16.5.09

La Novia



Acosado por una bronquitis persistente y casposa fui Incapaz, sin embargo, de asomarme por el ambulatorio, no fuera que me convirtieran, sin más, por mandato de algún, en exceso, severo protocolo impreso, en un sospechoso habitual de la nueva gripe. Llevando con angustia los últimos minutos de cada partido del Barça, obsesionado por el triplete, y soportando con paciencia los consejos de la New Age naturista, martilleándome con su batería habitual de santas propuestas, inevitables, por otra parte, no seré yo quien les contradiga, bastante tienen los pobres con tanta sobredosis de libros de autoayuda… A pesar de tanta bronca, constato, sigo en pie. Es un decir.
Doctrina invasiva, la de la “felicidad”. Tenemos, por ejemplo, la “ocurrencia” de que “la enfermedad” se la crea uno mismo. Afirmación harto dudosa, discutible e, incluso, maliciosa, pero, en todo caso, muy bestia, si tenemos en cuenta que quién más y quien menos tiene un amigo/a la mar de vital y con unas ganas de vivir del copón a quien un cáncer, o una “larga y dolorosa enfermedad” que viene a ser lo mismo, ha fulminado en un tres por uno.


Carcomido, pues, por la sospechosa “autoría” de mi bronquitis, y después de una noche de sueños delirantes, me levanto, con unas irresistibles ganas de fumarme un cigarrillo, para descubrir una mañana brumosa de mayo pegada con plastelina sobre el cristal de mi ventana. Lo cierto es que, después del “pastillamen”, amén del “masaje” de Vicks Vaporub que me di anoche, mis sueños adquirieron la categoría de un trip de los de los buenos tiempos, con la única diferencia de que antes andaban amenizados con la música de Pink Floyd y ahora lo hacen con The Rosenberg Trío, que molan cantidad.
Aunque para sueños, los de Marcel Duchamp, cuando soñaba con su Novia. Cuando “en junio de 1912 – nos cuenta John William Wilkinson, mi columnista preferido de La Vanguardia, junto a Gregorio Morán – acudió a una producción teatral de Impressions d’Afrique, de Raymond Russell, que le causó honda impresión. Tanto, que salió pitando para Munich, donde permanecería dos meses en una pequeña habitación amueblada. Pese a defenderse en alemán, pasó casi todo el tiempo sin hablar con nadie e hizo lo posible para no encontrarse con Kandinsky, que por esas fechas se acercaba a la abstracción total; asunto por otra parte, que a Duchamp le importaba un bledo. Lo que sí le impresionó fueron los cuadros de Cranach, y bajo su influencia pintó en su habitación amueblada La novia. Una noche soñó que su Novia ‘se había convertido en un insecto enorme, parecido a un escarabajo, que me torturaba con atrocidad con sus élitros’.”
De adolescente yo también me inventé una “Novia” medio inexistente. Y de tal banal anécdota no queda nada, como es natural, si exceptuamos que periódicamente aparece en mis sueños, provocándome ciertos trastornos que los especialistas califican como “trastorno de personalidad Clusters A y B”. Alguna otra secuela ha quedado de todo aquello. Ciertas actitudes nada aconsejables. Aunque, francamente, si uno, después de tanto fiasco y tanta leche no puede leer el periódico a su hora, por poner sólo un caso, ¿cómo puede esperarse que reprima mis ganas de matar a ciertas personas?
Se lo conté a mi psiquiatra, lo del sueño de Duchamp. Hasta la foto enmarcada de Freud que tiene depositada en el tercer anaquel de su estantería tembló por un momento. No coló, por supuesto, ni el mismísimo Freud cayó en la trampa, inmovilizado como estaba durante siglos en el marco de aquel retrato. Aún así no desfallecí ni por un momento, así que le conté que tenía un colega que va para los sesenta y que se resiste a tomarse las pastillas para el colesterol, con el, para mí sorprendente argumento, de que si lo hace está condenado a tomárselas “toda la vida”…
Llegados a este punto el doctor, un experto por otra parte en negociar con la realidad, no pudo resistirlo más. Y aquello más que una consulta parecía un monólogo del Gran Rubianes en el Capitol. “Toda la vida…” repetíamos al unísono, sin parar de reír. Pero ¿qué quiere decir “toda la vida”? ¿Cuánto tiempo de más piensa vivir este tipo?, repetía yo, mientras las lágrimas me saltaban literalmente de los ojos.
Lo mejor, con todo, fue cuando mi psiquiatra se levantó y un tanto envarado por el curso que iba tomando la sesión le dio la vuelta al retrato del pobre Sigmund, que ya estaba empezando a ponerse nervioso, a juzgar por su cara de pocos amigos. Quizás fuera esa situación tan surrealista el motivo de que doctor S. (guardemos el anonimato, cada uno se gana la vida como puede y sabe), en lugar de cambiarme la medicación –lo que hubiera hecho otro profesional, digamos, más rajado - me aconsejó – yo diría que me recomendó, muy al contrario, que no se me ocurriera subir la dosis, no fuera que me diera un “PsicoDelirium” y la Novia de mis sueños se convirtiera, por un quítame allá esas pajas, en un repelente escarabajo.
Podríamos haber seguido así toda la noche, pero el protocolo psicoanalítico no lo permitió. Como dijo aquel tipo en su noche de bodas, había acabado el tiempo de hablar.
John William Wilkinson: Marcel Duchamp y Franz Kafka
Cultura/s La Vanguardia, 14.5.08 Pág. 23

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