21.6.09

Unplugged

Otro en mi lugar, es decir, cualquier persona normal y corriente, con una inaplazable obligación de viajar, fuera cual fuera el motivo (trabajo, estrés, sexo, aventura o simplemente curiosidad) no hubiera hecho lo que yo.
Cualquier persona sensata y cabal, sometida al control horario diario en la oficina, a los deberes domésticos y familiares, a las fiestas de cumpleaños, a los cuñados y cuñadas caídos del cielo, pero, por encima de todo eso, al acoso y derribo por los agentes municipales y su Armada Invencible: grúas rondando por la ciudad a la caza y captura de su dichoso porcentaje (o cupo), cámaras ocultas acechando un momento de “debilidad” en el maltratado conductor, etc. Resultado, cuatrocientos euros por pasarte veinte kilómetros de la velocidad máxima permitida. ¿Quién entra por la Meridiana a cincuenta por hora en esta fantástica ciudad? La más visitada de España. Sobre todo, cuando tienes la “suerte” de encontrar un carril libre. Otro en mi lugar, quiero decir, un individuo del tipo corriente, razonable incluso, haría cualquier otra cosa menos la de entregarse al suplicio de un viaje, aunque fuera para solazarse en Cancún o a bordo de un fantástico crucero por el Adriático.
Así pues, cualquier individuo, no digo en plenas facultades mentales, pero sí medianamente despierto hubiera cedido fácilmente a su innata pereza o, en un último extremo, habría optado por otro tipo de recursos menos gravosos. Más humanitarios. La adquisición de un viaje en forma de recuerdo artificial, pongo por caso. El señor Scharzennegger lo hubiera hecho. Muy probablemente, Mister Scharzennegger, como ya hizo en una de sus películas, y por un módico precio, hubiera elegido un periplo de placer y descanso virtual en alguna de las islas Bahamas, en New Providence, por ejemplo, clima tropical de lo más apacible, veintitrés grados de media y una brisa de 13 kilómetros por hora. ¡Una maravilla! Y todo ello sin los frecuentes inconvenientes de cualquier viaje estival, agotador, estresante y repleto de desagradables sorpresas: en la Costa Brava, Alicante, las Islas Canarias o la ganga de Túnez, país cutre donde los haya que hasta te ofrece espejismos a cuatro euros, amén de una torturante excursión a “la puerta del desierto”. Todo mentira, por supuesto. Eso sí, apartamentos cochambrosos, hoteles ruinosos, playas inmundas invadidas por el nuevo “proletariado” urbano y sus aburridas costumbres, amén de un servicio lamentable
.
¿Más inconvenientes? Ningún problema. Esto es... ¿Cómo endosarle el perro al abuelo gruñón? ¿Cómo soportar estoicamente el farragoso estudio, verdadera pesquisa donde las haya, de mapas, guías y folletos? Y las múltiples llamadas y visitas a las agencias de viajes, ofertas de Internet incluidas, esperando siempre la miserable limosna de una anulación que nos abra la llave de la súper oferta. ¡De la ganga! Y todo con la alegría del que está organizando una fiesta en la que se lo va pasar por todo lo grande. Horas y horas perdidas para acabar con tu esqueleto en la misma playa que tu vecino o “compañero” de oficina. ¡Ya me dirán!
