Represión, Formentera, flipada. 1972...
Pau Malvido
sobre el Rollo underground dels 70 i la cultura alternativa a BCN
“A l’article ‘Represión, Formentera, flipada. 1972’, Pau Maragall exposava dos temes centrals. En primer lloc la diferencia entre les dues generacions d’enrotllats durant els darrers anys del franquisme. Els integrants de la primera generació havien nascuts a l’entorn de 1950 i van començar el viatge entre el 67-68. Van passar més desapercebuts entre el desconeixement general. La segona generació es va donar a conèixer entre el 71-73, corrien per bars com el Zurich i el London i el seu lloc de trobada més emblemàtic va ser la Plaça de Rei. Eren més pobres, més polititzats i van ser més castigats per la Guardia Civil.
En segon lloc. el Pau parlava de Formentera i explicava abastament les condicions de vida a la illa. Em pregunto si encara avui “el capellà” i “el Dinamita” es dediquen a donar pallisses al personal perquè caldrà fer alguna cosa.
Canti
“La primera generación de freaks barceloneses, los que empezaron a enrollarse por la vía rara hacia 1967-68, llegaron al máximo de su clímax psicodélico hacia 1971-72. Un ciclo de cuatro a cinco años durante el cual habían pasado del ‘Preu’ recatado a la parida cósmica, pasando por la política, la grifa, la tribu y el LSD. De los dieciocho a los veintitrés. A partir de entonces la cosa cambió. Ya no estaban solos, salía gente nueva por todos lados, más jóvenes y también más viejos. Viejos de treinta años que miraban hacia atrás e intentaban recuperar su primera juventud perdida en la oficina, la universidad o el partido. Al llegar al clímax llegaron también al inicio de la bajada. El descenso fue duro para algunos y positivo para otros.
En el 71 se organizó el Festival de Granollers, salió él Tercer Frente de Liberación Universal, los catalanes formaron un núcleo consistente en Formentera, el LSD estaba a la orden del día, Pau Riba había dado el golpe el año anterior en el Price, los festivales del Iris no habían tenido consecuencias posteriores. Los trips y sus temas empezaban a repetirse y parecía que toda aquella energía no encontraba salida al exterior. Casi todo quedaba dentro. En el 72 Sisa organizó el último coletazo público, el «Darling Sisa», en el Iris. Pero ya la cosa iba por otros caminos. La familia Manson fue tomada como pretexto para desencadenar una campaña antihippie en todo el mundo. En el diario ABC de Madrid se denunciaba la presencia de indeseables drogadictos, violadores de menores nudistas en las playas baleáricas. Las nuevas generaciones hippies nacían en un ambiente aparentemente más abonado, más amplio, pero realmente más represivo. Se radicalizaron rápidamente. En el Bar London de la calle Conde del Asalto se reunían los hippies frustrados y perseguidos. Sus intentonas poéticas, mágicas, libres, se veían cortadas por todos los lados y se formaron grupos libertarios, anarquistas, radicales. (estudiantes-libertarios, marginados radicales, etc.).
Si la primera promoción había pasado de la política radical al hippismo, las siguientes hicieron el camino inverso: del hippismo más entregado a la política radical, al freakpolítico, al anarquista inquietante. Recibieron muchos palos. La primera promoción había heredado los usos y costumbres de la clandestinidad y la prudencia de su anterior militancia política y los había conservado al observar su aislamiento. La segunda promoción se lanzó de buenas a primeras al hippismo: el típico hippie descarado de la Plaza del Rey, sentado fumándose porros, pasándolos a desconocidos compañeros, las concetra-traciones de «tripantes» en masa de las Ramblas en medio de la mayor confusión propia y extraña coincidieron con un ambiente antihippie y con una represión más eficaz. La Guardia Civil organizó la famosa “Brigadilla” compuesta de agentes y colaboradores peludos, pseudohippies, que compraban o vendían “mierda” por todas partes, fichando al personal en cantidad.
Y cayeron los palos. La redada de Cadaqués, masiva, los registros de pisos de forma simultánea, la persecución de menores de edad, los encierros sorpresa en las Ramblas, la actividad de la Interpol en Ibiza. La primera promoción aguantó bastante bien porque ya estaban de baja. Muchos de viaje por el extranjero, otros en Formentera, unos cuantos buscándose la vida de formas más legales, y bastantes más flipadillos tras su vertiginosa ascensión lisérgica. Los intentos de instalarse a un nivel de trip alto y a la vez manejable y cómodo, conocido y manipulable, fracasaron. Había que bajar para después volver a subir, a subir de otra manera que ya explicaré más adelante. Desde luego no soy de los que piensan que el rollo empezó, se acabó y no ha pasado nada. Ha pasado mucho y la cosa continúa hoy en día como ustedes pueden ver y verán. Solamente hablo de un ciclo determinado e histórico de la vida de una gente que hoy continúa viviendo y haciendo. Son minoría escasísima los que acabaron renunciando a todo e intentando emprender una “vida normal”. En todo caso solamente aquellos que en su momento más flipado (es decir, perdido, desorientado, caído en el vacío o en un lleno de confusión) se dejaron atrapar por los gurús de diversa índole que acechaban por doquier en busca del “pobre perdido” para enseñarle la “verdad” y la forma de trabajar y ser serio de una forma alegre y entregada a la organización (que sacaba sus buenos beneficios de tales operaciones, como lo demuestran los pleitos fiscales y financieros habidos entre varios de esos gurús).
