24.1.09

Lo peor está por llegar


Mi padre, que era muy futbolero, le endosó a su primogénito, mi hermano mayor, el nombre de Marcelino. Marcelino no se remitía, como pudieran pensar en un momento de delirio los meapilas al uso, al título de la otrora famosa película “Marcelino, pan y vino”, perteneciente por méritos propios a la vertiginosa leyenda urbano-rural del franquismo, sino por el fan-tás-ti-co golazo del jugador del Real Zaragoza Marcelino Martínez Cao, uno de los “héroes” de la selección española que ganó la copa de Europa de Naciones en 1964 ante la artera, comunista y judeo-masónica Unión de Repúblicas Soviéticas.
Mi hermano Marcelino, arruinado por la pesada carga de su nombre de pila (y nunca mejor dicho), convertido por capricho de papá en un nuevo héroe hispano, y desoyendo por completo mis hipócritas argumentos sobre lo terrible que hubiera sido que le hubieran puesto el nombre de Indíbil o de Mandonio, irrumpía en mi cuarto, harto de mi manía de hacer todo el ruido que posible como instrumento infalible para fomentar el debilitamiento moral de la familia (célula básica de la sociedad, como todo el mundo sabe), pero, sobre todo, porque no le dejaba escuchar tranquilamente a Cliff Richard, su cantante melódico preferido, y se abalanzaba sobre mí, furioso, yo más bien diría que histérico, dándome de hostias hasta en el carné de identidad. Era un ejercicio “abusica”, de hermano mayor, no por previsible menos vejatorio.
Por supuesto, acompañaba su lección de castigo físico con una sarta de insultos nada originales:
- ¡Maricón!, ¡Picha-corta!, ¡Imbécil!, ¡Gilipollas! ¡Caraculo!
Su voz se parecía cada vez más a la de un cantante de soul. La mía, en cambio, mantenía todavía ese desafortunado tono desafinado y aflautado que provocaba las risas de los adultos. Las de mi madre me dolían especialmente. En una especie de juego de la Oca, de Oca a Oca y tiro porque me toca, yo entonces la tomaba con ella, ya que contra mi hermano no tenía nada que hacer, y le gritaba:
- ¡Borracha!
La llamé borracha por pura venganza. Con esa crueldad infantil que delataba el desamparo, pero, sobre todo, la ausencia de poder y control sobre la realidad más inmediata. Más o menos como el abuelo, a quien nadie de la familia hacía puto caso. Aunque, la elección del momento no fue precisamente el más afortunado, como averigüé más tarde. Con unos reflejos que para sí quisiera un galáctico del balompié, mi madre me propinó una patada en la espinilla que hizo que vomitara lágrimas de puro dolor.
¿Cómo podía saber que tanta agresividad contra mi madre respondía a un misterioso sentido de la anticipación? ¿Cómo podía adivinar que algo en mi interior me alertaba de que lo peor estaba por llegar? En este caso, lo que, por otra parte, era un secreto a voces, menos para el “melindro” que suscribe: mi madre se fugó tres días más tarde con el encargado del Súper. ¡Toma castaña!

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