Radio Kabul
- ¿Has escuchado Radio Kabul? –
Me preguntó, inquieta, Rosa, posiblemente nerviosa a juzgar por sus manos sudorosas y por ese cigarrillo que no paraba quieto en sus dedos.
Los talibanes –prosiguió- no dejan trabajar a las mujeres. Las envuelven en un velo gigante, a modo de un gran manto con el que los hombres se limpian los mocos mientras leen la charia en edición de bolsillo, como si en ello les fuera la vida, como si sus mentes no hubieran desentrañado que en el ciclo de la vida lo viejo deja paso a lo nuevo. Por supuesto, no se puede fumar ni beber. Ni practicar el coito. Los adúlteros, pero sobre todo ellas, las mujeres adúlteras, deberán ser linchadas en la plaza pública.
Echamos pestes sobre los talibanes, una manera como otra cualquiera de retardar el paso del tiempo, incapaces como éramos de localizar la emisora de la policía, eso que tan fácil parece en las películas. En cambio, nos enteramos por enésima vez de que los talibanes leen la charia y su único vicio es apedrear a los amantes.
- Alea jacta est. – respondí yo, como Julio César al cruzar el Rubicón.
- ¡Son unos cerdos!- , concluyó Rosa, dejando escapar una desmañada voluta de humo por sus labios finos y transparentes. - Les metería el puto chador por el culo, a ver si le cogían el gusto.
No pasó de ahí su enfado, sin embargo. No dijo aquello de que todos los hombres sois iguales. Al contrario, acto seguido me miró sin turbulencias. Rosa era una mujer joven y escuálida, de piel blanca, que escondía entre unas cejas circunflejas y una nariz fina y recta, dos ojos de un azul cobalto, casi metálico. La suya era una mirada dura, casi inhumana, como la de un ser de otro mundo. Su humanidad, vamos a llamarla así, procedía de esa llama de tristeza que a veces uno creía sorprender en su mirada y que, en todo caso, desparecía enseguida.
Se creó una cierta atmósfera irreal, como si nos sintiéramos más próximos por la coincidencia en los comentarios sobre los talibanes, aunque gracias también, y sobre todo, a una canción de Annie Lennox, No more “I love yous”, esa que estaba sonando en el transistor, precisamente en la línea rasante de la noche, adelgazada y cortante como una cuchilla de afeitar.
- Todo esto me recuerda las lapidaciones de los judíos en las películas de romanos - respondí yo, mientras arrojaba el periódico sobre el sofá, interesado como estaba en hablar, en crear un clima cálido, dadas las circunstancias. En el giro del rostro para mirar adónde Rosa, mis ojos tropezaron con Luis, “El Biodraminas”, dormitando sobre la desvencijada chaise longue, en un rincón de la sala. Sus pies yacían suspendidos en el aire, cual largo era. Debería medir sus buenos dos metros. Nadie sabía nunca lo que pensaba El Biodraminas. A veces barruntaba Hum, Hum, y tampoco podías asegurar que no quisiera decir Bum, Bum, como cuando te apuntaba con el dedo y ensayaba dos disparos con su revólver Mágnum 357. Luego se te quedaba mirando como a un extraño. Y aún daba más miedo en el momento que hacía eso, mirarte como si no te conociera. Cuando llegó de la mano del “Jefe”, quien lo presentó como su sobrino, sin hacer esfuerzo alguno para que nos lo creyéramos, me dieron unas ganas locas de reír: ¿Desde cuándo se elige a un "sobrinito" para un proyecto tan frecuente y trivial como la de atracar un banco?
El calendario anunciaba el mes de julio. Hacía un calor intenso, de esos cuyo ardor vuelve los rostros borrosos y que convierte el bochorno en un ángel negro que te acaba metiendo, con su punzón, tortuosas ideas en la cabeza. El tiempo no parecía existir en aquel piso repleto de paredes desconchadas y humedades un tanto siniestras, con una pica sucia para lavarse las manos y un montón de colchones habitados por vete a saber quién, si dejamos de lado los piojos, chinches y demás inquilinos. En realidad, para los que estábamos allí el tiempo alcanzaba apenas hasta ayer mismo y aún así empezaba a enmohecer de tanta espera.
No era el momento más adecuado. Nunca lo es en la víspera de un golpe, aunque, ciertamente, alguno de los allí presentes no fuésemos, precisamente, unos expertos en la materia. Pero yo no había elegido ser un delincuente, igual que no había elegido nacer, ni que mis padres se separaran olvidándose de pagarme la matrícula del conservatorio y de un montón de cosas más. Un Chopin menos bien vale una fiesta, dijo mi padre, mientras agarraba la botella de whisky barato por el gollete. Ni siquiera que me despidieran de la multinacional Unión Fenosa “por intoxicación etílica en horario de trabajo”. Eso, por no decir que me sorprendieron borracho en los vestuarios. Y justo al mes siguiente de firmar la hipoteca de un pequeño pero coqueto apartamento en Cadaqués (que ya no existe, al menos para mí) y Julia me dejara plantado por un corredor de bolsa o agente inmobiliario, ahora mismo no recuerdo si lo uno o lo otro (aunque, pensándolo bien, más bien sería lo segundo), y que - me juró maliciosamente en la cama era mucho mejor que yo.
