Los Tres Mosqueteros (¿O eran cinco?)
Paco Gallardo era l’enfant terrible del grupo. Declaraba, sin pestañear: “Te miré y me quedé loco para siempre”. Y es que hay pasiones que matan, y por eso mismo, atrapado por el lado canalla, les deseaba lo peor a los maridos de las mujeres de las que se enamoraba:”Que se los comieran vivos las cucarachas”, por ejemplo. En su corazón roto aleteaba “l’amour fou”, pero quizás más que eso, toda la turba famélica de la nouvelle vague sacando las vergüenzas al exterior y el romanticismo a flor de piel. De la hecatombe sólo se salvaba la genialidad de Jacques Tati. Por supuesto, Paco era un transformista que cuando atardecía deseaba ser Jean Paul Belmondo, en “À bout de souffle”. Exactamente como en la película, es decir, para, finalmente, caer fusilado por el discurso del método. Porque envejecer, decía, parafraseando a Oscar Wilde -y con muchísima razón- corrompe que es una barbaridad.
“Las manos que palpitantes retrataban tu cuerpo
Embelesan el aire y le hacen bucles
En una esquina opaca de meadas y murmullos.”
Escribía Emilio Cortavitarte. Como si lo hiciera desde el interior de la sofisticada caverna de las canciones de King Crimson, Emilio, escribía poemas desde donde ordenaba crucificar el hálito lunar y nos confesaba que “en las paredes de salitre muchos pies inscritos esconden sus huellas, calzando zapatos de cuero y disfrazando sus besos de sigilo”. Lo hacía con su habitual bonhomía y, también, con una elegancia muy personal que lo hacía con su característica seducción, que contrastaba con ese ambiente de bajos fondos contraculturales en el que nos movíamos como Pedro por su casa. Devoto de la buena música, estaba Charlie Parker, pero también Mick Jagger. Y apuesto que –aquí me falla la memoria- Henry Miller. Emilio nos escribía sus cartas con la primorosa caligrafía de su pluma estilográfica. Decían que había actuado como cantante solista en un grupo de rock, pero nunca pude saber mucho más que eso.
Con su lupa psicodélica investigaba en el Bar London por si pillaba al poeta Rimbaud liándose un porro con Francesc Fanés, Jaume Quadreny o Pere Marcilla. Ellos estaban en algún rincón del garito, festejando al unísono: Merde pour le poésie! Y mientras los buscaba, Genís advertía, premonitorio: “que mai fem oblit de la capacitat de sorprendre’ns” (“que nunca caigamos en el olvido de la capacidad de sorprendernos”). Y por fin los encontraba, claro, y
entonces les recitaba uno de los poemas que escribiría veinte años después:
"El trapecista s’engronxa
ultratja tots els ocells
que volen posar niu al seu barret
sodomitza tots els dracs
que s’enrosquen a les botes
se’n fot de les deformitats que esperen i somriuen
tira de la cadena
i riu
fins a fer-li mal les barres de tant de riure" (1)

"El trapecista s’engronxa
ultratja tots els ocells
que volen posar niu al seu barret
sodomitza tots els dracs
que s’enrosquen a les botes
se’n fot de les deformitats que esperen i somriuen
tira de la cadena
i riu
fins a fer-li mal les barres de tant de riure" (1)
Pere Marcilla, como tan bien cuenta David Castillo, era “un auténtico iconoclasta, que det
estaba los mitos”. Merodeaba, con su contagiosa y vehemente radicalidad, entre las brumas del London, el “viejo” Zeleste” y el Café de la Opera. De la Plaza del Rei a la de Sant Felip Neri (nuestro diminuto santuario). Escuálido y jovial, ya entonces empezaba a tomar forma su gran magnetismo personal, que más tarde le caracterizó y que tanta admiración y afecto cosechó. Somos pocos los que lo sabemos, pero suya fue la versión catalana del mayo del 68; aquella que decía, en las paredes de la Universidad, del metro, de los ascensores y de los aseos –por llamarlos de alguna manera- de la plaza Catalunya: "Follem, folleu, que el món s'acava". (“Follemos, follad, que el mundo se acaba”).


Daría un año de vida por averiguar algo más acerca de aquella esquiva quimera que acabó burlándose de nosotros, antiguos argonautas de los setenta, aquellos tiempos en los que no teníamos nada mejor que hacer y no nos dignábamos siquiera a mirar hacia el lado del tiempo. Un tiempo que pasaba por nuestro lado repleto de meritorios oficinistas y turistas en general, de excursionistas y boy scouts estrenando mochila, de agonías franquistas y sesudos militantes del PSUC disfrazados de futuro. Lo cierto es que estos tres mosqueteros (o cinco, para ser exactos), insobornables a los cantos de sirena del nuevo orden, optaron por el otro lado de la realidad. Y en ello, a algunos les fue la vida. Pere Marcilla y Genís Cano ya no están entre nosotros. Vaya desde aquí un saludo a los supervivientes y un homenaje a los que se fueron.
(1) Genís Cano i Soler: Els sots piscodèlics, poema sin título, página 18, s.edicions, Barcelona 1991
El trapecista se columpia
ultraja todos los pájaros
que quieren poner nido en su sombrero
sodomiza todos los dragones
que se enroscan en sus botas
se burla de las deformidades que esperan y sonríen
tira de la cadena
i ríe
hasta dolerle la mandíbula de tanto reír
Etiquetas: Contracultura
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