Rojo
De golpe se apagaron las luces y el vagón quedó a oscuras. El murmullo de desaprobación fue instantáneo. Carlos guardó silencio. Si algo le aterrorizaba era la oscuridad. Un sudor frío empezó a recorrer su espalda. El espeso silencio venía acompañado de una tos ronca o algún que otro chasquido de lengua, signo inequívoco de fastidio, de impaciencia. Mientras, le mente de Carlos ya estaba barajando diversas posibilidades, a cuál peor: la de que el convoy que les seguía acabase empotrándose en el suyo. ¿El conductor, dormido? ¿Error humano o técnico? ¿Día aciago? Y todo en una milésima de segundo. Ahí estaban sus manos sudorosas para corroborar el devenir de lo inevitable, sus labios resecos, su espalda empapada y un ligero mareo subiéndole al galope por la boca del estómago.
Fue en ese momento de tensión, cuando los fluorescentes parpadearon. Durante un instante todos los pasajeros del vagón exclamaron en su fuero interno: ¡Vamos!, ¡Vamos! Y cuando por fin se restableció la luz y el convoy puso otra vez en marcha sus motores, Carlos suspiró, como también lo hizo la desconocida que justo en ese momento le miraba con sus negros ojos, dejando escapar un ¡Ay! de alivio que cruzó como una flecha la distancia que los separaba, un ay que justo entonces reanudó el delgado lazo de unión de aquellas dos personas que, desde hacía meses, coincidían en el último vagón del convoy de las 7,45. Indudablemente, dos personas rigurosas y ordenadas con su tiempo.
Cuando descendía por las escaleras del metro siempre se dirigía al mismo lugar: el rincón trasero del vagón. Cruzaba elegantemente sus piernas dejando a la vista sus espléndidos muslos, entresacaba el libro del bolso y leía a partir de la señal. Carlos la miraba repetidamente y ella, aunque haciéndose de rogar, finalmente acababa por recogerle la mirada, como aceptándola, acunándola incluso. Bueno, eso al menos pensaba él. Así, tejiendo suposiciones y medias mentiras, pero, sobre todo, superponiendo sus presencias, la abrumadora presencia de sus ojos, aceptando su mirada franca, fue haciéndosele inevitable e imprescindible la presencia de aquella desconocida, aunque – pensaba - ¿no eran en realidad desconocidos sus compañeros del taller, y sus vecinos, y, casi se atrevió a pensar, sus parientes? Y a pesar de que ella se resistiera a tener un nombre, como lo tienen el resto de los mortales, aún así sus ojos brillaban como reflejos de un animal en la noche. Esto último le pensó en un momento de ansiedad y antes de arrepentirse lo garabateó en el ticket del metro.
La siguiente estación era en la que a ella solía bajarse. Esta vez, no obstante, sus miradas no se cruzaron como lo hacían habitualmente. Se abrieron bruscamente las puertas y desapareció más veloz que nunca.
Fue en ese momento de tensión, cuando los fluorescentes parpadearon. Durante un instante todos los pasajeros del vagón exclamaron en su fuero interno: ¡Vamos!, ¡Vamos! Y cuando por fin se restableció la luz y el convoy puso otra vez en marcha sus motores, Carlos suspiró, como también lo hizo la desconocida que justo en ese momento le miraba con sus negros ojos, dejando escapar un ¡Ay! de alivio que cruzó como una flecha la distancia que los separaba, un ay que justo entonces reanudó el delgado lazo de unión de aquellas dos personas que, desde hacía meses, coincidían en el último vagón del convoy de las 7,45. Indudablemente, dos personas rigurosas y ordenadas con su tiempo.