De modo que, con todo lo que he dicho, ¿Cómo podía molestarme que a la pequeña Rosa, a la osita Rosa, a Rosa la aventurera, se le abriera el tercer botón de su blusa color de azafrán, suspendiendo, aunque sólo fuera durante unos minutos, mi interés en vigilar los ronquidos de El Biodraminas? Hacía un calor de muerte, ya lo he dicho, y al día siguiente quizás nos destrozaríamos las vidas, así que dejé que un turbio deseo me aliviara de aquella hoguera nocturna y se entretejiera poco a poco con alguna agradable fantasía sexual, creando una atmósfera pesada que arañaba la noche, rasgando un vestido, rompiendo los botones de una blusa, la blusa de Rosa, naturalmente, anunciando un interior excitante de lencería blanca y menuda, unas braguitas que mis dedos desharían fácilmente hasta mojarse y deslizarse luego en unos pezones duros, en un sexo jugoso como un helado de vainilla, una chocolatina en forma de clítoris, un dulce de azúcar sumiso, una respiración intensa...
Me quedé con la idea. Ni siquiera llegué a excitarme lo suficiente. Sencillamente, mi pensamiento andaba por dos vías paralelas, Rosa y mañana. Quizás mañana fuéramos menos que nada. También pensé en lo descabellado del asunto, en lo patético. ¡Hoy día ya no atracan bancos! Aunque confiaba más en mi propia astucia que en la supuesta experiencia de los allí presentes. En realidad, toda mi confianza pendía de un hilo. Del hilo de la información del Gordo: ¡Los lingotes estarán allí sólo 24 horas! También pensé, quizás no amamos lo suficiente la vida como para que la idea de la muerte llegue a apesadumbrarnos. Eso sí, me dejé llevar por un arranque de nostalgia, no por el pasado que, en mi caso, no merecía ser recordado, sino por el destino, una dirección, ésta del destino, de lo más incierta. Dicho de otra manera, quise atrapar ese instante en el que el mañana y el pasado mañana todavía eran posibles. Pertenecía yo a ese espécimen de individuos que cuando se despiertan se dicen a sí mismos: “un día más”, y se quedan tan tranquilos. Pese a los desastres. Pese a ese corto recorrido desde el muchachote que se hizo a sí mismo de entre los restos del naufragio familiar, el que estudió y consiguió un empleo prometedor, y el que lo tiró todo por la borda por una botella y las malas influencias, típica historia de la modalidad “se veía venir”. Claro que un mañana diferente podría dar el vuelco con el destino de todos en general y con el mío en particular. Con Rosa y un millón de euros, y no sé cuántas chorradas más, tal combinación daba para soñar. Soñar es fácil. Además, se te entiende todo, me dijo Freud desde la polvorienta estantería que a punto estaba de caer sobre la cabezota de Laínez.
Misterio total qué hacía un libro de Freud en aquella pocilga. Ni el menor interés en averiguarlo. El Gordo cerró la luz sin pedir permiso, como en él era habitual. Los hay que no piden permiso y menos si están en casa propia. Pasábamos la noche en uno de los locales del Gordo, primera imprudencia, allá él, pensé yo, si pensaba traicionarnos como ya empezaba a temerme.
Los hay que obedecen y, finalmente, los que llevan un mal presagio pintado en la cara. Emilio, El largo, era de estos últimos. Cuando El Jefe le dio al interruptor nadie se inmutó, que para eso era el jefe. Laínez cerró el libro de Simenon, que había atrapado al azar de un anaquel rajado por la carcoma, pero suficientemente lejano del de Freud como para no darse un susto y acabar teniendo malos sueños, y se dio la vuelta, no sin antes proferir un inoportuno buenas noches, que nos hubiera sorprendido si a alguno de nosotros, a estas alturas, pudiera sorprendernos algo más que una bala del cuarenta y dos. Laínez era un chaval probablemente muy amable con su madre, delgado y jovial, de grandes ojos color avellana y piernas de alambre, bien asentadas, pese a ello, sobre sus piernas largas y delicadas, casi femeninas, a pesar de ser un paria, ladronzuelo de farmacias y supermercados, el empleado de gasolineras, el temporero de cualquier cosa y de nada, tan educado dándonos las buenas noches. Muy improbable que llegara a los veinte años, ni falta que hacía, claro. Emilio, en cambio, tenía una sucia melena color tabaco, y un mentón con una perilla de pistolero de la cosa nostra, un salpicón de pecas y unas gafas de culo de vaso que no se quitaba ni para dormir. Ni siquiera se sacó los vaqueros viejos cuando se echó sobre la litera, con los pies colgando de lo largo que era. Estaba claro que el más bajo era yo. Y puede que el que menos confianza inspirara. Quizás por eso, cuando volví a mirarlo tenía un ojo vigilándome mientras el otro ya estaba en el séptimo cielo. Muy mal deberían ir las cosas por allí. O por aquí, todo dependía, pensaba yo, del ojo que usara.