Invariablemente, el sumiso asalariado urbano, adicto al teclado fácil de Internet y a las masoquistas visitas a los grandes almacenes, acude con no menos entusiasmo (aprovechando el tiempo del desayuno) a esas oficinas engalanadas de fotos, donde nada es lo que parece. Fotos falsas en definitiva, lugares paradisíacos y excitantes, repletos de bellezas con cuerpos de fantasía. Nada que ver con las chicas de las pasarelas, es decir, ni nymphetes, ni nínfulas macerando sueños imposibles, aunque puede que útiles, en la cárcel de huesos de cristal. Ellas, las chicas del póster, tienen de todo y en el lugar adecuado, pero su estampa sabe a mentira. Todo tan falso, empezando por la supuesta alegría de las maravillosas y electrizantes noches de ensueño en las islas Caimán. Ahí, pegadas a las paredes tenemos las playas del Caribe, flamantes hoteles con sus piscinas y cuyas habitaciones encontraremos, luego, situadas junto a la salida de los conductos del aire acondicionado, o dando a un horroroso patio interior, con los grifos del cuarto de baño atascados o el mueble bar atiborrado de telarañas, cuando no extensas manchas -verdaderos mapamundis- de humedad estampadas en lo que un día fue una flamante moqueta. Esas oficinas, digo, atestadas de cartelones en las que una guapa y aséptica señorita, rigurosamente maquillada, entre llamada y llamada, y comentario suplementario con la homónima de la mesa contigua, te atiborra de catálogos y trípticos, complicadas tablas con escalas de precios y tarifas adicionales y suplementarias, con estrellitas (llamadas) que siempre te remiten a otras páginas, por supuesto todavía más difíciles de descifrar y que, desde luego, ella displicentemente, y en el mejor de los casos, te va marcando cruz aquí, cruz allá, con su bolígrafo “Bic cristal”. Y todo para que, finalmente, y ya en casa, más relajado y tranquilo, acabes concluyendo que lo del viaje no era precisamente idea demasiado brillante, y regreses a la agencia con rostro compungido, oiga señorita, verá, es que...
Por no mencionar el cambio de moneda si vas de aventurero y piensas traspasar las seguras fronteras de la CEE. Y el cálculo de límite de gastos, tarjeta Visa, vacunas antimalaria y pasaporte comunitario (sí, a pesar de todo, hay que llevarlo), sablear al amigo de turno para que venga a regar las plantas de la terraza. Cerrar el gas y el agua, desenchufar la antena de la tele y decirle al quiosquero que no te guarde el periódico.

Aunque la fase siguiente aún resulta más excitante, si cabe: taxi hasta el aeropuerto cargado con las maletas y alguna bolsa de mano. Retraso del avión “por exceso de tráfico”, enlaces por los pelos, y tras las diversas escalas, con las consiguientes e interminables esperas, explicaciones en idiomas inextricables. Y una sensación de una cierta subnormalidad por pertenecer a una generación que apenas chapurrea el inglés. Y lo peor de todo, la amenaza constante, como una espada de Damocles, del posible extravío del equipaje... Y una vez en el hotel, la habitación más húmeda del edificio, la puerta del minibar atascada, la llave (la tarjeta magnética) que no funciona ni a la de tres, por no hablar, pero hablemos, hablemos de las intoxicaciones, de las diarreas y de los atracos. En definitiva, una amplia gama de contrariedades e imprevistos que hacen de la supuesta aventura un vía crucis y del deseado reposo estival un cúmulo de angustias y ansiedades en las que uno acaba añorando la apacible tranquilidad de su sofá y su televisor panorámico de treinta pulgadas. Esa situación límite en la que, perdido en una esquina de una isla de la Polinesia, bajo alguna de sus correosas lluvias tropicales y una humedad del ochenta por ciento, que te hace sudar por los despojos, estudiando y estrujando el plano al revés, te encariñas con el sólo recuerdo de tu mando a distancia y sucumbes a un ataque de ternura al pensar en tu café con leche y tu inodoro, que uno es muy suyo para estas cosas...
Y si, además, por imperativos laborales o bien debido a tu falta de imaginación, has planificado el viaje en agosto, no estaría de más sacarte el carné SM (sadomasoquista). ¡Qué tiempos aquellos en los que bastaba con sacarte el carné de estudent y llenar la mochila de cuatro trastos inútiles! Acampar donde quisieras sin pedir permiso al Ayuntamiento. Encender un fuego cuando te viniera en gana. Sacar el dedo y mira ese cochazo alemán que se para. Sentarte en el estribo del tren y dejar que el viento arrase con tus pensamientos. Cantar Sweet Jane de los Velvet Underground hasta rompernos la voz y darles la vara al grupito de señoras del departamento contiguo y partirte de risa. Hacer el amor sin preservativos porque ellas tomaban religiosamente su pastilla.
- ¡JO! – Aquí estaba yo. Forzando una sonrisa ante el espejo, empeñado en la difícil tarea de darme ánimos, mientras me afeitaba, apurando una y otra vez la barbilla, sin conseguir auto persuadirme del todo de que otro en mi lugar hubiera hecho lo mismo que yo: ser al menos tan amable con mis propios defectos que con los de los demás. Ceder ante una opción más caritativa que la de aventurarme hacia lo desconocido. ¿Acaso no decían que quién ama el riesgo perece en él? Pues entonces, ¡Qué mejor que un viaje hacia el interior de uno mismo! Y lo verdaderamente extraordinario es que no se me descompusiera la cara de vergüenza sobre el cepillo de dientes.
