinaba el desdén con la práctica de la humillación. Porque no hay tortura completa sin humillación. Por eso mismo, cuando nos tiraba de la patilla, nos lanzaba el borrador con la sana intención de rompernos el cráneo o nos golpeaba la mano extendida con la Tía Paca, debo insistir que con inusitada violencia, y a alguno se le escapaba el consabido ¡AYAYAY!, él le respondía, chistoso: "guárdeselo para cuando no haya".
Independientemente de todas aquellas irrisorias maldades (que, por otra parte, no nos engañemos, aceptábamos con la misma naturalidad con la que nuestros padres padecían las suyas propias) empecé a odiar al Tío Pipa a partir de aquel día en el que García, imprevisiblemente, se le enfrentó. "Usted no tiene derecho", le dijo.
El Tío Pipa a menudo procuraba estimular nuestro espíritu colaboracionista. Requería a García, pongo por caso, y le encargaba tres nombres. Los tres que rompiesen el código de prohibido hablar en clase. A ninguno de nosotros se nos escapaba que en aquella pesquisa había que obviar a las chicas ya que nuestro profesor (todo tenía sus límites) nunca les ponía la mano encima. Pero aquella mañana a García se le cruzaron los cables y exclamó: Brillas, Boada y Fernández. El nombre de pila de Fernández era María del Carmen.
El desmañado profesor se levantó pausada y cansinamente (además, era un vago) y esbozó su sonrisa más perversa.
- Usted, señor García, ¿verdad que no permitirá que peguemos a una señorita? ¿No es cierto que como es usted todo un caballero se ofrecerá gustoso a ocupar el lugar de la señorita Maricarmen?
Otro héroe con ganas de recibir porque sí, pensamos todos, aunque un tanto sorprendidos, esa es la verdad, porque García no era precisamente un chuleta. Ahora diríamos, incluso, que era un buen tipo, no sé si me explico. García dijo que no, que no había derecho, usted no tiene derecho gimió una y otra vez mientras su cuerpo se doblaba como un muñeco de trapo ante aquellas tremendas bofetadas que más bien parecían puñetazos, para acabar echo un guiñapo en el rincón, bajo una inmensa pizarra que cubría todo el ancho de la pared y en la que los presuntuosos quebrados les hacían la corte a las frágiles ecuaciones de primer grado.
Usted no tiene derecho. Fue la primera vez que recuerdo haber escuchado esta frase tan sencilla, usted no tiene derecho. Claro que lo traduje enseguida a mi particular código cuartelario y pensé, pobre García, qué huevos. Y por una vez mi espíritu, tan tacaño y pueril como el de cualquiera de mis colegas, quedó en entredicho. Sin saber qué pensar.
Con el tiempo el magisterio del Tío Pipa inmigró al cuerno y la figura de García se fue agrandando en mi memoria hasta convertirse en el Gran García. Oscar Wilde decía que “ni siquiera los Dioses pueden modificar el pasado”. Seguro que, como siempre, tenía razón. Pero quizás debería haber añadido que ni los Dioses pueden hacer nada cuando un García cualquiera decide pasarse a la torera las reglas del juego y tiene los santos huevos de soltarle al Gran Dictador: “usted no tiene derecho”. Ay, García, qué grande fuiste. Nos regalaste tu momento de gloria y aquí lo guardo, entre los demás tesoros de mi maltrecha memoria.
Fiel a su espíritu mortificante, nos sorprendió el primer día de clase con una extensa disertación acerca de nuestras escasas condiciones para el éxito. "Unos individuos como ustedes – nos dijo - pueden permitirse la hazaña de acabar la Enseñanza Básica sin pegar golpe; pueden incluso, si tanto me apuran, aprobar el primer curso del Bachillerato a tenor de ciertas casualidades, la naturaleza de las cuales a mí mismo se me escapa, pero el segundo curso es diferente. Este curso ustedes no lo pasan ni echando sangre por los codos".