Me desperté al día siguiente, con el aliento del tabaco pegado al paladar y un sabor a almendras amargas subiéndome por la boca del estómago. Me apresuré todo lo que pude pero Rosa, diligente como pocas, ya me esperaba al volante del Ford. Del Ford que había robado a su padre. También le vació la caja fuerte, la que tenía escondida tras el cuadro falso de Van Gogh. Una imprudencia tras otra, dejábamos tantas pistas que sólo faltaba colocar nuestra tarjeta de visita pegada a la puerta. Todo eso hizo Rosa cuando decidió lanzarse a la aventura. Cuando me pegó el rollo de la libertad y la independencia. Cuando califiqué alguna de sus acciones como alocadas, ella soltó una carcajada y, acto seguido, me acarició la mejilla derecha como quien echa a volar una pluma soplando. Con ese gesto mi privilegiada mente sumó dos informaciones: que Rosa era zurda y que yo tenía un problema más que añadir a mi cuenta de resultados.
Nos dio nuevamente por echar pestes sobre los talibanes, una manera como otra cualquiera de retardar el paso del tiempo, incapaces como éramos de localizar la emisora de la policía, eso que tan fácil parece en las películas. En cambio nos enteramos por enésima vez de que los talibanes leen la charia a todas horas y de que su único vicio es apedrear a los amantes.
- Vaya fiesta, ¿no?- sentenció Rosa. Hasta aquí bien. Ningún problema. Pero lo que dijo acto seguido fue, sin lugar a dudas, una mala idea. Quiero decir que Rosa nunca debería haber pronunciado la frase más odiada en el gremio:
- ¿Sabes? Tengo un mal presentimiento.
Las mujeres son así, incluso Rosa. Si no hablan revientan. Buenas amantes si se lo proponen pero malísimas en la observancia de un secreto. Y nada más secreto que nuestro porvenir, ahora, en ese mismo instante. Nadie le pedía a la verdad tener la mala suerte de encontrarse con ella. Todos sabemos, y ella más que nadie, que un mal presagio es peor que un perro rabioso, porque todos sabíamos, y ella más que nadie, que quien busca la verdad acaba encontrándose con una pistola encasquillada.
No era del todo sincero, desde luego: yo también había visto una mariposa oscura rondando esa noche sobre nuestras cabezas, pero mentí, mentiría tantas veces como estrellas tiene el cielo. Instintivamente saqué mi arma de la sobaquera, puse cara de pocos amigos y apunté al azar. Bang, bang. Entonces sí. Entonces sentí el impacto de la oscuridad en mis entrañas. La oscuridad interior duele más que un navajazo. Lo único definitivo es el dolor, pensé, nunca es cosa de dos, por eso no esperé que Rosa me entendiera. El destino ya es otra cosa, ahora mismo, juntos en el asiento delantero del viejo Ford nuestros destinos tenían la fuerza del silencio que nos embargaba.
Me preguntó, inquieta, Rosa, posiblemente nerviosa a juzgar por sus manos sudorosas y por ese cigarrillo que no paraba quieto en sus dedos.
Los talibanes –prosiguió- no dejan trabajar a las mujeres. Las envuelven en un velo gigante, a modo de un gran manto con el que los hombres se limpian los mocos mientras leen la charia en edición de bolsillo, como si en ello les fuera la vida, como si sus mentes no hubieran desentrañado que en el ciclo de la vida lo viejo deja paso a lo nuevo. Por supuesto, no se puede fumar ni beber. Ni practicar el coito. Los adúlteros, pero sobre todo ellas, las mujeres adúlteras, deberán ser linchadas en la plaza pública.
Echamos pestes sobre los talibanes, una manera como otra cualquiera de retardar el paso del tiempo, incapaces como éramos de localizar la emisora de la policía, eso que tan fácil parece en las películas. En cambio, nos enteramos por enésima vez de que los talibanes leen la charia y su único vicio es apedrear a los amantes.
- Alea jacta est. – respondí yo, como Julio César al cruzar el Rubicón.
- ¡Son unos cerdos!- , concluyó Rosa, dejando escapar una desmañada voluta de humo por sus labios finos y transparentes. - Les metería el puto chador por el culo, a ver si le cogían el gusto.
No pasó de ahí su enfado, sin embargo. No dijo aquello de que todos los hombres sois iguales. Al contrario, acto seguido me miró sin turbulencias. Rosa era una mujer joven y escuálida, de piel blanca, que escondía entre unas cejas circunflejas y una nariz fina y recta, dos ojos de un azul cobalto, casi metálico. La suya era una mirada dura, casi inhumana, como la de un ser de otro mundo. Su humanidad, vamos a llamarla así, procedía de esa llama de tristeza que a veces uno creía sorprender en su mirada y que, en todo caso, desparecía enseguida.
Se creó una cierta atmósfera irreal, como si nos sintiéramos más próximos por la coincidencia en los comentarios sobre los talibanes, aunque gracias también, y sobre todo, a una canción de Annie Lennox, No more “I love yous”, esa que estaba sonando en el transistor, precisamente en la línea rasante de la noche, adelgazada y cortante como una cuchilla de afeitar.
