Una cuestión personal. I. La inocencia
Los polos de fresa costaban una peseta, esa es una de las cinco certidumbres de mi infancia –de las otras cuatro, mejor no hablamos-, aunque he de confesar que sentía verdadera debilidad por los helados de vainilla y no digamos por los de chocolate, aunque estos últimos costaran el doble. Así pues, la cosa tampoco era tan fácil. ¿Fresa? ¿Vainilla? ¿Chocolate?
Podía permitirme tales divagaciones, seamos sinceros, y, además, se lo contaba a mis amigos porque, a tan tierna edad, todavía no sabía que el planeta Tierra era un mundo de sordos. A falta de otra cosa mejor que hacer, cuando me cansaba de pegar los cromos con las estampas de los jugadores de fútbol, o de construir artefactos convencionales con mi Meccano Número 3, lo cierto es no me quedaba otra opción que aburrirme como una ostra. Mucho más tarde, descubrí –pasmado- que una lista interminable de intelectuales de renombre, se explayaban acerca de las maravillas de la infancia. Por ejemplo, estaba el lingüista Roland Barthes que, sin despeinarse, escribió que "en el fondo, no hay más país que el de la infancia." Y el surrealista André Bretón, en un momento de delirio in tremens, o simplemente para reafirmar alguna de sus originales teorías, afirmaba sin pestañear que: "si le queda un poco de lucidez al hombre, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia, que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado."
Podía permitirme tales divagaciones, seamos sinceros, y, además, se lo contaba a mis amigos porque, a tan tierna edad, todavía no sabía que el planeta Tierra era un mundo de sordos. A falta de otra cosa mejor que hacer, cuando me cansaba de pegar los cromos con las estampas de los jugadores de fútbol, o de construir artefactos convencionales con mi Meccano Número 3, lo cierto es no me quedaba otra opción que aburrirme como una ostra. Mucho más tarde, descubrí –pasmado- que una lista interminable de intelectuales de renombre, se explayaban acerca de las maravillas de la infancia. Por ejemplo, estaba el lingüista Roland Barthes que, sin despeinarse, escribió que "en el fondo, no hay más país que el de la infancia." Y el surrealista André Bretón, en un momento de delirio in tremens, o simplemente para reafirmar alguna de sus originales teorías, afirmaba sin pestañear que: "si le queda un poco de lucidez al hombre, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia, que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado."


Y quizás por todo eso, por esa melancolía manchada de lamparones y chorretes que ya entonces embargaba mis rodillas y las tardes en la academia, por todo eso, cuando llegó la nueva maestra, tan joven y guapa, - y tan diferente a la vieja momia de antes -, tan exuberante con esos vestidos de radiantes estampados, con esos lunares de colores, cuyos dobladillos volaban al andar y que yo no me cansaba de espiar… Por eso y por todo lo demás (el miedo al futuro cruzándose con la carcoma del fin de semana sin saludarse siquiera), no pude menos que enamorarme de ella. ¿O qué otro sentimiento podía responder a ese sufrir indecible cuando el fru fru de su vestido me rozaba al pasar justo a mi lado? ¿Cuando con esa mirada y no con otra me perdonaba la vida? Me perdonaba yo no sabía qué, aunque siempre había algo por lo que hacerme perdonar: no saberme la tabla del nueve, por ejemplo, eso tan fácil para mi aguerrido adversario de pupitre, porque nueve por siete era como un adulto mirándome por encima de sus gafas, porque no sólo era la tabla del nueve, peor todavía era mirarla a los ojos y no sentir una llama viva abrasándome el corazón.
Etiquetas: crónicas