Cuando descendía por las escaleras del metro siempre se dirigía al mismo lugar: el rincón trasero del vagón. Cruzaba elegantemente sus piernas dejando a la vista sus espléndidos muslos, entresacaba el libro del bolso y leía a partir de la señal. Carlos la miraba repetidamente y ella, aunque haciéndose de rogar, finalmente acababa por recogerle la mirada, como aceptándola, acunándola incluso. Bueno, eso al menos pensaba él. Así, tejiendo suposiciones y medias mentiras, pero, sobre todo, superponiendo sus presencias, la abrumadora presencia de sus ojos, aceptando su mirada franca, fue haciéndosele inevitable e imprescindible la presencia de aquella desconocida, aunque – pensaba - ¿no eran en realidad desconocidos sus compañeros del taller, y sus vecinos, y, casi se atrevió a pensar, sus parientes? Y a pesar de que ella se resistiera a tener un nombre, como lo tienen el resto de los mortales, aún así sus ojos brillaban como reflejos de un animal en la noche. Esto último le pensó en un momento de ansiedad y antes de arrepentirse lo garabateó en el ticket del metro.
La siguiente estación era en la que a ella solía bajarse. Esta vez, no obstante, sus miradas no se cruzaron como lo hacían habitualmente. Se abrieron bruscamente las puertas y desapareció más veloz que nunca.
Y él siempre se quedaba paralizado, cómo si hubiera algo más que hacer, aparte de retratarse bobamente en el cristal de la puerta. ¿Cómo renunciar, por otra parte, a esa compañía diaria tan costosamente ganada? ¿A ese entendimiento secreto, quizá inventado y, por eso mismo, irreprochable? ¿Cómo sería la realidad, ahí fuera?
Sin embargo, la puerta del vagón no llegó a cerrarse por completo. La mano de Carlos lo impidió. Consiguió que las puertas se abrieran y echó a correr tras ella, guiado por un impulso irrefrenable y desesperado, como si algo le dijera que aquella era la última oportunidad de no perderla. Pero aún no había salido de su asombro ante su propia reacción cuando la desconocida ya había girado sobre sus pasos y, tanto era su desconcierto, que no atinó a verla hasta que la tuvo frente a sus narices.
- Hola. Me llamo Ana.
Se lo dijo con toda la naturalidad del mundo, mientras le ofrecía una mano que Carlos estrechó, perplejo. Fue el inicio de una conversación tan fácil, tan sin esquinas, como si dos amigos se hubieran citado a esa hora y en ese preciso lugar. La mirada franca y segura de Ana lo envolvió en un aura de serenidad, inmerso como estaba en una neblina que definitivamente anuló su voluntad. De esta forma tan sencilla se dejó llevar dócilmente hasta su apartamento. Ella le dijo, espérame un momento que ahora vuelvo. O, pensándolo mejor, corrigió: nos vemos en el rellano del tercer piso, y, mientras, él entró entonces en la farmacia para comprar preservativos. Subió las escaleras de tres en tres esperando (o temiendo), no sin cierta ansiedad, que Ana hubiera desaparecido como producto todo del mismo sueño y que finalmente despertaría sentado en su asiento de siempre, en el último vagón del metro para poder contemplar a una mujer sin nombre desapareciendo como siempre con sus andares lentos de princesa, o para expresarlo de otra manera, el regreso al terreno seguro de la normalidad, pero no ocurrió así, porque Ana estaba allí, en el rellano, con sus falda corta y su holgado suéter de color rosa y sus ojos...
Tampoco se acababa de explicar donde halló la habilidad para desabrochar los numerosos y difíciles botones de la falda para averiguar que no llevaba nada debajo, y al descubrirlo tuvo casi automáticamente una erección. Ni como su mano, apenas habituada a abrir con presteza y soltura el pestillo de las puertas del ferrocarril suburbano, ahora eran capaces de acariciar sus pezones y arrancar sus suspiros, de surcar sus húmedas oquedades sin otras palabras ni otros amores que sus gemidos, los de ella y los de él, perturbado como estaba ante el hecho de que sus dedos cobraran vida como animalillos salvajes y buscaran la saliva en la boca de Ana, ansiosa pasajera que siempre lo esperaba al final de su propio jadeo, de éste que los estremecía en un círculo cerrado donde sus cuerpos acabaron vertiéndose en un éxtasis inesperado. Claro que más extraño fue todavía cuando, un rato después, la montó por detrás y, súbitamente, se vio atrapado por un ataque de ternura al sentir el fuerte olor de su nuca. En esta postura, dejó escapar un sollozo que ella ni siquiera notó. Tanto tiempo viéndola de espaldas alejándose por el pasillo del trasbordo, pensó Carlos, y ahora estaba allí, atrapado por el olor de su nuca, de su pelo, de su sudor.