- Todo esto me recuerda las lapidaciones de los judíos en las películas de romanos - respondí yo, mientras arrojaba el periódico sobre el sofá, interesado como estaba en hablar, en crear un clima cálido, dadas las circunstancias. En el giro del rostro para mirar adónde Rosa, mis ojos tropezaron con Luis, “El Biodraminas”, dormitando sobre la desvencijada chaise longue, en un rincón de la sala. Sus pies yacían suspendidos en el aire, cual largo era. Debería medir sus buenos dos metros. Nadie sabía nunca lo que pensaba El Biodraminas. A veces barruntaba Hum, Hum, y tampoco podías asegurar que no quisiera decir Bum, Bum, como cuando te apuntaba con el dedo y ensayaba dos disparos con su revólver Mágnum 357. Luego se te quedaba mirando como a un extraño. Y aún daba más miedo en el momento que hacía eso, mirarte como si no te conociera. Cuando llegó de la mano del “Jefe”, quien lo presentó como su sobrino, sin hacer esfuerzo alguno para que nos lo creyéramos, me dieron unas ganas locas de reír: ¿Desde cuándo se elige a un "sobrinito" para un proyecto tan frecuente y trivial como la de atracar un banco?
El calendario anunciaba el mes de julio. Hacía un calor intenso, de esos cuyo ardor vuelve los rostros borrosos y que convierte el bochorno en un ángel negro que te acaba metiendo, con su punzón, tortuosas ideas en la cabeza. El tiempo no parecía existir en aquel piso repleto de paredes desconchadas y humedades un tanto siniestras, con una pica sucia para lavarse las manos y un montón de colchones habitados por vete a saber quién, si dejamos de lado los piojos, chinches y demás inquilinos. En realidad, para los que estábamos allí el tiempo alcanzaba apenas hasta ayer mismo y aún así empezaba a enmohecer de tanta espera.
No era el momento más adecuado. Nunca lo es en la víspera de un golpe, aunque, ciertamente, alguno de los allí presentes no fuésemos, precisamente, unos expertos en la materia. Pero yo no había elegido ser un delincuente, igual que no había elegido nacer, ni que mis padres se separaran olvidándose de pagarme la matrícula del conservatorio y de un montón de cosas más. Un Chopin menos bien vale una fiesta, dijo mi padre, mientras agarraba la botella de whisky barato por el gollete. Ni siquiera que me despidieran de la multinacional Unión Fenosa “por intoxicación etílica en horario de trabajo”. Eso, por no decir que me sorprendieron borracho en los vestuarios. Y justo al mes siguiente de firmar la hipoteca de un pequeño pero coqueto apartamento en Cadaqués (que ya no existe, al menos para mí) y Julia me dejara plantado por un corredor de bolsa o agente inmobiliario, ahora mismo no recuerdo si lo uno o lo otro (aunque, pensándolo bien, más bien sería lo segundo), y que - me juró maliciosamente en la cama era mucho mejor que yo.
De modo que, con todo lo que he dicho, ¿Cómo podía molestarme que a la pequeña Rosa, a la osita Rosa, a Rosa la aventurera, se le abriera el tercer botón de su blusa color de azafrán, suspendiendo, aunque sólo fuera durante unos minutos, mi interés en vigilar los ronquidos de El Biodraminas? Hacía un calor de muerte, ya lo he dicho, y al día siguiente quizás nos destrozaríamos las vidas, así que dejé que un turbio deseo me aliviara de aquella hoguera nocturna y se entretejiera poco a poco con alguna agradable fantasía sexual, creando una atmósfera pesada que arañaba la noche, rasgando un vestido, rompiendo los botones de una blusa, la blusa de Rosa, naturalmente, anunciando un interior excitante de lencería blanca y menuda, unas braguitas que mis dedos desharían fácilmente hasta mojarse y deslizarse luego en unos pezones duros, en un sexo jugoso como un helado de vainilla, una chocolatina en forma de clítoris, un dulce de azúcar sumiso, una respiración intensa...
Me quedé con la idea. Ni siquiera llegué a excitarme lo suficiente. Sencillamente, mi pensamiento andaba por dos vías paralelas, Rosa y mañana. Quizás mañana fuéramos menos que nada. También pensé en lo descabellado del asunto, en lo patético. ¡Hoy día ya no atracan bancos! Aunque confiaba más en mi propia astucia que en la supuesta experiencia de los allí presentes. En realidad, toda mi confianza pendía de un hilo. Del hilo de la información del Gordo: ¡Los lingotes estarán allí sólo 24 horas! También pensé, quizás no amamos lo suficiente la vida como para que la idea de la muerte llegue a apesadumbrarnos. Eso sí, me dejé llevar por un arranque de nostalgia, no por el pasado que, en mi caso, no merecía ser recordado, sino por el destino, una dirección, ésta del destino, de lo más incierta. Dicho de otra manera, quise atrapar ese instante en el que el mañana y el pasado mañana todavía eran posibles. Pertenecía yo a ese espécimen de individuos que cuando se despiertan se dicen a sí mismos: “un día más”, y se quedan tan tranquilos. Pese a los desastres. Pese a ese corto recorrido desde el muchachote que se hizo a sí mismo de entre los restos del naufragio familiar, el que estudió y consiguió un empleo prometedor, y el que lo tiró todo por la borda por una botella y las malas influencias, típica historia de la modalidad “se veía venir”. Claro que un mañana diferente podría dar el vuelco con el destino de todos en general y con el mío en particular. Con Rosa y un millón de euros, y no sé cuántas chorradas más, tal combinación daba para soñar. Soñar es fácil. Además, se te entiende todo, me dijo Freud desde la polvorienta estantería que a punto estaba de caer sobre la cabezota de Laínez.
