9.3.08

Aeropuerto 98


Ella sonrió. Era evidente que no reconociéndome todavía, aunque acercándose veloz como un cometa, distinguiendo al amigo del enemigo. Una de esas sonrisas que anteceden a unos ojos que piden ayuda.
- Sé que debería reconocerte al instante pero ahora mismo...
Además, en un aeropuerto, parece que los rostros se emborronen y sean más difíciles de identificar que en una estación ferroviaria, por poner un ejemplo similar. Un aeropuerto – pensé – es una estación de tren a la deriva.
Me abrazó efusivamente y exclamamos nuestros nombres, aunque ambos sonaron – de eso me di cuenta bastante después – como si lo pronunciaran personas extrañas. Enseguida, las frases se cruzaron, se sumaron unas a otras como viajeros en un tren, preguntas cada vez más cautelosas a medida en que el puzzle de los recuerdos se recompone y acecha. Su marido estaba canjeando los billetes. Partían enseguida hacia París. Ni tiempo para un café. El déjà vu fue inevitable, así que pensé: como siempre, después de todo. Por eso mismo, y aunque ella ya no fumaba, conseguí que saliéramos un momento para matar un cigarrillo. Lo necesitaba.
- Ahora mismo no sé que decir – fueron sus primeras palabras.
- El clásico desconcierto- repuse yo, quizás para ocultar mi propio nerviosismo. Fue en ese preciso momento cuando descubrí que iba decirle lo que había callado durante años.
- No, no es eso. Es que…
- Que tu marido está al caer. Que nuestra historia no se sostiene ni por la base, ni por la altura partido por dos, y que he necesitado veinte años para decírtelo.
- ¿De qué mes estás hablando? – repuso con firmeza. Me asombró su capacidad para mantenerse del otro lado, del suyo, su mundo-misterio.
- Aunque unos cuantos menos que en darme cuenta de que sido tu refugio predilecto. ¿Cómo podríamos mejorarlo? ¿Existen las musas masculinas? ¿O es peor todavía? ¿Un juguete, quizás? – Y lo dije de corrido, sin pensar, como si repitiera de memoria lo que había pensado hasta la saciedad, sabiendo, sin embargo, que el cuchillo era afilado y, confesémoslo de una vez, esperando que sangrase.
Ni yo mismo podía creerme que en unos segundos hubiera sido capaz de resumir y finiquitar una esperanza. Ella no esperaba esto, era evidente. Una va al aeropuerto y no espera que la acusen de atracar Ford-Nox.
Me miró con esos ojos de hechicera que tanto habían dado que hablar a mis particulares obsesiones y guardó un breve silencio, casi religioso.
- Eres injusto conmigo, ¿lo sabes?
- ¿Por qué no respondiste a ninguna de mis cartas?
- No puedo explicártelo ahora mismo, pero te aseguro que lo comprenderías si tuviera un poco más de tiempo para hacerlo – repuso – aunque no le di tiempo para proseguir con sus misterios.
- De acuerdo. Okey. He sido un gran chico. Me he prestado amablemente a tus fantasías. Y tú me has utilizado, sin mayores escrúpulos. Quizás no desde el principio pero sí desde algún momento- precisé, un tanto cansado de aquella conversación - ¿Podrías decirme, al menos, cuándo fue ese momento? Me ayudaría a soportarlo mejor. Fui cruel a sabiendas.
En mi mente los recuerdos ya apenas contenían secretos de importancia. Pero había uno que predominaba sobre cualquier otro. Recordé su rostro, no el que tenía ante mí, sino el construido con recortes cobardes del pasado. Pero no hubo forma de proseguir. Ella se encontraba incómoda, eso era evidente. Me arrastró hasta el interior del aeropuerto y allí nos encontramos con su marido, que se hallaba deambulando por la amplia sala con los billetes en la mano. Cuando me vio, su mirada se tornó fulminante. Y pensé, no sin cierta satisfacción, “Vaya, vaya... ¿Así pues, todo no es tan bonito como predicamos, después de todo?”
El avión despegó y me quedé en el bar. Un whisky quizás no bastara pero estaba bien para empezar.
Ya en el taxi, de vuelta a casa, empezó a invadirme la desagradable sensación de que había cerrado una puerta y a que a las primeras de cambio, se había abierto otra, donde entraba hasta el sutnami. Y sensación por sensación, de que algunas cosas, aparentemente muy lejanas, se estaban colando otra vez por el agujero de esa puerta.