Así pues, sonreía de pura pena imaginando la escena odiada, imaginándome a mi mismo por un momento anotando diligentemente en una libreta todos los utensilios necesarios: toallas, pijamas, calzoncillos, camisetas, pantalones, bermudas, secador, ordenador portátil, colonia de marca, cámara fotográfica, condones, cepillo y pasta de dientes, tijeras para las uñas, algún jersey por si refresca por la noche y, al menos, chaqueta y camisa elegantes para La noche del Capitán. Porque, ya se sabe, los cruceros son una fiesta interminable.
Y a pesar de todo, me hallaba secretamente satisfecho de haber tomado una decisión tan apropiada y clarividente. Un buen “Injerto” para un excitante viaje a un lugar conocido y tranquilo: mi propia casa. Porque, ¿dónde se está mejor, sino en casa? Mejor que cualquier otro itinerario, ignoto y, con toda seguridad, poco acogedor, por no decir peligroso. Y si en lugar del crucero se me ocurriera la brillante idea de elegir la comodidad de un apartamento o bungalow, entonces sí, la cagaste, Burt Lancaster. Porque en tesituras de tal calibre debería estar dispuesto a poner a prueba mi absoluta nulidad para la tecnología doméstica: un calentador que no funciona, una piscina de drenaje más que sospechoso, una barbacoa con una parrilla grasienta y fosilizada, el agua corriente de color marrón, unas cañerías que retumban por las noches. ¿Acaso un terremoto?
Lo cierto es que, después de varios repasos, la agradable suavidad de mi barbilla hizo que me sintiera mejor conmigo mismo. Tanto es así que me otorgué un respiro y, después de aplicarme un reconfortante masaje con mi after shave, especial para pieles sensibles (que, muy hábilmente me endosó mi peluquero), me serví un whisky Highland Park de 25 años, sin hielo, por supuesto, y me entretuve un rato recordando el encuentro en el Club.
Una oportunidad como ésta la pintan calva, consideré, cuando Pepa soltó medio en serio, medio en broma lo de ir a Cuba, argumentando que se trataba de una asignatura pendiente. ¡Dios mío! Y, además, que los cubanos eran la ostia de zalameros y estaban cañón. ¡Sí, dijo cañón! Razones, todas ellas, que a mí, sinceramente, me parecieron en ese momento un tanto extemporáneas. Y todo por aprovechar una oferta especial de la Agencia Cubana La Historia Me Dará La Razón. En fin. Y así, medio en broma, medio en serio, y un tanto cargados, todo hay que decirlo, más de tres, y de cuatro, se apuntaron entusiasmados,
- ¡Qué playas! – se atrevió a decir Lidia, que apenas había salido de la Costa Brava.
- ¡Qué hoteles! - sugirió Javi.
- ¡Qué jineteras! - aventuró Celes.
- ¡Qué sol! - exclamó, entusiasmada, Pepa.
- ¡Qué mamadas! - machacó Celes.
Pura miseria, añadí yo, para llevar la contraria. Ya ves: el bloqueo y el gran timonel, el de las barbas. Aunque también es cierto que andaba mejor informado que ellos. No en vano me sabía casi de memoria la canción del Sabina. Una de las más divertidas: “Qué hartura de playa, vuelos charter, viajes en Halcón. Valga como experiencia. La Habana y ese malecón tan bonito, todos tan majos que se hacen hasta pesaos, todo diferente. Aunque el dichoso bloqueo los dejó feos y aún así hasta el más negrito tiene educación, eso sí, flaquitos flaquitos. ¡Que no disfruté! ¡Que no vuelvo más! Porque en España, sólo en Antón Martín hay más bares que en toda Noruega. Y en cuanto a la Almudena, de ti para mí que está mal follá, con ese vestido de Almacenes Arias”.