Misterio total qué hacía un libro de Freud en aquella pocilga. Ni el menor interés en averiguarlo. El Gordo cerró la luz sin pedir permiso, como en él era habitual. Los hay que no piden permiso y menos si están en casa propia. Pasábamos la noche en uno de los locales del Gordo, primera imprudencia, allá él, pensé yo, si pensaba traicionarnos como ya empezaba a temerme.
Los hay que obedecen y, finalmente, los que llevan un mal presagio pintado en la cara. Emilio, El largo, era de estos últimos. Cuando El Jefe le dio al interruptor nadie se inmutó, que para eso era el jefe. Laínez cerró el libro de Simenon, que había atrapado al azar de un anaquel rajado por la carcoma, pero suficientemente lejano del de Freud como para no darse un susto y acabar teniendo malos sueños, y se dio la vuelta, no sin antes proferir un inoportuno buenas noches, que nos hubiera sorprendido si a alguno de nosotros, a estas alturas, pudiera sorprendernos algo más que una bala del cuarenta y dos. Laínez era un chaval probablemente muy amable con su madre, delgado y jovial, de grandes ojos color avellana y piernas de alambre, bien asentadas, pese a ello, sobre sus piernas largas y delicadas, casi femeninas, a pesar de ser un paria, ladronzuelo de farmacias y supermercados, el empleado de gasolineras, el temporero de cualquier cosa y de nada, tan educado dándonos las buenas noches. Muy improbable que llegara a los veinte años, ni falta que hacía, claro. Emilio, en cambio, tenía una sucia melena color tabaco, y un mentón con una perilla de pistolero de la cosa nostra, un salpicón de pecas y unas gafas de culo de vaso que no se quitaba ni para dormir. Ni siquiera se sacó los vaqueros viejos cuando se echó sobre la litera, con los pies colgando de lo largo que era. Estaba claro que el más bajo era yo. Y puede que el que menos confianza inspirara. Quizás por eso, cuando volví a mirarlo tenía un ojo vigilándome mientras el otro ya estaba en el séptimo cielo. Muy mal deberían ir las cosas por allí. O por aquí, todo dependía, pensaba yo, del ojo que usara.
Me desperté al día siguiente, con el aliento del tabaco pegado al paladar y un sabor a almendras amargas subiéndome por la boca del estómago. Me apresuré todo lo que pude pero Rosa, diligente como pocas, ya me esperaba al volante del Ford. Del Ford que había robado a su padre. También le vació la caja fuerte, la que tenía escondida tras el cuadro falso de Van Gogh. Una imprudencia tras otra, dejábamos tantas pistas que sólo faltaba colocar nuestra tarjeta de visita pegada a la puerta. Todo eso hizo Rosa cuando decidió lanzarse a la aventura. Cuando me pegó el rollo de la libertad y la independencia. Cuando califiqué alguna de sus acciones como alocadas, ella soltó una carcajada y, acto seguido, me acarició la mejilla derecha como quien echa a volar una pluma soplando. Con ese gesto mi privilegiada mente sumó dos informaciones: que Rosa era zurda y que yo tenía un problema más que añadir a mi cuenta de resultados.
Nos dio nuevamente por echar pestes sobre los talibanes, una manera como otra cualquiera de retardar el paso del tiempo, incapaces como éramos de localizar la emisora de la policía, eso que tan fácil parece en las películas. En cambio nos enteramos por enésima vez de que los talibanes leen la charia a todas horas y de que su único vicio es apedrear a los amantes.
- Vaya fiesta, ¿no?- sentenció Rosa. Hasta aquí bien. Ningún problema. Pero lo que dijo acto seguido fue, sin lugar a dudas, una mala idea. Quiero decir que Rosa nunca debería haber pronunciado la frase más odiada en el gremio:
- ¿Sabes? Tengo un mal presentimiento.
Las mujeres son así, incluso Rosa. Si no hablan revientan. Buenas amantes si se lo proponen pero malísimas en la observancia de un secreto. Y nada más secreto que nuestro porvenir, ahora, en ese mismo instante. Nadie le pedía a la verdad tener la mala suerte de encontrarse con ella. Todos sabemos, y ella más que nadie, que un mal presagio es peor que un perro rabioso, porque todos sabíamos, y ella más que nadie, que quien busca la verdad acaba encontrándose con una pistola encasquillada.
