Viaje de bodas
Quedaban todavía dos Gauloises largos en el paquete y anochecía en aquel pequeño hotel próximo a París. Una muchacha de modales masculinos y pocas palabras les servía la cena, aunque ellos tampoco hablaron demasiado, quizás por la fatiga del largo viaje en ese Renault al que todos llamaban amistosamente cuatro latas. Habían partido de Barcelona a las seis de la mañana. Esther se tomó un gelocatil, como casi siempre, porque se había levantado "con una espesa nube en la cabeza" y él entonces tuvo la ocurrencia de recordar aquel anuncio de la infancia: "A las siete, la tableta Okal es sin duda el buen remedio que tiene todo mortal." Porque a veces, meditó, el presente produce tanto dolor que uno busca un refugio en la dirección que sea; aunque de eso al olvido ya sea mucho pedir, concluyó, mientras sorbía el plato se sopa todavía caliente.
Sobre la mesa, pegada a la pared de la habitación, un mechero amarillo, las llaves del coche, un tubo de crema para las manos, el paquete de Gauloises, una Guía de París, un trozo de nube, un rayo cruzando la estancia, unos intestinos reventados y un charco de sangre en el pavimento mojado. Y, más allá, Esther mirándole, sus ojos llenos de odio. Pero ella, en realidad, seguía durmiendo plácidamente mientras el desamparo de él encharcaba sus pupilas. Miró las tijeras sobre la mesa, las maletas en el suelo, la lamparita encendida que daba un tono amarillento a la habitación, tan parecido, sino exacto a la que ocuparon en el viaje de bodas, hacía de eso muchos años. El sillón en la esquina, con la americana, la bufanda y el jersey, en orden y bien doblados, y, tras las gruesas cortinas, la ventana, una ventana de quinto piso, no del primero como la anterior ocasión. "Quizás todo haya sido una ilusión", deseó, percibiendo el amargo sabor de saber que en ocasiones, y aquella era una de ellas, el deseo no es principio de un comienzo sino el principio del fin. Y todo eso, mientras permanecía allí de pie, mirando cómo la lluvia empezaba a caer sobre la calle. Una ventana que se abrió fácilmente, la espesa noche agazapada ahí fuera, como esperándole, un sillón muy útil para encaramarse, primero el pie derecho y luego el izquierdo, para alcanzar el dintel de la ventana, en este viaje que siempre se hace solo y sin equipaje, temiendo, no obstante, aunque aterrorizado sería la palabra, que irse tan lejos no fuera suficiente para dejar de ser él mismo y convertirse en otro.
Etiquetas: relatos
2 comentarios:
En el pot petit està la bona confitura.
Felicidades, mestre.
Popaul
Gracias mil, mi querido contertulio y consejero mayor.
Sin ti, este blog parece un páramo...
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