Y uno a uno, como suele ocurrir con no poca frecuencia, acabaron desertando del “maravilloso viaje”. Celes, el primero de todos, cosa previsible después de su salida de tono y la consiguiente torva mirada de Pepa (una reprimida de ahí te las quiero ver) cuando su marido espetó lo de la mamada. Deserciones que en ningún momento, creo yo, deben ser consideradas como actitudes de descortesía, sino más bien como variedades de la pereza, la censura conyugal o, simplemente, fanfarronadas de una cena con mucha bulla y exceso de alcohol. Sea como fuere, a media tarde sólo quedábamos dos aspirantes a trotamundos. Lidia y yo. ¡Vaya pareja! Con cara de circunstancias, porque en realidad tampoco nos habíamos relacionado demasiado, debido sobre todo a su frialdad, a esas demostraciones de suficiencia que a pesar de delatar las mismas inseguridades de siempre, a mí, otro que tal, no dejaban de intimidarme. Nos quedamos, pues, los dos solos, un tanto incómodos, esa es la verdad, con cara de habernos dejado las maletas en casa. Lidia era guapa, nada como para lanzar cohetes ni saltos de alegría, pero que una imaginación calenturienta no podía menos que otorgarle perfectamente el don del morbo. Quizás fuese ese aire masculino que se daba a veces, orgullosa como un papagayo, muy a tono con la mayoría de sus amigas, todas ambicionando un master en finanzas, ser abogadas del Estado y cosas por el estilo. Era una mujer alta y de cuerpo flexible, con grandes y rumbosos pechos, caderas estrechas, y pequeños y maliciosos ojos. Para decirlo claramente, se mostraba tan inaccesible que daban ganas de comerse hasta los folículos de su cuero cabelludo.
- ¿Sabes algo de inglés? – me oí preguntarle, para ver de subir la temperatura de su congelador. - Hasta podríamos hacer una salidita a Miami, ¿no?
Me miró como si yo fuera la última persona con la que quería quedarse a solas. Por mi parte, sonreí. Hasta reí un poco, sin hacer demasiado ruido. Es extraño que uno todavía pueda reír en estas circunstancias, los jugadores de póquer entenderán lo que quiero decir. Ella dejó escapar algunas palabras ininteligibles, debido fundamentalmente a que hablaba sin apenas mover los labios.
Sin saber muy bien qué hacer, tanteamos el terreno, aunque el que lo tanteé fui yo, ¿quién, sino? Aunque sería más exacto decir que empecé un –todo lo amable que pude- interrogatorio: nada de Cubalibre, bienvenidos el gin tonic y el mojito, nada de orígenes en escuela de monjas (¡Lástima!), nada de barrios cutres. Bienvenida una suite en los despampanantes hoteles de Cuba, sólo para turistas, bienvenido el baile (aquí toqué el cielo), nada de nada, exceptuando sus ojos felinos que por un momento delataron una sumisa-agresiva-lujuriosa que, lo reconozco, fuera lo uno o lo otro, o el combinado completo - ¡qué más daba, si todo era mentira!- me dio un subidón de la ostia. ¿Mucha imaginación? Por supuesto que no. ¡Mucha necesidad! Pero el misterio estaba servido. Lo más importante, sin embargo, no dijo que no…. Y en realidad mi imaginación no era del todo una mentira; era un deseo, pero tampoco una mentira, y quizás más que un deseo. ¿Qué mujer se va conmigo toda solita a una isla que huele a sexo, al otro lado del mundo, si no está dispuesta a enroscárseme y saquearme la anatomía?
Reservé la primera llamada para María. Me gané una bronca de padre y muy señor mío. Parece que no tengas hijos, me dijo, “no comprendo como pude enamorarme de ti”, y ese estilo de cosas de las que hablan los separados con hijos. Cierto que, tiempo atrás, cuando me llamaba imbécil, deletreando cada sílaba, se la veía que gozaba. Y no digamos cuando me calificaba de “cerdo machista”, ese era uno de sus recursos preferidos y en el que, confesémoslo, muy probablemente se mostraba más brillante y convincente. La realidad, sin embargo, era que afortunadamente María había pasado paulatinamente de los insultos conyugales a una indiferencia con ciertos indicios de urbanidad. Porque hasta nueva orden el tiempo lo cura todo y, además, cansa. Aunque muchas veces el problema es precisamente el tiempo que tardas en entender que todo se ha quebrado y que sólo compartes los restos de una vida en pareja, unos restos que apenas expresaban nadas cotidianas, que apenas tenían intimidad pese a la convivencia. Y es que el amor se extingue sin que te des cuenta.