No era del todo sincero, desde luego: yo también había visto una mariposa oscura rondando esa noche sobre nuestras cabezas, pero mentí, mentiría tantas veces como estrellas tiene el cielo. Instintivamente saqué mi arma de la sobaquera, puse cara de pocos amigos y apunté al azar. Bang, bang. Entonces sí. Entonces sentí el impacto de la oscuridad en mis entrañas. La oscuridad interior duele más que un navajazo. Lo único definitivo es el dolor, pensé, nunca es cosa de dos, por eso no esperé que Rosa me entendiera. El destino ya es otra cosa, ahora mismo, juntos en el asiento delantero del viejo Ford nuestros destinos tenían la fuerza del silencio que nos embargaba.
Puso la primera y arrancó de una sacudida. Tranquila, nena, ya verás como todo va bien. Pero no pude acabar la frase: un viejo renqueante se había plantado delante del coche. En el disco del semáforo, la silueta del peatón estaba de color rojo. Tranquila, nena, dije, casi en un susurro. Rosa echó el cigarrillo por la ventanilla y las aletas de su nariz temblaron al respirar. A veces, en los momentos más inesperados uno se convierte en su propia memoria. Suele ser una metamorfosis que te golpea sin avisar y que a mí me dio en plena cara ante el rostro del viejo, que me recordó a mi padre, sentando en la mecedora de nuestro jardín, aunque sería más preciso llamarlo huerto, porque entonces los jardines sólo existían en las películas de la Paramount. Recordé a mí padre fumándose un purito, dándole vueltas, saboreándolo, palpándolo, mirándome desde su mundo, ese mundo que yo, en mi inocencia, creía perfecto. Ahora, al enfrentarme a su recuerdo, ya sabía perfectamente que los pobres, y nosotros lo éramos, lo perdonan todo, la soberbia de los ricos pero, todavía más, su propio fracaso. Cuando entendí esto es cuando empecé a odiar a mi padre, cuando alcancé a comprender que su perfección nacía de su conformismo ante la escasez y la penuria, el trabajo duro y la pleitesía ante los más fuertes y poderosos. Pero en aquellos tiempos, acaso más felices, por la noche, en su mecedora fumándose su puro, con la satisfacción del que sabe que la tierra es redonda y no para de dar vueltas, todavía lo admiraba.
El vigilante jurado yacía como una araña boca arriba revolcándose con dos balas en el estómago, sin cesar de chillar. No pensaba morirse, al menos de momento, y eso empeoraba las cosas. Como quiera que fuese, El Biodraminas se había arrancado el pasamontañas y gritaba:
- ¡Qué nadie mueva el culo o lo dejo como una regadera! Toda esta mierda que tengo aquí delante la quiero en el suelo, con los brazos en la espalda. ¡Vamos, hijos de puta!
Rosa tenía razón, después de todo, y yo lo había sabido desde el primer momento. Justo desde el instante, durante la víspera, cuando El Biodraminas se me quedó mirando con ese vacío de sus ojos descerebrados ya empecé a ponerme nervioso. Esto se lleva escrito en el vitae. La cagas una vez y luego vienen más. Es inevitable, ya lo sé. Nunca debería haber aceptado este trabajo, claro que... ¿Cuántos tipos quemándose a fuego lento con la condicional no han repetido esta misma frase? Y así hasta que llega El Jefe, te dice, esto es un golpe fácil, el dinero sólo espera a que lo cojamos, o cualquier otra mentira y vas y te lo crees. Siempre es así. Laínez estaba desvalijando la caja, ayudado por Emilio, ajenos los dos a la fiesta que se había montado aquí, en el vestíbulo, donde El Biodraminas seguía dando la vara:
- ¡No quiero oír ni vuestra respiración! ¡Puta! ¡Cállate de una vez o te reviento el ojo de un balazo!
El vigilante jurado yacía como una araña boca arriba revolcándose con dos balas en el estómago, sin cesar de chillar. No pensaba morirse, al menos de momento, y eso empeoraba las cosas. Como quiera que fuese, El Biodraminas se había arrancado el pasamontañas y gritaba:
- ¡Qué nadie mueva el culo o lo dejo como una regadera! Toda esta mierda que tengo aquí delante la quiero en el suelo, con los brazos en la espalda. ¡Vamos, hijos de puta!
Rosa tenía razón, después de todo, y yo lo había sabido desde el primer momento. Justo desde el instante, durante la víspera, cuando El Biodraminas se me quedó mirando con ese vacío de sus ojos descerebrados ya empecé a ponerme nervioso. Esto se lleva escrito en el vitae. La cagas una vez y luego vienen más. Es inevitable, ya lo sé. Nunca debería haber aceptado este trabajo, claro que... ¿Cuántos tipos quemándose a fuego lento con la condicional no han repetido esta misma frase? Y así hasta que llega El Jefe, te dice, esto es un golpe fácil, el dinero sólo espera a que lo cojamos, o cualquier otra mentira y vas y te lo crees. Siempre es así. Laínez estaba desvalijando la caja, ayudado por Emilio, ajenos los dos a la fiesta que se había montado aquí, en el vestíbulo, donde El Biodraminas seguía dando la vara:
- ¡No quiero oír ni vuestra respiración! ¡Puta! ¡Cállate de una vez o te reviento el ojo de un balazo!
