4.1.10

El león de la Metro


La biblioteca de mi padre se reducía a medio centenar de libros, todos ellos encuadernados con tapa dura, generalmente azul o roja y con el título y el nombre del autor impreso en el lomo. Absolutamente todos los libros eran de Ramón Sopena Editor, Biblioteca de Grandes Novelas, con el texto a doble columna, y he de reconocer que, aunque la encuadernación me privara en su momento de poder encandilarme ante esas portadas que ahora nos parecerían kitch, más propias de tebeos, y que entonces lo eran de las novelas por entregas, la verdad es que, en aquellos tiempos de falsa paz, por lo demás exigua y roñosa, y de una realidad en blanco y negro, encuadernar los libros daba un toque de pulcritud, de orden y concierto.
Como la botella de coñac Fundador sobre la mesa o el pote de Leche Condensada La Lechera. Efectivamente, eran tiempos en que lo mejor que podías hacer era encuadernar los libros, tiempos del “Diario Hablado de Radio Nacional de España” y de los malvados sortilegios de Di Stéfano, Puskas y Gento. Tiempos en los que recorría, junto a mi madre, kilómetros para comprar gasolina o carbón ahorrándonos, así, la peseta del tranvía y en los que mi padre trabajaba mañana y tarde, los días laborables pero también los domingos y fiestas de guardar. Para sobrevivir, pero también para burlar a la miseria, aunque fuera por una sola vez y sin que sentara precedente, y poder de esta forma comprarse su ansiada motocicleta Ossa de 125 centímetros cúbicos.

Y por eso mismo, porque el color de la ansiada realidad, la del bienestar y la prosperidad, el de un mundo que no estaba quieto, como aseguraban los portavoces de la España goyesca y sombría, el color de la felicidad sólo se encontraba en las películas de la Metro Goldwyn Mayer (¡AAAUUURRGGG!), mi madre no se cansa de repetir que cuando aparecía en la pantalla el “León de la Metro” eso quería decir que la película era de las buenas. Y será por eso que al volver a casa después de ver una de esas películas no dejábamos de sorprendernos de hallar lo que habíamos dejado: los baldes para las goteras, las paredes manchadas de humedad evocando extraños “desnudos” dibujados con tosquedad, el mobiliario de formica de siempre y, en el techo, esa horrible lámpara de lagrimillas tirando a rococó, tan difícil a la hora de sacar el polvo. Y, en un hueco del comedor, la nevera de hielo que nunca cerraba bien.
Todas esas cosas y muchas más amenazaban nuestro hogar, asediados como estábamos por las goteras y los seriales radiofónicos de Sautier Casaseca, con Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa en los papeles principales. Cuando todo eso pasaba, y las noticias del mundo mundial procedían de la bendita radio y poco más, encuadernar los libros con tapa dura otorgaba, como digo, una cierta prestancia, un signo inequívoco de lesa supervivencia. Digo yo que era eso, tanto esfuerzo por mantenerse a flote, primero la moto y luego el seiscientos, y la máquina de coser, y la carn d’olla, y el champán de marca, y el turrón de Jijona en Navidad.
Los libros lucían, de esta forma, cuidadosamente ordenados en la vitrina situada en la parte superior de mi mueble-cama, convertible en mesa de estudio. Una verdadera “maravilla” del diseño de la autarquía, coincidente con los Planes de Desarrollo. Sus ásperas páginas amarilleaban claridades insospechadas y aventuras sin fin. Las extensas mesetas de la Patagonia, por ejemplo, ese territorio con nombre de mamífero placentario, que se fundía imperceptiblemente con la Pampa argentina, y sus ríos de fantasmales nombres que ríete tú de nuestros prosaicos Duero, Tajo, y Guadalquivir. En lugar de eso, denominaciones como Negro, Deseado y Colorado danzaban ante mis ojos como arlequines dándome la bienvenida a un mundo al revés, es decir, a un mundo de verdad, sin goteras y donde las puertas no cerraban ni bien ni mal ya que, sencillamente, no se entraba por ellas sino a través de la imaginación.
Y debo decirlo, porque de no hacerlo faltaría a la verdad: aquellos libros no llevaban tantos años en la vitrina pero en realidad parecían haber estado siempre allí, como las pirámides de Egipto o la Muralla china. Desde siempre. Y no estaba prohibido leerlos como lo estaba, entre otras muchas cosas, mencionar la guerra civil. En mi mundo de raquítica ignorancia los veía como una reliquia del pasado, aunque también como el testimonio vivo de una serie de secretos que me tocaba desentrañar, por mucha pereza que me diera habérmelas con las incógnitas del futuro, tan a gusto como estaba regodeándome en el interior de mi cuarto, oscuro como boca de lobo y oliendo a calzoncillos sucios y sopor de enfermo.
Como si la sombra de la humillación que siempre se cernía sobre nosotros, sobre todo de adolescentes, no fuese, en realidad, precisamente lo que nos impelía a vincularnos a los demás, a salir al raso, caiga quien caiga, hasta arrojarnos en el mar.

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