Así pues, ante mi sorpresa, tuve que suplicar menos de lo acostumbrado.
- ¿Y puede saberse con quién vas?
No pudo reprimirse de preguntarme, porque la que tiene, retiene. Nada comparado, por supuesto, con el ataque de celos que tuve que tragarme enterito cuando empezó a salir, a los seis meses escasos de nuestra separación, con ese petimetre mecánico dentista que mostraba siempre el espléndido conjunto de su mandíbula y su blanca y simétrica dentadura como si fuera una herramienta más de su trabajo. Yo era el primer sorprendido de que casi siempre acabara convenciéndola de que se quedara con los niños. Sólo por esta vez. La llamada a mi madre siempre la última: Mamá, me voy de viaje. Sí mamá, tendré cuidado en la carretera, claro que sí. Absolutamente inútil insistirle en que iba en avión, pues al rato volvía, erre que erre, a su obsesión, producto de las noticias de la tele: conduce con cuidado, la gente se mata en la carretera. Lo cierto es que la gente se mataba en la tele. De allí es de donde mi querida madre obtenía toda su información sobre la marcha del mundo.
No me pregunten por qué, porque tampoco podría responderles, pero la noche anterior a mi salida para Cuba soñé con Mari Loli, la chica a quien se le caía el pelo. Sí, esa noche soñé una vez más con Mari Loli, la primera chica con la que conseguí una cita. Quién entienda el significado de los sueños que venga y me lo explique, porque tal como yo lo veo, un hombre no le saca a la vida –y a los sueños- más que lo que pone en ella. Me presenté a la primera cita bañado en colonia y con los zapatos relucientes. Y ella con calcetines blancos de nailon y zapatos de charol. Mari Loli era mona, un regalo de la naturaleza. Acudió recién duchada, con el pelo mojado y con un olor a champú de hierbas, una delicia para mis fosas nasales. A mí, para romper el hielo, no se me ocurrió otra cosa que decirle:
- Se te está cayendo el pelo, ¿no?
Sí, el nerviosismo produce desastres como éste. Quizás sea por eso mismo que el sueño siempre se acaba cuando meto la pata. Tampoco es tan extraño que con tanto calor y tanta humedad relativa (¿relativa?), tanto sudor, y con el nerviosismo del inminente viaje, uno tenga sueños extraños. Aunque precisamente con Mari Loli, eso era más difícil de digerir, habiendo cosas más importantes, una eternidad de cosas. Para empezar, aquellos jadeos que oía, ya despierto del todo, que llegaban de no se sabía dónde -pero que, en todo caso, eran “transmitidos” por el patio de luces de la finca-, y que, sin poder remediarlo, me remitían a ese otro sueño del malecón y las jineteras, en La Habana. Ella se ponía de espaldas y yo se la metía primero por abajo y luego un poco más arriba. El acabose. Porque eso era lo que más le gustaba. Se venía en dos minutos. Y no satisfecha todavía, se emparraba con sus grandes muslos temblando y me suplicaba más madera: tú sabes cómo hacérmelo mi amor, no a lo bruto sino con cariño, así, así, méame en la cara, abofetéame sin compasión, escúpeme en la boca. Hazme daño. Tú sabes cómo hacerlo para darme gusto, papi. Es riquísimo. Tú sabes lo que haces. Pégame mi amor, que así me corro más a gusto. Mátame mi amor, como tú sabes hacerlo, con cariño, templadito...
Abrumado por tan cruel despertar, me levanté y me dirigí al lavabo para aliviar mi vejiga, mientras comprobaba que, fueran quienes fueran los gozosos -Dios les dé muchos hijos-, habían dado por finalizada su sesión matinal. ¡Bien empezamos! Me dije, mientras me limpiaba los dientes con la misma parsimonia que un taxidermista diseca una marmota.