Es cierto que el segurata, aspirante a héroe de barrio, se vigilaba solo, o mejor dicho, se desangraba por momentos, y que de tanto pensar en todos los detalles no le di importancia a la rubita rebosante de salud, con calzado deportivo de marca y sudadera con capucha, situada muy cerca del mostrador y que nos tenía hartos a todos, atracadores y atracados, con su cantinela de que había que socorrer al herido. Es cierto que, a pesar de todo, los acontecimientos me desbordaron. El Biodraminas, subido en el mostrador, se empachó con tanta insistencia de la chica y sin mediar un suspiro le apuntó a la frente. Esta vez fue un solo disparo, y para ello uso la pequeña pistola que llevaba pillada al cinturón. La bala fue certera y sólo dejó un orificio negro y chamuscado donde antes había un trocito de carne tibia.
El miedo transforma al ser humano. Apenas se oyó algún sollozo. Más de uno se tragó los mocos. Me invadió una agobiante sensación de claustrofobia. Ahí estaba la imagen de mi padre agarrado a la botella y riéndose de mí pasó como la afilada hoja de una navaja por mi pensamiento.
- ¡Laínez! ¡Emilio! - grité- ¡Acabad ya!
Emilio se estaba haciendo un lío con las sacas. Los lingotes de oro pesaban lo suyo. Este pensamiento me traicionó, me atrapó en ese agujero de tiempo que el reloj es incapaz de captar, el agujero de un segundo rumiando: ¿Qué hará Laínez con los lingotes? Desperté de ese agujero negro con el resplandor que venía de la puerta de entrada. El segundo fogonazo envolvió al primero y luego escuché la detonación. Como llevaba la recortada, el policía de paisano que me había disparado hasta dos veces desde la puerta, salió despedido por el impacto y fue a estrellarse en el parabrisas de un coche aparcado. Justo al lado del Ford todo terreno en el que Rosa se fumaba un Marlboro tras otro, esperando pacientemente. El primer disparo destrozó una pantalla de tubos fluorescentes pero el segundo me alcanzó. Noté la mordedura del calor en la cadera y una arcada de sangre en las encías. Mi lengua se acartonó y perdí definitivamente la noción del tiempo.
- Ni lo sueñes - recuerdo que le dije al guarda jurado confundido en su propia sangre y, a pesar de eso, con una obsesiva fijación en el revólver situado a un metro de su mano derecha. Inexpiablemente, lo que me dolía no era el costado, que había taponado con mi mano izquierda y el pañuelo, sino el brazo. Luego llegaron las agujetas en el hombro.
- Laínez ¡Ya está bien!
Laínez salió disparado hacia el coche cargado de sacas como un Papa Noel, seguido a corta distancia de Emilio, renqueante por el excesivo peso que se había adjudicado. Me quedé quieto unos instantes para dejar pasar a Luis, “El Biodraminas”, que no se reprimió en darle una patada en pleno rostro al guarda jurado.
- ¡Eh, Biodraminas! - le grité a dos metros de distancia.
El Biodraminas volvió su cara hacia mí. Fue un acto reflejo. No hay nada más eficaz que llamar a las personas por su nombre. O, mejor, por su alias. Luis no debería haberse parado, pero lo hizo. Lo que hizo exactamente fue girar el cuello con irritada expectación ante mi llamada y recibir un cartucho para matar bisontes que le separó la cabeza del tronco. De momento, todo está saliendo según el plan previsto, recuerdo que pensé con sorna, mientras sujetaba mi pañuelo empapado en rojo.
Lainez entró por la portezuela de atrás, el muy idiota, sin apercibirse de que delante de él, en el asiento delantero, el del chofer, tan sólo había el cadáver de Rosa, con un orificio en la sien izquierda, equidistante medio metro de la araña que la deflagración había dibujado en el cristal de la ventanilla del Ford. Rosa seguía mirando la lejanía del infinito pero sus ojos estaban ahora mismo más tristes que de costumbre. En realidad, la tristeza se había convertido en una llovizna que acabaría calándonos a todos. Resulta extraña la desolación que pueden abarcar unos ojos cuando están vacíos.
Me hice cargo de la situación enseguida, antes incluso de cruzar la puerta del banco. Allí estaba concentrada toda la bofia de la ciudad. Disparaban de todas partes. Algo parecido al infierno. Mi mente volvió a funcionar, el olor a pólvora siempre me ha aclarado las ideas. Conclusión final: el Jefe nos ha vendido. Hechos: la pasma había aumentado su personal en nómina y renovado sus uniformes y armamento. A estas alturas, lo previsto y lo real se daban de patadas. A Emilio ni le vi. A Laínez, sin embargo, le perdió su obsesión por las sacas, es decir, por el oro. Su codicia pero también su inexperiencia. Lo cosieron a balazos en el asiento trasero del Ford mientras yo corría, más rápido que un talibán con sus faldones a cuestas perseguido por una lluvia de balas y gritos (¡Allí va uno que se escapa!) hacia el Volvo de la esquina que había dejado aparcado la víspera, porque, dicho sea de paso, yo no trabajo con presentimientos sino con la cabeza. Ventajas de ser un profesional. Arranqué a la primera y me dije, buen chico, con un poco de suerte les doy esquinazo. Llevaba como mínimo medio kilo en los bolsillos. Hombre precavido vale por dos, siempre me han pirrado más los billetes pequeños y usados que el oro.
