28.5.09

Un sábado de verano sin playa

Cuando entré en el establecimiento y la dependienta de la ferreterí­a apareció de la trastienda (o vete a saber de dónde) andaba yo con un día un tanto fúnebre, uno de esos sábados de verano sin playa que no anteceden a nada concreto y se llenan poco a poco de cosas qué hacer, sin mayor interés que la de mover el esqueleto de aquí para allá.
No era el tipo de persona que esperaba ver. Quizás por eso mismo me impresionó tanto su aparición: una mujer de belleza dominical, grande y espléndida, proporcionada en las partes visibles de su cuerpo, es decir, de cintura para arriba… Porque allí­ la tenía, tras el mostrador, exuberante como la mismísima Kim Novak. Del tipo rubia teñida, con unos hermosos pechos que lucía sin complejos y una inmensa sonrisa de haber disfrutado de lo lindo en sus dos semanas de vacaciones en La Escala. Fue entonces, en el transcurso de un sábado de verano sin playa, cuando descubrí que lo inesperado, la sorpresa, el asombro, constituyen una parte esencial y característica de la belleza.
Y a pesar de todo, sin glamour en su vestuario, porque eso está destinado a las chicas pretorianas, las que gastan tallas bastante inferiores a la 40. Las “pretorianas”, al contrario de los antiguos praetoriani, se escoltan a sí mismas, aunque quizás sería mejor decir que se pasean a sí­ mismas, con esos andares romanos, con sus cinturas de porcelana, sus largas piernas y su garbo famélico por el centro de la ciudad, Paseo de Gracia y Ensanche, aunque todaví­a las hay más temibles en Sarriá y a lo largo de la Diagonal, hasta Francesc Maciá. No me engañan, sin embargo. Tienen algo de falso, de pimpollo de pasarela que se provoca el vómito después de cada comida (aunque algunos digan que no necesariamente). Se las detecta por su cara de espanto ante un delicioso donut.
Me aseguraba la dependienta que la plancha Mulinex que, con toda probabilidad (con toda seguridad, diría yo) pensaba venderme era de lo mejorcito. Buena y barata, 36 euros. Con dispositivo de vapor y todo lo demás. Ante mi silencio (porque yo callaba, imaginándomela en su casa, con un vestido más cómodo y sin sujetador, yendo de un lado para otro, enchufando la plancha, cerrando el grifo de la bañera, arreglándose las medias, moviendo la boca para perfilar la pintura de los labios mientras se quitaba las pinzas del pelo), siguió con sus explicaciones, recomendándome que sobre las arrugas de la prenda echara primero el agua vaporizada -normal o destilada- y luego con el otro botón le diera al vapor y en un plis-plas, y con un poco de destreza, la camisa como nueva. Y fue en ese preciso momento, cuando me miró a los ojos, como comprendiendo, de pronto, como si un relámpago cruzara ante sus ojos, que yo todaví­a no había empezado mis vacaciones de verano y que quizás no era una plancha lo que más necesitaba en este mundo, sino una mirada cálida de esas que a ella le sobraban, y puede que de ahí mis pupilas dilatadas…
Y fue todo y uno, comprobar que me había “colgado” literalmente de ese triángulo que formaban sus labios carnosos y gentiles y su mandí­bula de artista de cine, mientras ella insistía de forma harto convincente, insistía y me sugería que justo ahora se encontraba en la mejor disposición para venderme una tabla de planchar. De las de agujeros, que son las mejores. Imprescindible, créeme, me dijo, sin que yo dejara de advertir el salto del distante usted al tuteo mucho más dulce y acogedor. Ahora mismo no tengo pero vuelve otro dí­a, si quieres. Y también me ofreció sus clases de cocina. En las que cada vez hay más hombres, afirmó, mientras me regalaba una sonrisa de domingo.
Y yo, atrapado en tan suave y complaciente telaraña, le dije, serías capaz de venderme una lavadora cuando vengo a comprar una plancha. Y ella me respondió, no tengo lavadoras que si no....
Y ahí me tocó el nervio. Cuando lo hacen me pongo tonto y algo cae en la viña del señor. Por eso mismo, porque me conozco debería haberme ido en aquel momento, pero cuando, después de preguntarme si era fumador, me regaló un ambientador, y tras un breve regateo, conseguí su número de teléfono. Lo hice sólo cuando comprobé que empezaba a ruborizarse. En ese momento no pensaba en todo lo que pasaría a partir de entonces. Tendría que haberlo adivinado, por supuesto, pero ya se sabe como son estas cosas. No piensas en el agua hasta que tienes sed.
Y como ya no pude resistir más aquel silencio tan prometedor, le pagué por adelantado la tabla de planchar y, además, me llevé una cafetera Mulinex, ya que nunca se sabe, con lo difí­cil que se ha puesto encontrar arandelas de goma para el filtro, no se puede vivir con una sola cafetera. Me fui todo lo rápido que pude para no romper el encanto, palpando el trozo de papel con los nueve números en el bolsillo del pantalón, y cargado con la cafetera y la plancha. Me fui tan rápido porque desde que le insinué lo hermosa que era y ella ruborizándose, desde ese delicioso regateo que acabó con nueve números escritos en un trozo de papel pautado, ya no éramos las mismas personas que antes. Si no te detienes ante un asesinato, no te detendrás ante una mentira, ni ante un engaño, ni ante cualquier otra cosa como un sábado fúnebre de verano sin playa convertido, de pronto, en una puerta llena de misterios y promesas.
Así­ soy yo. Así somos todos. Valientes y cobardes a la vez. No importa que me gustase vagar cargado con todas mis ilusiones y trastos a cuestas, porque, como dijo Kim Novak en Vértigo, “Vagar siempre lo hace uno por separado. Cuando van dos juntos siempre van a alguna parte”.

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