En los viajes cortos, generalmente fines de semana, procuro llevarme lo indispensable: un libro, una muda, la maquinilla de afeitar, un cepillo de dientes... Aunque, luego, ¿quién es el guapo que se deja el Torecán, el Ibuprofeno, el Paracetamol y la loción para después del afeitado? Y así hasta una lista interminable. Y ya en el diminuto vestíbulo de mi apartamento, y a mi pesar, cargado como siempre de mis innumerables bártulos, cerradas las llaves del gas y el agua, mi penúltima duda fue para el contador de la luz, teniendo en cuenta que la nevera estaba prácticamente vacía, así que tomé una decisión drástica: desconecté el interruptor general, abrí la puerta y respiré hondo. De aquí no pasó la cosa. ¡Vaya susto! ¡Qué shock! Vaya, vaya... El gordito Hitchcock en acción.
Dicho de otra manera, y ya sé que no me van a creer, que se les escapará ahora mismo una sonrisa del estilo de ”¿ahora venimos con esas?”, sino de condolencia, de piedad, de compasión, en definitiva. Ya sé que moverán la cabeza de un lado para otro y pensarán, “vaya desvarío, vaya cuento”, pero ya me gustaría a mí verles en mi lugar, porque lo que ocurrió a partir de ese momento ni yo me lo creo.
Lo cierto, tan cierto como que están leyendo estas líneas, es que cuando intenté ese acto tan sencillo, salir de casa, sacar las llaves del bolsillo y abrir la puerta, plantarme ante la puerta de mi casa con mi maleta y mi bolsas de viaje, con el manojo de llaves en la mano, sencillamente no pude. Una barrera invisible, sí, han leído bien, invisible, me impedía el paso justo en el umbral de la puerta.
Acto primero: empecé a sudar copiosamente. Es una de las manifestaciones de mi sistema nervioso –cuando dispara sus alarmas- más molestas y desagradables. Y eso sucede, normalmente, cuando las circunstancias la emprenden por el lado adverso y amenazan mi equilibrio interior y, acto seguido, todo lo demás, y hacen su aparición la angustia y la ansiedad, por este orden, anunciando a bombo y platillo el maldito miedo. Entonces me pregunto ¿Quién teme al miedo? Y, claro, la respuesta no puede ser más fácil.
Acto segundo: La falsa seguridad que da la fuerza de la costumbre, esa sólida convicción cimentada en la exacta conjunción espacio – tiempo con nuestros movimientos y que impide, muchas de las veces, percibir la inminencia del peligro. El ascensor que acude obediente y puntual cuando apretamos el botón. La calle que nos espera ahí fuera sin cambios sustanciales respecto al día anterior. El quiosquero, siempre con su rostro impasible tras el parapeto de revistas y periódicos, fascículos y colecciones de películas en DVD, alargando la mano en busca de la moneda por el valor del periódico, con la parsimonia del que dispone de todo el tiempo del mundo y al que sabes que siempre hallarás en su puesto, más seguro que el mejor de los amigos. Esa seguridad era precisamente la que se resistía enérgicamente a la evidencia física del desastre. La que no podía aceptar de ninguna de las maneras lo que estaba ocurriendo.

Y no podía porque no quería pasar por todo eso, aunque tampoco quería no pasar por ello. Suena a locura perro no sé expresarlo de otra manera. Pensé al momento, esto es una mala jugada de los nervios, un normal, por comprensible, ataque de ansiedad. Y no era para menos, ¿cómo reaccionaría usted si, con la puerta ya abierta, no pudiera salir de casa? Y tercer y último capítulo, pues. Si estuviera de humor podría llamarlo “la encerrona”, pero no lo estaba, así que opté por la huida hacia delante. “Estás soñando”, me repetía como un disco rayado
- Estás soñando tío. Esto no puede estar ocurriendo, insistí, con los ojos en blanco. Y no mucho más tarde, un último recurso que ni yo mismo conseguí creerme. ¡Ya está! Has tenido un accidente de automóvil, has muerto y lo que queda de tu espíritu se resiste a abandonar tu cuerpo, y éste su casa y así, sucesivamente. Vale, ya cierro la boca.
- ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Tranquilo, te despertarás de un momento a otro. Esto no es más que una pesadilla. Tómate un vaso de agua. Piensa en otra cosa. Piensa, por ejemplo, en este week end de puta madre que te espera. ¿Ya tienes lista la maleta? Podrías regar las plantas. Esto relaja un montón. Y estando como estaba al borde de un ataque de nervios no se me ocurrió otra cosa, para mejorar la situación, que pensar en Lidia, ¡OH, Sí! ¡Qué buena idea! Lidia esperándome en la esquina de Gran Vía con Rocafort. Intenté concentrarme en ese escote de barco a la zozobra del que emergían los gozosos senos de Lidia. En sus piernas, su culo, sus delicadas “cartucheras”, su coxis, todo el Pack completo esperándome en la confluencia de las calles Rocafort y Gran Vía de las Corts Catalanas… Y yo aquí, sin poder salir de casa. Para qué andarnos con rodeos. Ya me estaba empezando a poner histérico.