Fue entonces cuando Ana se volvió para mirarle nuevamente. El pelo le caía por la cara y sus mejillas estaban encendidas aunque sus ojos se habían ennegrecido todavía más. Lo observó con tristeza y un fondo de melancolía. Carlos, en sus fantasías, le había negado ese atributo que poseen las mujeres cuando quieren convertir en real todo lo que les rodea y fue esa falsa certeza, o peor aún, la sospecha de que aquello que estaba sucediendo no fuera, efectivamente, real, lo que le había hecho perder el control. Y aún así nada pudo evitar que en ese momento, Carlos la encontrara hermosa. Finalmente dijo, “mi nombre es Carlos”, como si al otro lado, donde ya se encontraban, importaran los nombres.
Sí, entonces reconoció a la compañera y cómplice de sus rutinarios trayectos de las mañanas, y sólo entonces descubrió que había estado a punto de perderla para siempre, que aquel imprevisto desenlace enmascarado de erotismo probablemente había sido sólo un pretexto del destino para arrebatarles su pequeño espacio de secretas querencias y complicidades matutinas. Porque, en definitiva, dos personas que no pueden amar lo peor que pueden hacer es seguir obstinándose en alcanzar ese estadio imposible, algo espantoso, una de las cosas más tristes que les puede llegar a suceder. Infinitamente más triste que seguir alimentando ese simulacro de adicción mutua cada mañana.
Y fue entonces cuando aconteció la tragedia y el fija manos del vagón se le empotró en el estómago, reventándole las entrañas. El dolor fue de tal magnitud que parecía haber antecedido al desgarro de su cuerpo y ni siquiera fue consciente de que el vagón había sufrido una devastadora embestida y las luminarias saltaban por los aires hechas pedazos, escupiendo espectaculares deflagraciones y fragmentos de fuego. Los bancos se retorcían, agrietándose como trozos de papel y, mientras la gente no dejaba de gritar, desesperada, perdida en el caos del humo y el estallido de los cristales, llegaba sin remedio al estertor del silencio de su propia agonía. Carlos quiso volver, no obstante, consciente de que había atravesado los límites prohibidos. Quería regresar a ese tiempo anterior donde no permitía que nada ocurriese que no fuera la inmutable normalidad y el sopor apacible del transcurrir de los días con sus noches. ¿Pero cómo hacer para volver? Se preguntó. ¿Adónde ir cuando uno ya ha dejado de ser cómo era? Si ella se había bajado como siempre en la anterior estación, abandonándolo a su suerte, y así desde hacía tanto tiempo. Quizás fue esa ilusión la que le dio fuerzas para pretender mover, para aligerar ese dolor insufrible que le atenazaba, el tubo de aluminio que tenía hundido en el estómago, aunque lo único que consiguió fue vomitar un nuevo chorro de sangre y comprobar al mismo tiempo que las piernas no le respondían, medio separadas del tronco por la cuchilla de una plancha de hierro. Y así, con esa cierta urgencia de las malas noticias, cuando nos atañen tan directamente, su retina se fue cubriendo de rojo, un rojo espeso, constató, un rojo muy triste. Y, claro está, más allá del rojo de su propia sangre entrevió sus ojos negros, los de Ana, alejándose por el andén, como siempre, como un resplandor en la noche. Y, finalmente, comprendió, demasiado tarde, que nunca había sentido nada así por ninguna mujer pero que en ese último instante, justo antes de expirar, sabía que ese sentimiento debía ser amor, y aún tuvo un último aliento para maldecir, y para pensar en todos aquellos que como él habían malgastado una vida, en todos los desafortunados como él que, en el último instante de su vida, había vivido ese instante de éxtasis, alguna vez, desde el principio de los tiempos.
