Encargado de turno
“Se me cae el pelo, y las chicas me llaman de usted”, me decía en su carta Manolo, un amigo pintor y escultor, hijo de un sargento de la guardia civil. Una de sus últimas cartas, mecanografiada y en tamaño DIN A-3, venía toda ella impresa con reproducciones de moscas, lo que me divirtió, aunque de ninguna manera me sorprendió, conociendo como conocía la excentricidad de Manolo.
Manolo era un tipo inteligente, yo diría que incluso lúcido. La lucidez a veces juega malas pasadas. Se vuelve contra ti, si no controlas. Y estaba también su sonoro y potente sentido del humor. En su dormitorio tenía un esqueleto completo, con sombrero chaqueta, corbata y el brazo derecho, es decir, cúbito, radio y falanges, tendidos hacia la puerta. Cuando, enfermo de gripe, llamó al médico, éste, al entrar en la penumbra del dormitorio, le tendió la mano al esqueleto y se dio un susto de muerte. ¡Lo que nos reímos!
Su proceso paranoico empezó cuando nos maldijo a todos los de la oficina donde nos ganábamos las lentejas, como suele decirse. Más tarde, cuando por razones profesionales lo visitaba en la Oficina de Gava, del que era director, me cogía del brazo y me arrastraba, conspirativo, tras los armarios repletos de expedientes, desde donde se podía espiar la calle sin ser vistos, y entonces me decía ¿Ves aquel coche negro? Lleva días ahí. Me están vigilando. No paran de vigilarme. Los motivos mejor no se los cuento. Me dejó turulato.
Pidió traslado a la isla de Gran Canaria, donde se suponía que su hermana había intentado suicidarse. Desde allí me enviaba cartas en las que su corrosiva ironía iba pareja con sus delirios persecutorios. En la oficina le prohibieron terminantemente tratar con el público. Y, consecuentemente con las órdenes recibidas, cuando algún usuario se aproximaba a su mesa y le peguntaba, él permanecía callado, impertérrito, y cuando alguno de ellos se ponía nervioso y le increpaba por su descortesía, él respondía sin pestañear: "Señor, me han prohibido hablar con usted". Y así hasta que un día no se presentó al trabajo. Y al día siguiente tampoco. Y al otro tampoco. Lo encontraron por fin, días más tarde, en el Hospital Militar de Gran Canaria. Se había presentado en las puertas de la Capitanía Militar con un cartel colgado del pecho donde llevaba escrita una sola palabra: “¡Mierda!”.
Repatriado con su familia, en Zaragoza, le colocaron donde menos molestara. Le nombraron Encargado de Turno en un centro de formación. Eso quería decir exactamente que permanecía completamente sólo durante toda la tarde-noche en un inhóspito edificio, en las afueras de la ciudad. Pasó el tiempo, dejaron de llegar las cartas y, definitivamente, me decidí a llamar a Zaragoza. Me dijeron que lo habían “jubilado”. También me contaron que se pasaba la tarde cazando moscas (en el sentido literal, se cuidaron de precisar) y luego las fotocopiaba. Al oír esto me estremecí. Revolví entre mis cajones y encontré la carta tamaño DIN A-3. Ahí estaban las moscas, o parte de ellas al menos. Finalmente lo internaron.
Nunca he sabido más de él.
Etiquetas: crónicas
4 comentarios:
Muy bueno, con el susto retrospectivo de las moscas asociado.
Le daré vueltas a la cabeza a su comportamiento ante los que le venían a pedir algo, con ese final "Señor: me han prohibido hablar con Vd". Genial.
Don Arturo, sabrá lo que pienso acerca de este fragmento glorioso en mi blog.
Pues sí, Popaul, Manolo era genial en su especialidad. Lástima que perdiera el control. Pero vete a saber qué pasó más allá de su "frontera" interior.
¡Oh, Enriqueta, Gracias, Tenkius!
Gracias también por Manolo, esté donde esté este loco genial.
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