En realidad, el encuentro había sido todo menos algo real. De eso no tenía duda alguna. ¿Por qué, entonces, esos duendes bailaban en el corazón mismo del sutnami. Y, llegado a este punto, no pude menos que abrigar la desagradable sospecha de que ni la filosofía zen ni mil tardes en el cine podrían evitar esta nueva catástrofe. Pero seguía diciéndome a mí mismo, para distraerme de tanta confusión pero, en realidad, como si todavía necesitara convencerme a mí mismo: nunca ha sido real y, además, esa tarde hace frío y probablemente no lloverá nunca más. Y, mientras dejaba las maletas esparcidas por el suelo, la casa me pareció más silenciosa que nunca. Y cuando me asomé a la terraza para fumar, todavía fue peor. La noche huyó como alma que lleva el diablo, confundiéndose con sus propias sombras, arrojándome a la más espesa incertidumbre. Apenas tuve fuerzas para desempacar. Las maletas se quedaron abiertas, como un horroroso bodegón pintado con el trazo grueso y la fatiga del artista más torpe que jamás haya existido.
- ¿No irás a olvidarme? – me había dicho, a modo de despedida - ¿o sería mejor decir, estocada? - asegurándose de que su marido no la oyese.
Dormí mal, por supuesto, y al día siguiente, me levanté y fue directo al espejo. Así pues, era cierta la sensación de la víspera. ¡Allí estaba! Un hombre desconcertado, Y, justo entonces, escuché un ruido que muy bien podría ser un disparo y se armó un lío de mil demonios. Otras voces que no eran la mía hablan de muertos. Y las escuchaba, las voces, como si verdaderamente se hallara al otro extremo de la ciudad, en una habitación vacía.
Al fin y al cabo, su mejilla nunca había sido mi almohada, mi lluvia nunca sus cabellos, la tierra que pisaba jamás su piel.
Y mientras me tomaba mi tiempo para despertar, y para preguntarme por qué un burdo azar, una casualidad entre tantas, me obligaban una vez más, tras la caída, a volver a levantarme, eso mismo que ya había repetido otras veces anteriormente. Y no era justo – me decía- que algo que no es tuyo, que nunca lo ha sido en realidad, apenas una ilusión, o peor que eso, la ilusión de otras ilusiones, te persiga como el perro al gato. ¿Por qué oscura razón un sueño tarda más en morir que una generación entera? Porque, en definitiva, hacía mucho tiempo, si es que siempre es mucho tiempo, de todo eso. Porque en realidad nunca existió el hueco de su cuerpo en mi cama, y sería por eso - ¿qué otra explicación podría hallar? - que siempre se levantaba, sigilosa y furtiva como una pluma en el viento. Y a todo eso, silencio en el frente. No más muertes. Ningún muerto hasta que enchufé la radio.
Y todo eso, aceptar la verdad pura y simple, reconocer que desde que inventé su nombre, su rostro, sus designios, porque cualquier cosa servía para sobrevivir, cuando amor y deseo eran tan jóvenes como necesarios, desde ese preciso momento desistí de tomar el camino más recto y de ahí las fatales consecuencias. Y ahora que, después de todo, la huella del paso del tiempo apenas me permiten mayores ilusiones que las justas y necesarias, ahora que ya tengo agallas (pero, de qué me sirven las agallas y el valor, si el combate terminó), para ordenar a la tristeza que espere turno, para decirle que estoy demasiado cansado para sentirme triste y melancólico porque, además, ahora mismo estoy ocupado en escuchar a Dizzy Gillespie y su Umbrella Man, con otro whisky en la mano. Ahora, cuando ya hace mucho tiempo, si es que siempre es mucho tiempo, que sólo busco algo que hacer cada día, cada minuto, cada segundo, cualquier cosa menos convertirme en un colaboracionista más del pasado...
Ella sonrió desde el territorio vacío de mis falsos recuerdos. Y entonces llegué a la conclusión de que se puede luchar contra los fantasmas del pasado, pero difícilmente con las heridas que fui dejando en la torpe peregrinación de mis propios deseos e ilusiones. Que, al fin y al cabo, lo de menos era que dos seres extraños, impelidos por un deseo absurdo e irrefrenable, se obstinaran en añadir una mayor confusión a la ya existente, arrasando sin compasión el uno al otro y, sin embargo, y a pesar de la evidencia, a pesar de que el mundo penetrara dulcemente, casi pidiendo permiso, en mi dormitorio y alcanzara el lavabo, donde yo trataba de afeitarme, no es extraño que la cuchilla..., que me fallara el pulso, y ese hilo de sangre supiera a tan poco, y aún así ni yo mismo podía creerme que llevara tan pegada a la piel esta adicción que nunca acababa, que ya ni sabía si deseaba que acabase algún día.
¿Tan mal van las cosas – pensé, mirándome al espejo - que ni siquiera ahora tienes la posibilidad de elegir?
Edward Hopper: Habitación de hotel, 1931
Material: Óleo sobre lienzo. 152,4 x 165,7 cm. Museo: Museo Thyssen-Bornemisza

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