El Tío Pipa era como la semana santa, un camino lleno de espinas. Más pronto o más tarde acababas sintiéndote culpable de casi todo. Su siniestro sentido del humor, un humor primitivo y autárquico, como el del país, combinaba el desdén con la práctica de la humillación. Porque no hay tortura completa sin humillación. Por eso mismo, cuando nos tiraba de la patilla, nos lanzaba el borrador con la sana intención de rompernos el cráneo o nos golpeaba la mano extendida con la Tía Paca, debo insistir que con inusitada violencia, y a alguno se le escapaba el consabido ¡AYAYAY!, él le respondía, chistoso: "guárdeselo para cuando no haya".
Independientemente de todas aquellas irrisorias maldades (que, por otra parte, no nos engañemos, aceptábamos con la misma naturalidad con la que nuestros padres padecían las suyas propias) empecé a odiar al Tío Pipa a partir de aquel día en el que García, imprevisiblemente, se le enfrentó. "Usted no tiene derecho", le dijo.
El Tío Pipa a menudo procuraba estimular nuestro espíritu colaboracionista. Requería a García, pongo por caso, y le encargaba tres nombres. Los tres que rompiesen el código de prohibido hablar en clase. A ninguno de nosotros se nos escapaba que en aquella pesquisa había que obviar a las chicas ya que nuestro profesor (todo tenía sus límites) nunca les ponía la mano encima. Pero aquella mañana a García se le cruzaron los cables y exclamó: Brillas, Boada y Fernández. El nombre de pila de Fernández era María del Carmen.
El desmañado profesor se levantó pausada y cansinamente (además, era un vago) y esbozó su sonrisa más perversa.
- Usted, señor García, ¿verdad que no permitirá que peguemos a una señorita? ¿No es cierto que como es usted todo un caballero se ofrecerá gustoso a ocupar el lugar de la señorita Maricarmen?
Otro héroe con ganas de recibir porque sí, pensamos todos, aunque un tanto sorprendidos, esa es la verdad, porque García no era precisamente un chuleta. Ahora diríamos, incluso, que era un buen tipo, no sé si me explico. García dijo que no, que no había derecho, usted no tiene derecho gimió una y otra vez mientras su cuerpo se doblaba como un muñeco de trapo ante aquellas tremendas bofetadas que más bien parecían puñetazos, para acabar echo un guiñapo en el rincón, bajo una inmensa pizarra que cubría todo el ancho de la pared y en la que los presuntuosos quebrados les hacían la corte a las frágiles ecuaciones de primer grado.
Usted no tiene derecho. Fue la primera vez que recuerdo haber escuchado esta frase tan sencilla, usted no tiene derecho. Claro que lo traduje enseguida a mi particular código cuartelario y pensé, pobre García, qué huevos. Y por una vez mi espíritu, tan tacaño y pueril como el de cualquiera de mis colegas, quedó en entredicho. Sin saber qué pensar.
Con el tiempo el magisterio del Tío Pipa inmigró al cuerno y la figura de García se fue agrandando en mi memoria hasta convertirse en el Gran García. Oscar Wilde decía que “ni siquiera los Dioses pueden modificar el pasado”. Seguro que, como siempre, tenía razón. Pero quizás debería haber añadido que ni los Dioses pueden hacer nada cuando un García cualquiera decide pasarse a la torera las reglas del juego y tiene los santos huevos de soltarle al Gran Dictador: “usted no tiene derecho”. Ay, García, qué grande fuiste. Nos regalaste tu momento de gloria y aquí lo guardo, entre los demás tesoros de mi maltrecha memoria.
Etiquetas: crónicas
3 comentarios:
He aterrizado aquí por casualidad... Y el Gran García me ha secuestrado por unos momentos. ¡Era enorme!
Qué lástima ver ahora, cómo algún García, que quizá estudiase magisterio para dar ejemplo de buen profesor, ahora dice a sus alumnos "usted no tiene derecho".
Y es que la vida da muchas vueltas. Bienvenida, por cierto. En breve visito tu blog y te cuento.
Saludos
Querida NO ANÓNIMA:
Justo recién tu observación, realicé un cambio de formato en el blog y tu nombre y link pasaron "por arte de mala magia" a ser "anónimo dijo". Me gustaría reencontrate en tu identidad original.
Please
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