El desertor
Los polos de fresa valían una peseta, aunque Manuel sentía verdadera debilidad por los polos de vainilla y no digamos por los de chocolate aunque estos últimos costaran dos pesetas. También por el sidral, ese polvillo efervescente, el refresco preferido de toda la familia. Y por la leche condensada La Lechera, y por el pan con vino y azúcar. Aunque con frecuencia debiera conformarse, como ya hemos visto, con los polos de fresa, los más baratos. Esto alimenta menos que un trozo de hielo, le decía su madre, un sufrido producto de la hambruna civil de la postguerra y, quizás por eso mismo, protectora y castradora al tiempo.
Chupaba su polo pero también miraba, todo sea dicho. A Manuel también le gustaba mirar, y lo hacía con indeleble placer. Contemplaba el paso de los tranvías y escuchaba, echado en el suelo y con la espalda contra la pared, su traqueteo, y, con un poco de suerte, su clanc, clanc. Y pensaba, a ver si se sale el trole y se arma la de Dios es Cristo y se mueren unos cuantos. Porque todo y lo peque y crío que era, ya se sentía muy asesino.
Así, mientras su madre cocinaba las lentejas con Avecrem Gallina Blanca, en el mundo desarrollado aparecía el Cadillac y en España la televisión. Y Franco era el Caudillo por Dios y de la Patria, en todo el mundo, el primer vencedor del bolchevismo en los campos de batalla. Y Pelé era el mejor, en eso no había discusión. Aunque a Manuel todo eso no le importara demasiado, preocupado como estaba, obsesionado sería mejor decir, en que el dichoso tranvía descarrilara de una vez por todas.
Sin embargo, la mayoría de las veces no ocurría nada grave, si exceptuamos el letargo de las tardes. Unas tardes que se estiraban como la goma de mascar Bazooka, tardes interminables que desembocaban, eso sí, en un estallido de hilaridad y regocijo ante el timbrazo de las seis, cuando la siniestra academia soltaba a sus mocosos. A partir de ese instante, no se cansaban de correr y saltar hasta llegar a casa, sudorosos, para, una vez allí, reclamar con autoridad ¡La merienda! Olvidándose en un tris tras de los deberes y los coscorrones. Uniformados todavía con sus patibularias batas a rayas, impregnadas éstas de ese olor a membrillo y meaos, como adherido con UHU, ese producto alemán que lo pegaba absolutamente todo. Para escuchar, ya en casa, entre bocado y bocado, la sintonía de Tambor, el único programa radiofónico del mundo en el que las hormiguitas y las abejas hablaban por los codos. Y todo eso en el diminuto territorio del comedor, acotado por la presencia de su madre, con el plis plas de la plancha y su devota adicción al programa de Elena Francis, consejos amorosos para jóvenes descarriadas...
Y por todo eso, y por esa melancolía manchada de lamparones y chorretes que ya entonces embargaba sus tardes del colegio, por todo eso, cuando llegó la nueva maestra, tan joven y guapa – y tan diferente a la vieja momia de antes -, con esos vestidos de alegres estampados, con esos lunares y esos dobladillos que no se cansaba de espiar, por eso y por todo lo demás, Manuel no pudo menos que enamorarse de ella. ¿O qué otro sentimiento podía responder a ese sufrir indecible cuando el fru fru de su vestido le rozaba al pasar justo a su lado? ¿Cuando con esa mirada y no con otra le perdonaba? Le perdonaba no sabía qué, aunque siempre había algo por lo que hacerse perdonar, no saberse la tabla de multiplicar, por ejemplo, eso tan fácil para su aguerrido adversario de pupitre, siete por siete cuarenta y nueve, porque la tabla del siete era la más difícil, tan difícil como mirarla a los ojos y no sentir una llama viva (en ese sitio intangible donde los curas decían que rondaba el alma) como abrasándole.