Ya lo sé. De acuerdo, lo sé. En la ficción todo es posible, pero da la casualidad de que yo no estaba viendo precisamente Dimensión desconocida frente a mi televisor de 32 pulgadas, zampándome unas cortezas de beicon y una coca-cola Light de lata. No señor, yo estaba instalado en la realidad. Más concretamente, frente a mi puerta reforzada con marcos de hierro acerado y bisagras antipalanca, ocupado en sostener mis dos bártulos tamaño mini vacaciones, con un aliento tirando a menta y una sonrisa sacada del frigorífico de mi monótona existencia, dispuesto, por una vez y sin que sentara precedente (¿o sí?) a pasar un fin de semana de lo más agradable, a tomarme un Juvé Camps (tampoco hay que tirar el dinero por la ventana) en una habitación con vistas, provisto de condones de todos los colores (sexo seguro, aunque no tan seguro de que habría sexo), así que me encabroné, pero, sobre todo, me asusté. Esa es la pura verdad, me cagué. Pasé del estupor inicial al ataque de pánico en menos de lo que tarda un relojero en cambiarte la pila del reloj de pulsera. Así, brutalmente enrocado en el temor, discurrí un vano intento de racionalización. Recordé el lema de María, mi querida ex: “No hay casualidades, hay causalidades”. Fue entonces cuando pensé en lo del ataque de nervios y las pesadillas, pero aún fue peor el remedio que la enfermedad. ¿Me estaría volviendo majareta?
Así, cuando la cosa empezó a ponerse fea, fea de verdad, no me lo pensé dos veces y llamé a mi homeópata. Oiga, doctor, espere un instante que yo se lo explico, mire, doctor, hoy justo iba a cruzar el umbral de la puerta de mi piso para irme, ¿verdad?, de fin de semana, cuando... etcétera. Y, claro, el doctor que casi se me disgusta, porque un intento de suicidio o una sobredosis las acepta con resignación, cosas del oficio, pero que esto mío era una tocada de huevos, más claro imposible, así que me dobló la medicación sin pensárselo dos veces, sin inmutarse, y ya de paso, me recomendó que llamara a un psiquiatra. Claro que eso, la llamada al homeópata, funcionó en cierto sentido. Quiero decir que así averigüé que seguía en este mundo y no en otro, cuestión fundamental en aquellos angustiosos momentos, como podrán comprender. Esto me tranquilizó muy mucho, ¿para qué voy a negarlo? Por un momento pensé en Charlton Heston en el planeta de los simios. Acto seguido llamé a Paco.
Aún se está riendo el muy cabrón. Eso, la primera llamada, la de las 4,30, claro, porque a las cinco ya no respondía, ni siquiera su contestador telefónico, con el típico mensaje simulando ser él mismo y, luego la risita final: sentí deseos de arrearle un puñetazo. Uno no siempre es capaz de dominarse. Pues sí, a las cinco ya no respondía ni el teléfono de Paco, ni el de María, ni, por supuesto, el de mi homeópata. Era como si el mundo se hubiera desenchufado a mi alrededor, eso mismo, unplugged. Y mientras me aplicaba en mis ejercicios de respiración, me esforcé en salir mi pasividad habitual y hacer algo útil: Llama a los bomberos. Tómate un Tranquimazín. Mejor un Valium diez. Mastúrbate. Igual estás demasiado tenso. Tómate un whisky. ¿Y si me pongo a gritar?
Me dirigí al equipo de música e introduje el compacto Nobody knows, la canción de Eric Clapton, por aquello de lo de Unplugged y casi me pongo a llorar por lo delicado del momento, tal era mi trastorno. Por eso mismo, porque todo en derredor empezaba a volverse peligrosamente blando, por no decir tierno, casi me trago mis propios mocos cuando Sandokán empezó a husmearme los zapatos. ¿No les había hablado aún de Sando? Sandokán había vivido mi peripecia con una sangre fría y contención digna de lo que era, un felino. Sencillamente se había limitado a presenciar, con la indiferencia principesca de los gatos, mis angustias; a dar testimonio regio de su presencia prodigándose largos lametones en la cara y extremidades mientras yo accedía a los accesos de pánico ya relatados.
