SALVADOR: Uno de los nuestros
Comenzaremos diciento que las imágenes que acompañan los títulos de crédito, en su elección y composición (ese juego del colage, mezclando el color y el B/N) resultan más que un adelanto, un resumen impresionante de lo que se va a contar a continuación y de lo que el espectador avisado podrá “leer entre líneas”. Una idea: el icono del Che Guevara aparece en ese colage pero no así a lo largo de toda la película. Un ejemplo: es difícil entender el impacto y frustración que supuso para muchos jóvenes “revolucionarios” (porque ahora, que la revolución no existe, ya no es preciso exorcismo alguno, basta con entrecomillarla) el golpe de Pinochet. El cese fulminante de la llamada vía democrática hacia el socialismo, su trágico y previsible final, personificado en la patética imagen de Salvador Allende, metralleta en mano (anacronismo donde los haya), asomando con su desmadejada chaqueta y su mirada extraviada, por la puerta trasera del Palacio de la Moneda.
A pesar de sentirme absolutamente implicado en la argumentación de la película me atreveré a afirmar que Salvador (Puig Antich) es una espléndida, fascinante, entrañable y dolorosa película en la que Manuel Huerga consigue conciliar como nadie la tradicional dualidad “historia personal con trasfondo histórico” con la que tantas películas han hecho su agosto. Pocas, también hay que decirlo, han conseguido la verosimilitud y efectividad de tal fusión. Se me ocurre ahora mismo la monumental “Hiroshima mon amour, 1959” (ya hablaremos de ella en otra ocasión) del gran Alain Resnais. Cuando eso ocurre, cuando no puedes discernir entre lo de fuera y lo de dentro, sencillamente te quedas atrapado en la butaca para siempre. Quiero decir, que esa película deja de ser una película para convertirse en una noticia más (herida o silencio) de tu personal e intransferible historia sentimental.
Todo parece indicar que Manuel Huerga sabe lo que se hace: asumir el riesgo. Entre la objetividad y el subjetivismo opta por la parcialidad. Así pues, por esta cuestión no discutiremos. Vale, Puig Antich no era un angelito, ¡pero es que nosotros tampoco! Porque éramos bastantes los que estábamos de acuerdo con la lucha armada y sólo algunos lo que dieron el salto y la pusieron en práctica. Por eso mismo afirmo que Salvador era uno de los nuestros. Claro, siempre están los que mean fuera de tiesto y acaban mojando el suelo. Se llenan la boca de palabras porque éstas –las palabras- y la propia historia acaba emboscando su ideología miserable. O peor, su cobardía. Y su miedo.
Asumido este escollo (o remilgo) la película consigue sobradamente el grado de verosimilitud y veracidad personal e histórica que se le exige. Y lo hace con argumentos cinematográficos, como no podía ser de otra manera, ya que estamos hablando de cine. La peli avanza de forma trepidante, ofreciendo ese punto de ebullición que separa la danza de la realidad (eso que nunca controlamos) de nuestra propia historia, esa caja negra que se resiste a ser destruida una vez el viaje acaba hecho trizas, mostrando momentos felices e irrepetibles de unos individuos que se negaron para siempre jamás a repetir el pensamiento único y derrotista de sus mayores, que se enfrentaron, algunos hasta las últimas consecuencias, a los dos pecados capitales de las víctimas del tardofranquismo (y de toda dictadura que se precie): el miedo y la sumisión.
Por supuesto, la película brinda regalos adicionales. Los sueños de dos jóvenes agónicos e irresponsables. Porque hasta nueva orden, y según mis noticias, la juventud es audaz e irresponsable. Basta con que le dejen un pequeño resquicio por donde asomar su rabia infinita. Y la última ofrenda, y no la menor, ese descarnado alegato contra la pena de muerte, quizá la mejor foto finish de la infamia del poder: el garrote vil. Mil veces vil. Quina putada! Exclamó Salvador (Puig Antich) cuando contempló, lívido, esa máquina de matar, tan autárquica y tan cutre.
A pesar de sentirme absolutamente implicado en la argumentación de la película me atreveré a afirmar que Salvador (Puig Antich) es una espléndida, fascinante, entrañable y dolorosa película en la que Manuel Huerga consigue conciliar como nadie la tradicional dualidad “historia personal con trasfondo histórico” con la que tantas películas han hecho su agosto. Pocas, también hay que decirlo, han conseguido la verosimilitud y efectividad de tal fusión. Se me ocurre ahora mismo la monumental “Hiroshima mon amour, 1959” (ya hablaremos de ella en otra ocasión) del gran Alain Resnais. Cuando eso ocurre, cuando no puedes discernir entre lo de fuera y lo de dentro, sencillamente te quedas atrapado en la butaca para siempre. Quiero decir, que esa película deja de ser una película para convertirse en una noticia más (herida o silencio) de tu personal e intransferible historia sentimental.
