1.1.08

Leonardo y un tal Kant

Una vez cumplida la milicia obligatoria del Bachillerato nocturno y, según sus particulares cálculos, una vez liberado de la obligación de dar cuentas a sus progenitores desde el momento en el que se incorporó a la afortunada (?) tropa de asalariados gracias a aquel maravilloso trabajo en la fábrica de componentes electrónicos, Leonardo se las prometía muy felices.
Durante un tiempo acarició, sin saberlo, la posibilidad de mantenerse al margen. Es decir, hay gente que nace, crece, se reproduce y muere sin haber pensado el mundo. Ni falta que le hace, por otra parte, claro que ésta es otra cuestión que… pero mejor lo dejamos así. Es, pues, muy probable que el destino de Leonardo fuera éste y no otro. Incluso puede que, de poder elegir, él lo hubiera querido así, claro que eso nunca lo sabremos...
¡Pobre ignorancia la suya! Para elegir hay que saber. Para el Logos hace falta el Verbo. Y no era éste, todavía, el caso de Leonardo. Un, dos, tres, responda otra vez: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?, le espetó, para empezar el mandala dichoso, el profesor de Historia de la Filosofía, el más joven - con mucho - del plantel de fracasados que ejercían su pringoso pluriempleo en aquella academia de mala muerte y que según comprobaría a lo largo del curso, tenía la costumbre de mirar fijamente a los ojos cuando hacía una pregunta.
Las preguntas de un tal Kant pillaron a Leonardo por sorpresa.
Él apenas estaba preparado para un prototipo de preguntas muy concreto. Lo suyo eran proposiciones más bien elementales, del estilo ¿Qué quieres ser el día de mañana? Descartados las ingenuas proposiciones y supuestos infantiles, ¿guerrero del antifaz? ¿maquinista de trenes?, ¿bombero?, ¿aviador?, ¿astronauta? Leonardo se hallaba todavía en el estadio fluctuante de no saber si acabaría de meritorio administrativo en una agencia bancaria o de pizzero con su desquiciada scooter y, claro, llegó un tal Emmanuel Kant y ¡ZAS!, responda otra vez.
A todo eso, en el mundo exterior, los que permanecían conectados al ombligo de la realidad decían, primero acabemos con el franquismo y ya veremos más tarde lo que hacemos. Los más fogosos imprecaban sin cesar, primero hagamos el amor y ya veremos luego, todo ello bajo el lema, lingüísticamente normalizado, eso sí, de follem, folleu, que el món s'acava. Los más avanzados, finalmente, reivindicaban a Nietzsche y a Foucault y se requemaban irremisiblemente en las cenizas de la incomprensión general.
Ni que decir tiene que Leonardo no entendía nada de nada. Ni lo que decían unos, ni lo que clamaban los otros. Por eso mismo, desde que el joven profesor Oliveras, mirándole fijamente a los ojos, le contaba historias como las de la cueva de Platón, el bueno de Rousseau o las peripecias del renacimiento del estilo de Nueva Orleáns, con los All Stars de Louis Armstrong a la cabeza, las puertas que conducían al mundo dejaron de permanecer cerradas del todo y empezaron a dejar entrar un poco de luz.
Ahora, hasta su propio nombre le perseguía allí adónde iba su pensamiento. Pensar el mundo, eso no se aprende en dos días, pero el camino empezó a tentarle como el vuelo del ciervo a las garras del leopardo. ¿O era Leonardo?

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