Dibujo de Pulp Fiction
Posteado por Bliusca
Tepasmas.com
http://tepasmas.com/fans/pulp_fiction_dibujo_genial
El miedo transforma al ser humano. Apenas se oyó algún sollozo. Más de uno se tragó los mocos. Me invadió una agobiante sensación de claustrofobia. Ahí estaba la imagen de mi padre agarrado a la botella y riéndose de mí pasó como la afilada hoja de una navaja por mi pensamiento.
- ¡Laínez! ¡Emilio! - grité- ¡Acabad ya!
Emilio se estaba haciendo un lío con las sacas. Los lingotes de oro pesaban lo suyo. Este pensamiento me traicionó, me atrapó en ese agujero de tiempo que el reloj es incapaz de captar, el agujero de un segundo rumiando: ¿Qué hará Laínez con los lingotes? Desperté de ese agujero negro con el resplandor que venía de la puerta de entrada. El segundo fogonazo envolvió al primero y luego escuché la detonación. Como llevaba la recortada, el policía de paisano que me había disparado hasta dos veces desde la puerta, salió despedido por el impacto y fue a estrellarse en el parabrisas de un coche aparcado. Justo al lado del Ford todo terreno en el que Rosa se fumaba un Marlboro tras otro, esperando pacientemente. El primer disparo destrozó una pantalla de tubos fluorescentes pero el segundo me alcanzó. Noté la mordedura del calor en la cadera y una arcada de sangre en las encías. Mi lengua se acartonó y perdí definitivamente la noción del tiempo.
- Ni lo sueñes - recuerdo que le dije al guarda jurado confundido en su propia sangre y, a pesar de eso, con una obsesiva fijación en el revólver situado a un metro de su mano derecha. Inexpiablemente, lo que me dolía no era el costado, que había taponado con mi mano izquierda y el pañuelo, sino el brazo. Luego llegaron las agujetas en el hombro.
- Laínez ¡Ya está bien!
Laínez salió disparado hacia el coche cargado de sacas como un Papa Noel, seguido a corta distancia de Emilio, renqueante por el excesivo peso que se había adjudicado. Me quedé quieto unos instantes para dejar pasar a Luis, “El Biodraminas”, que no se reprimió en darle una patada en pleno rostro al guarda jurado.
- ¡Eh, Biodraminas! - le grité a dos metros de distancia.
El Biodraminas volvió su cara hacia mí. Fue un acto reflejo. No hay nada más eficaz que llamar a las personas por su nombre. O, mejor, por su alias. Luis no debería haberse parado, pero lo hizo. Lo que hizo exactamente fue girar el cuello con irritada expectación ante mi llamada y recibir un cartucho para matar bisontes que le separó la cabeza del tronco. De momento, todo está saliendo según el plan previsto, recuerdo que pensé con sorna, mientras sujetaba mi pañuelo empapado en rojo.
Lainez entró por la portezuela de atrás, el muy idiota, sin apercibirse de que delante de él, en el asiento delantero, el del chofer, tan sólo había el cadáver de Rosa, con un orificio en la sien izquierda, equidistante medio metro de la araña que la deflagración había dibujado en el cristal de la ventanilla del Ford. Rosa seguía mirando la lejanía del infinito pero sus ojos estaban ahora mismo más tristes que de costumbre. En realidad, la tristeza se había convertido en una llovizna que acabaría calándonos a todos. Resulta extraña la desolación que pueden abarcar unos ojos cuando están vacíos.
Me hice cargo de la situación enseguida, antes incluso de cruzar la puerta del banco. Allí estaba concentrada toda la bofia de la ciudad. Disparaban de todas partes. Algo parecido al infierno. Mi mente volvió a funcionar, el olor a pólvora siempre me ha aclarado las ideas. Conclusión final: el Jefe nos ha vendido. Hechos: la pasma había aumentado su personal en nómina y renovado sus uniformes y armamento. A estas alturas, lo previsto y lo real se daban de patadas. A Emilio ni le vi. A Laínez, sin embargo, le perdió su obsesión por las sacas, es decir, por el oro. Su codicia pero también su inexperiencia. Lo cosieron a balazos en el asiento trasero del Ford mientras yo corría, más rápido que un talibán con sus faldones a cuestas perseguido por una lluvia de balas y gritos (¡Allí va uno que se escapa!) hacia el Volvo de la esquina que había dejado aparcado la víspera, porque, dicho sea de paso, yo no trabajo con presentimientos sino con la cabeza. Ventajas de ser un profesional. Arranqué a la primera y me dije, buen chico, con un poco de suerte les doy esquinazo. Llevaba como mínimo medio kilo en los bolsillos. Hombre precavido vale por dos, siempre me han pirrado más los billetes pequeños y usados que el oro.
Dibujo de Pulp Fiction
Posteado por Bliusca
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Etiquetas: relatos
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