Todo parece indicar que Manuel Huerga sabe lo que se hace: asumir el riesgo. Entre la objetividad y el subjetivismo opta por la parcialidad. Así pues, por esta cuestión no discutiremos. Vale, Puig Antich no era un angelito, ¡pero es que nosotros tampoco! Porque éramos bastantes los que estábamos de acuerdo con la lucha armada y sólo algunos lo que dieron el salto y la pusieron en práctica. Por eso mismo afirmo que Salvador era uno de los nuestros. Claro, siempre están los que mean fuera de tiesto y acaban mojando el suelo. Se llenan la boca de palabras porque éstas –las palabras- y la propia historia acaba emboscando su ideología miserable. O peor, su cobardía. Y su miedo.
Asumido este escollo (o remilgo) la película consigue sobradamente el grado de verosimilitud y veracidad personal e histórica que se le exige. Y lo hace con argumentos cinematográficos, como no podía ser de otra manera, ya que estamos hablando de cine. La peli avanza de forma trepidante, ofreciendo ese punto de ebullición que separa la danza de la realidad (eso que nunca controlamos) de nuestra propia historia, esa caja negra que se resiste a ser destruida una vez el viaje acaba hecho trizas, mostrando momentos felices e irrepetibles de unos individuos que se negaron para siempre jamás a repetir el pensamiento único y derrotista de sus mayores, que se enfrentaron, algunos hasta las últimas consecuencias, a los dos pecados capitales de las víctimas del tardofranquismo (y de toda dictadura que se precie): el miedo y la sumisión.
Por supuesto, la película brinda regalos adicionales. Los sueños de dos jóvenes agónicos e irresponsables. Porque hasta nueva orden, y según mis noticias, la juventud es audaz e irresponsable. Basta con que le dejen un pequeño resquicio por donde asomar su rabia infinita. Y la última ofrenda, y no la menor, ese descarnado alegato contra la pena de muerte, quizá la mejor foto finish de la infamia del poder: el garrote vil. Mil veces vil. Quina putada! Exclamó Salvador (Puig Antich) cuando contempló, lívido, esa máquina de matar, tan autárquica y tan cutre.
Manuel Huerga: Salvador (Puig Antich), 2006, Productor: Jaume Roures, Ambientador: Fito Fernández, Diseño Créditos: Jon Bunker, Fotografía: David Omedes, Música: Lluís Llach. Reparto: Daniel Brühl (Salvador Puig Antich), Tristán Ulloa (Oriol Arau), Leonardo Sbaraglia (Jesús),Joel Joan (Oriol), Celso Bugallo (Padre Salvador), Mercedes Sampietro (Madre de Salvador), Olalla Escribano (Imma), Carlota Olcina (Carme), Bea Segura (Montse), Andrea Ros (Mercona), Jacob Torres (Petit), William Miller (Cri-Cri), Ingrid Rubio (Margalida), Leonor Watling (Cuca)
Etiquetas: cine
4 comentarios:
Me sabe mal disentir, Morsa.
Pero me sabe peor que hayas caído como has caído en las garras de esta película - trampa, la verdad.
Bueno, Bueno... El tema se prestaba a la controversia. Pero... Y sin ánimo de abrir grandes polémicas, ¿la tenemos en la forma o en el fondo? ¿O en ambos aspectos?
Ha muerto esta última semana Gillo Pontecorvo. Por aquí será recordado por ser el autor de "Operación Ogro", esa película sobre el atentado contra Carrero Blanco. Pero por los medios cinematográficos, al pobre le ha quedado el sanbenito de haber realizado "Kapo", probablemente una bienintencionada película, como también lo fuera "La batalla de Argel". "Kapo" ha pasado a los anales por lo que se escribió de ella, considerándola un ejemplo de lo que no se debe hacer nunca. Jacques Rivette, y luego recordándolo Serge Daney, hablaron de ello: un travelling que hizo titular a Rivette su artículo "De l'abjection". Había un travelling hacia el rostro de un cadáver...
Lamentablemente, la película de Huerga no es ni bienintencionada. Tiene cosas despreciables, como ese montaje paralelo que hace coincidir la llegada de la niña a la prisión con la salida de ésta del furgón funerario, pero resulta que no es ni por una buena causa. A él le importa un pito. Es simplemente porque sabe que así la cosa funcionará.
Me afectó como al que más la muerte de Salvador Puig Antich. Pero me afecta aún más el que sirva para esto, con la coartada, además, de que, como habla de esto, no puede criticarse.
Oído cocina...
A ver si los postres nos (me) salen mejor...
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