Sin embargo, la puerta del vagón no llegó a cerrarse por completo. La mano de Carlos lo impidió. Consiguió que las puertas se abrieran y echó a correr tras ella, guiado por un impulso irrefrenable y desesperado, como si algo le dijera que aquella era la última oportunidad de no perderla. Pero aún no había salido de su asombro ante su propia reacción cuando la desconocida ya había girado sobre sus pasos y, tanto era su desconcierto, que no atinó a verla hasta que la tuvo frente a sus narices.
- Hola. Me llamo Ana.
Se lo dijo con toda la naturalidad del mundo, mientras le ofrecía una mano que Carlos estrechó, perplejo. Fue el inicio de una conversación tan fácil, tan sin esquinas, como si dos amigos se hubieran citado a esa hora y en ese preciso lugar. La mirada franca y segura de Ana lo envolvió en un aura de serenidad, inmerso como estaba en una neblina que definitivamente anuló su voluntad. De esta forma tan sencilla se dejó llevar dócilmente hasta su apartamento. Ella le dijo, espérame un momento que ahora vuelvo. O, pensándolo mejor, corrigió: nos vemos en el rellano del tercer piso, y, mientras, él entró entonces en la farmacia para comprar preservativos. Subió las escaleras de tres en tres esperando (o temiendo), no sin cierta ansiedad, que Ana hubiera desaparecido como producto todo del mismo sueño y que finalmente despertaría sentado en su asiento de siempre, en el último vagón del metro para poder contemplar a una mujer sin nombre desapareciendo como siempre con sus andares lentos de princesa, o para expresarlo de otra manera, el regreso al terreno seguro de la normalidad, pero no ocurrió así, porque Ana estaba allí, en el rellano, con sus falda corta y su holgado suéter de color rosa y sus ojos...
Tampoco se acababa de explicar donde halló la habilidad para desabrochar los numerosos y difíciles botones de la falda para averiguar que no llevaba nada debajo, y al descubrirlo tuvo casi automáticamente una erección. Ni como su mano, apenas habituada a abrir con presteza y soltura el pestillo de las puertas del ferrocarril suburbano, ahora eran capaces de acariciar sus pezones y arrancar sus suspiros, de surcar sus húmedas oquedades sin otras palabras ni otros amores que sus gemidos, los de ella y los de él, perturbado como estaba ante el hecho de que sus dedos cobraran vida como animalillos salvajes y buscaran la saliva en la boca de Ana, ansiosa pasajera que siempre lo esperaba al final de su propio jadeo, de éste que los estremecía en un círculo cerrado donde sus cuerpos acabaron vertiéndose en un éxtasis inesperado. Claro que más extraño fue todavía cuando, un rato después, la montó por detrás y, súbitamente, se vio atrapado por un ataque de ternura al sentir el fuerte olor de su nuca. En esta postura, dejó escapar un sollozo que ella ni siquiera notó. Tanto tiempo viéndola de espaldas alejándose por el pasillo del trasbordo, pensó Carlos, y ahora estaba allí, atrapado por el olor de su nuca, de su pelo, de su sudor.
Fue entonces cuando Ana se volvió para mirarle nuevamente. El pelo le caía por la cara y sus mejillas estaban encendidas aunque sus ojos se habían ennegrecido todavía más. Lo observó con tristeza y un fondo de melancolía. Carlos, en sus fantasías, le había negado ese atributo que poseen las mujeres cuando quieren convertir en real todo lo que les rodea y fue esa falsa certeza, o peor aún, la sospecha de que aquello que estaba sucediendo no fuera, efectivamente, real, lo que le había hecho perder el control. Y aún así nada pudo evitar que en ese momento, Carlos la encontrara hermosa. Finalmente dijo, “mi nombre es Carlos”, como si al otro lado, donde ya se encontraban, importaran los nombres.
Sí, entonces reconoció a la compañera y cómplice de sus rutinarios trayectos de las mañanas, y sólo entonces descubrió que había estado a punto de perderla para siempre, que aquel imprevisto desenlace enmascarado de erotismo probablemente había sido sólo un pretexto del destino para arrebatarles su pequeño espacio de secretas querencias y complicidades matutinas. Porque, en definitiva, dos personas que no pueden amar lo peor que pueden hacer es seguir obstinándose en alcanzar ese estadio imposible, algo espantoso, una de las cosas más tristes que les puede llegar a suceder. Infinitamente más triste que seguir alimentando ese simulacro de adicción mutua cada mañana.