También es cierto que podía haberse dedicado al extermino paciente de sus pulgas. A maullar, pidiéndome merluza a la plancha, su menú favorito. A reclamar el cambio sanitario de la arena sucia. A conducirme hasta la bañera para que le abriera el grifo y así poder beber agua corriente, finolis lo era un rato. A repantigarse sobre mis zapatillas e inventarse una de sus elegantes siestas. Pero no. Justo cuando escuchaba al señor Clapton procurando recuperar las coordenadas espacio-tiempo que ustedes y yo hemos convenido desde siempre en considerar como la realidad, el señor gato cruzó señorialmente, y sin la menor dificultad, el umbral de mi piso y giró su cabeza como despidiéndose de mí para siempre, como si de verdad yo no fuera su amo, el gilipollas que le daba de comer al menos cada día y que le cambiaba las cacas cada dos por tres. Justo cuando llegó al primer escalón dio media vuelta, me miró con conmiseración y regresó sobre sus pasos, como si, poseído por una debilidad más bien humana, le hubiera dado un acceso de piedad. Me abracé a él conmocionado.
¿Han pensado alguna vez que hay muchas formas de morir, pero sólo una de estar muerto? Yo lo pensé constantemente a partir de este instante. Durante los días que siguieron, dejaron de funcionar gradualmente la radio, la televisión y la lavadora. La nevera dos días más tarde. Al séptimo día se fue la luz y no pude por menos que tomarlo como un presagio bíblico, aunque rezar hubiera sido demasiado grotesco así que pensé en Lidia, esas dulces venillas caprichosas que cercenaban sus ojos, ¡ay!, muy cerca de alguna cana rebelde y eso, aunque parezca mentira, me turbó. Me conmovió. Entonces empecé a cometer las tonterías habituales, las típicas reflexiones del moribundo acerca de lo poco que valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos y, como un dardo en el centro de mi desesperación -y en un postrer alarde de buen lector-, recordé las palabras del gran Borges: Eres nube, eres mar, eres olvido, eres también aquello que has perdido. En un arranque de insensatez, llegué a pensar incluso lo maravillosa que era la vida, olvidándome de que lo había sido la vida para mí, una constante oscilación entre un miedo y otro. Claro que lo peor, lo peor de la semana con mucho, mucho peor que la coincidencia bíblica en el hecho de que la luz desapareciera el séptimo día, fue cuando Sandokán me rechazó con uno de sus más sombríos y pavorosos bufidos. No les cuento cómo se le hinchó la cola al mirarme. Tan así como si yo fuera propiamente un fantasma, o para ser más exactos, un micifuz, un gato rival. Más bien esto último, diría, si nos atenemos a cierta transformación de mi aspecto ésos últimos días, si tenemos en cuenta, digo, esa súbita manía mía en andar a cuatro patas, a gatas sería más justo decir, acatando esta última y definitiva derrota con la misma sumisión con la que había aceptado el nacimiento de unos portentosos bigotes (y con ellos una nueva y maravillosa expansión del olfato), una estupenda y elegante cola marsupial y un desenfrenado deseo de subirme a los árboles (y por ello la renovada necesidad de salir de casa, olvidándome de Lidia, de más llamadas telefónicas), y a pesar de todo engañándome una vez más, aceptado convencido como estaba, a esas alturas, de que en el nuevo orden sólo a los felinos se les hubiera concedido la gracia de salir de casa, tan alegres y campantes.
Nocturama Fotoblog: Milán II. Fotografía de Marcelo Aurelio
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1478
Nocturama Fotoblog: Venecia 8,55. Fotografía de Marcelo Aurelio
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1487
Nocturama Fotoblog: Tren. Fotografía de Marcelo Aurelio
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=166
Ferran Jordà: La lluna, la mare gata. Animals. 28 de January de 2008http://www.bw-color.com/fotos-384-la-lluna-la-mare-gata.htm

Etiquetas:

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio