El león de la Metro
Todas esas cosas y muchas más amenazaban nuestro hogar, asediados como estábamos por las goteras y los seriales radiofónicos de Sautier Casaseca, con Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa en los papeles principales. Cuando todo eso pasaba, y las noticias del mundo mundial procedían de la bendita radio y poco más, encuadernar los libros con tapa dura otorgaba, como digo, una cierta prestancia, un signo inequívoco de lesa supervivencia. Digo yo que era eso, tanto esfuerzo por mantenerse a flote, primero la moto y luego el seiscientos, y la máquina de coser, y la carn d’olla, y el champán de marca, y el turrón de Jijona en Navidad.
Los libros lucían, de esta forma, cuidadosamente ordenados en la vitrina situada en la parte superior de mi mueble-cama, convertible en mesa de estudio. Una verdadera “maravilla” del diseño de la autarquía, coincidente con los Planes de Desarrollo. Sus ásperas páginas amarilleaban claridades insospechadas y aventuras sin fin. Las extensas mesetas de la Patagonia, por ejemplo, ese territorio con nombre de mamífero placentario, que se fundía imperceptiblemente con la Pampa argentina, y sus ríos de fantasmales nombres que ríete tú de nuestros prosaicos Duero, Tajo, y Guadalquivir. En lugar de eso, denominaciones como Negro, Deseado y Colorado danzaban ante mis ojos como arlequines dándome la bienvenida a un mundo al revés, es decir, a un mundo de verdad, sin goteras y donde las puertas no cerraban ni bien ni mal ya que, sencillamente, no se entraba por ellas sino a través de la imaginación.
Y debo decirlo, porque de no hacerlo faltaría a la verdad: aquellos libros no llevaban tantos años en la vitrina pero en realidad parecían haber estado siempre allí, como las pirámides de Egipto o la Muralla china. Desde siempre. Y no estaba prohibido leerlos como lo estaba, entre otras muchas cosas, mencionar la guerra civil. En mi mundo de raquítica ignorancia los veía como una reliquia del pasado, aunque también como el testimonio vivo de una serie de secretos que me tocaba desentrañar, por mucha pereza que me diera habérmelas con las incógnitas del futuro, tan a gusto como estaba regodeándome en el interior de mi cuarto, oscuro como boca de lobo y oliendo a calzoncillos sucios y sopor de enfermo.Como si la sombra de la humillación que siempre se cernía sobre nosotros, sobre todo de adolescentes, no fuese, en realidad, precisamente lo que nos impelía a vincularnos a los demás, a salir al raso, caiga quien caiga, hasta arrojarnos en el mar.
Etiquetas: crónicas

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