Un día no muy lejano, la nueva profesora se fue por donde había venido. Sin despedirse siquiera. Ese día apareció el director acompañado del sustituto, un monstruo con gafas y una cartera andrajosa, como todo en él. Fue un proceso lento y cruel. Manuel descubrió, poco a poco, que el amor es frágil pero que también puede ser humillante. En los meses posteriores a la marcha de la profesora, pensó mucho en ella. Delinquiendo de la forma más vil, odiándola primero y perpetrando, luego, artimañas a la cuál más miserable y mezquina para invocar la magia de su regreso, el retorno de su socorro, su protección y sus caricias.
Un día no muy lejano, la nueva profesora se fue por donde había venido. Sin despedirse siquiera. Ese día apareció el director acompañado del sustituto, un monstruo con gafas y una cartera andrajosa, como todo en él. Fue un proceso lento y cruel. Manuel descubrió, poco a poco, que el amor es frágil pero que también puede ser humillante. En los meses posteriores a la marcha de la profesora, pensó mucho en ella. Delinquiendo de la forma más vil, odiándola primero y perpetrando, luego, artimañas a la cuál más miserable y mezquina para invocar la magia de su regreso, el retorno de su socorro, su protección y sus caricias.
Y lo hacía, atormentarse, mientras permanecía echado en el portal de su casa perseverando en su espera a ver si por un casual se salía el trole del tranvía y se armaba la de Dios, y arrasaba con todos los transeúntes, y se morían todos, descuartizados, blandiendo sus muñones aquí y allá.
Sin embargo, la realidad acabaría amortiguando su furor y, al mismo tiempo, liquidando sus ilusiones una a una. Por eso mismo, mucho antes de la llegada de los logaritmos neperianos ya había perdido la poca inocencia que le quedaba y empezó a contemporizar de forma vergonzante con la derrota final. Y fue entonces cuando decidió desertar, pasarse al enemigo. Pero eso era otra dificultad a sumar a todo lo que se le venía encima. ¿Dónde diablos estaba el enemigo?
Por eso mismo, cuando saltó a tierra de nadie, sacudiendo los brazos en señal de rendición, agitando su pañuelo lleno de mocos para que quedara más clara su capitulación, ya nadie le creyó, ni le hizo el menor caso. Nadie acudió a restañar sus heridas, ni a rogarle que se quedara. Lo último que escuchó fue la voz del maestro sustituto, un verdadero hijo de puta, señalándole con su dedo roñoso mientras le decía: ¡Caballero! Sí usted, el de la última fila, a ver si maduramos, que ya toca.
Fotografía 2: Big foot, de Ferran Jordà
Etiquetas: crónicas
8 comentarios:
Te subiste a un tranvía en Amsterdam, escuchaste su traqueteo, "clanc, clanc"? disfrutaste de un melancólico paseo por los canales chupando un polo de fresa? paseaste por las animadas calles y puentes durante el letargo de las tardes?
No ocurrió nada grave como en la mayoría de las veces?
Se suspendió el viaje a Amsterdam. Vaya, que se ha postergado un mes. Después, un resfriado y mil calamidades más, típico de la Morsa, ya sabes....
Eso, que continúe.
Ese "frú-frú" empieza a obsesionarme...
...siento lo del viaje a Amsterdam, hizo un tiempo fantástico este fin de semana por aquí. Y yo diciendo en casa: "Arturo esta disfrutando un montón, paseando por la ciudad... y qué suerte que tiene con el tiempo!".
Bueno, next time. Las morsas también se merecen su pedacito de suerte...
Bien, Popaul... como habrás comprobado te le hecho caso y he abandonado el asunto de la novela por entregas. A mí tampoco me convencía, aunque le hice caso a mi asesor técnico (el topo)
Bueno, zwaan, ya está confirmado el "segundo" viaje a Amsterdam para el 15 de junio. Por otra parte, el sustituto de la nueva maestra era un verdadero desperdicio clínico.
Bueno, Popaul, ya has visto que te he hecho caso y acabé con mis historias por entregas. A mí tampoco me convencían, aunque le hice caso a mi asesor técnico (Topo).
Querida Zwaan, por fin nos vamos a Amsterdam el 15 de junio. "Segundo" viaje, éste espero que no tan "virtual" como el primero.
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