Y fue entonces cuando aconteció la tragedia y el fija manos del vagón se le empotró en el estómago, reventándole las entrañas. El dolor fue de tal magnitud que parecía haber antecedido al desgarro de su cuerpo y ni siquiera fue consciente de que el vagón había sufrido una devastadora embestida y las luminarias saltaban por los aires hechas pedazos, escupiendo espectaculares deflagraciones y fragmentos de fuego. Los bancos se retorcían, agrietándose como trozos de papel y, mientras la gente no dejaba de gritar, desesperada, perdida en el caos del humo y el estallido de los cristales, llegaba sin remedio al estertor del silencio de su propia agonía. Carlos quiso volver, no obstante, consciente de que había atravesado los límites prohibidos. Quería regresar a ese tiempo anterior donde no permitía que nada ocurriese que no fuera la inmutable normalidad y el sopor apacible del transcurrir de los días con sus noches. ¿Pero cómo hacer para volver? Se preguntó. ¿Adónde ir cuando uno ya ha dejado de ser cómo era? Si ella se había bajado como siempre en la anterior estación, abandonándolo a su suerte, y así desde hacía tanto tiempo. Quizás fue esa ilusión la que le dio fuerzas para pretender mover, para aligerar ese dolor insufrible que le atenazaba, el tubo de aluminio que tenía hundido en el estómago, aunque lo único que consiguió fue vomitar un nuevo chorro de sangre y comprobar al mismo tiempo que las piernas no le respondían, medio separadas del tronco por la cuchilla de una plancha de hierro. Y así, con esa cierta urgencia de las malas noticias, cuando nos atañen tan directamente, su retina se fue cubriendo de rojo, un rojo espeso, constató, un rojo muy triste. Y, claro está, más allá del rojo de su propia sangre entrevió sus ojos negros, los de Ana, alejándose por el andén, como siempre, como un resplandor en la noche. Y, finalmente, comprendió, demasiado tarde, que nunca había sentido nada así por ninguna mujer pero que en ese último instante, justo antes de expirar, sabía que ese sentimiento debía ser amor, y aún tuvo un último aliento para maldecir, y para pensar en todos aquellos que como él habían malgastado una vida, en todos los desafortunados como él que, en el último instante de su vida, había vivido ese instante de éxtasis, alguna vez, desde el principio de los tiempos.
Ilustración:
Edward Hopper: Coche de asientos, 1965
Material: Óleo sobre lienzo.Medidas: 101.6 x 127 cm.
Material: Óleo sobre lienzo.Medidas: 101.6 x 127 cm.
Etiquetas: relatos
4 comentarios:
Se lee, pese a lo largo que es, con gran tensión e interés. Es curioso detectar que guarda la estructura de buena parte de tus relatos.
Una alternativa divertida podría ser, en una ocasión futura, girar el orden de los acontecimientos entre soñado / real fastidiado. Así, qué buen y agradable final si éste fuera la gloria del encuentro en su apartamento, y no la negrura del topetazo y sus consecuencias.
Venga: el siguiente así. Todos buscamos el final feliz, ¿no?
Saludos, Popaul
Acertaste de nuevo, amigo Popaul. Mi primer – y único, todo sea dicho – editor, el milanés, lo primero que me dijo al conocerme fue que en mis relatos (de Casi el olvido)
Todos los protagonistas acababan muertos y enterrados.
Ciertamente, deberían llamarme Mortimer o algo así ya que, ciertamente, tengo una tendencia irresistible (al estilo brothers Coen) de los finales in-felices, como en el chascarrillo aquel que dice que la vida es como una novela en el que el protagonista siempre muere…
Super tus textos, Arturo, como siempre!!
Voy a leérmelos y saborearlos con calma, pues me faltan algunos.
Rosa
Gracias Rosa, no sé que haría sin lectores/as como tú.
Creo que me dedicaría a los debates políticos, una forma de "suicidio" literario como otra cualquiera.
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