En varias ocasiones ha salido Formentera por estas
páginas vagando como un fantasma absorbedor. Voy a entrar en Formentera ahora más de verdad y así quedará mejor explicado además el ciclo 68-72 del que hablo. Formentera tiene 17 kilómetros de largo. El kilómetro cero es el puerto, al que se llega desde Ibiza en la Joven Dolores, antes, o en la Tanit y sus hermanas ahora. Cerca del puerto hay zonas turísticas, más adentro la capital, San Francisco, con un gran saliente desértico a su derecha, el cabo de Barbería. Siguiendo la carretera principal se forma un istmo, un paso estrecho, con playas y calas a lado y lado. Luego la carretera sube y sube hasta llegar a la gran meseta final, La Mola, tierra de promisión y de reclusión de hippies y freaks. El único núcleo importante de población de La Mola es El Pilar, unas cuantas casas al lado de la carretera: tres bares que a la vez son colmado y correos, la iglesia y se acabó. Al final de la carretera, los acantilados y el faro. Los americanos y nórdicos llegaron en plan hippie hacia el 65-66. Gente limpia, sonriente, con teorías y prácticas de una nueva salud física y mental. Tenían casas alquiladas por cuatrocientas al mes como máximo. Iban y venían de Marruecos o Afganistán. Se hacían visitas entre sí y acogían con esmerada simpatía al forastero. Los nuevos que iban llegando se instalaban primero en la playa, vivían y dormían allí hasta que por cansancio o por expulsión de la Guardia Civil se agrupaban para alquilar casas en La Mola, el terreno más alejado, más incontrolable y disperso. Para suministrar a los de la playa lo mínimo indispensable para comer y beber se montó el Blue Bar, punto de reunión de los hippies-sin-casa. Algunos catalanes llegaron por allí hacia 1968, en pleno apogeo yanqui-nórdico-sonriente. Se acoplaron más o menos a los rituales, pero no por mucho tiempo. Eran diferentes. Además la Guardia Civil y los propios campesinos mostraron hacia los catalanes una hostilidad que nunca habían utilizado con los extranjeros. Se empezó a formar una extraña red de relaciones. Los payeses alquilaban casas, la Guardia Civil exigía la inscripción en un registro especial de los habitantes de cada casa alquilada y presionaba a los payeses a no admitir más de un número determinado de hippies en cada una. Los payeses no podían evitar que las casas se llenasen más de lo permitido y entonces dudaban entre denunciarlo a la Guardia Civil o intentar cobrar más para compensarse del riesgo que corrían si la Guardia Civil registraba una casa y hallaba más elementos de los inscritos. La Guardia Civil de vez en cuando clausuraba alguna casa, sellándola y prohibiendo su habitabilidad durante uno o dos años.
Los payeses no sabían si enfadarse con la Benemérita o con los hippies. Los catalanes eran más perseguidos, se pedían fichas a Barcelona, eran más hábiles a la hora de discutir los precios, alquileres y leyes. En fin, eran más incómodos. Todo el asunto se basaba en teoría en una Ley de Salubridad e Higiene Pública que prohibía el amontonamiento de gente en las casas. Nosotros pensábamos con cierta amarga ironía en las masas de realquilados apretujados en el barrio viejo de Barcelona, en los bloques de tres familias por piso de los barrios obreros. A los extranjeros como máximo se les expulsaba, a los ibéricos se les hacía pasar por cuartelillos y juzgados. Al principio de la llegada de catalanes e ibéricos diversos a la isla, los americanos dominaban el asunto, sobre todo en cuanto al tráfico de “mierda”. Se lo tenían muy montado, los tíos. Y había excedentes a repartir gratis entre todos. En el 71 muchos de los elementos representativos de aquella primera promoción de freaks barceloneses estaban en Formentera. Ya habían estado antes esporádicamente, perdidos entre la mayoría yanqui. Ahora formaban ya un núcleo más numeroso, más fijo, con sus propios ritos. Pau Riba y Mercè Pastor, tras la obligada estancia en la playa, ascendieron a La Mola y se instalaron, como muchos otros para los que la playa resultaba una sucesión de persecuciones y huidas. Xavier, el eterno granjero, vivía a su lado. Parieron allí a sus primeros hijos sin médicos ni comadronas, a la luz de las velas y con el agua de la cisterna, lo que les valió cierta reputación de brujos entre los payeses que ya se habían acostumbrado a parir en las clínicas de Ibiza. El profeta ampurdanés, Damià, rondaba por allí tramando maniobras político-cósmicas. Un servidor se fue para allá con Ana y se flipó tremendamente a los cuatro meses, en pleno eclipse de luna. Las cosas se ponían algo durillas. Nada más llegar a la isla en aquel mi tercer y más decidido viaje me fui a una barraca en el kilómetro 9, abajo. Un amigo catalán y un escocés enloquecido se liaron. Brian, el escocés, quería matar a Quique con un hacha. Cuestión de mujer. Quique esquivó el golpe y el hacha le rozó la muñeca, en la que todavía le queda la señal. Yo venía del Festival de Granollers, de la culminación del hippismo barcelonés. Aquello ya era un síntoma. Llegaron más catalanes. Unos se trajeron a su madre, cansada de un marido opusdeísta. La agradable señora hacía chocolatadas para todos y se montaba sus historias. Un viejo francés buscador de agua y vibraciones a base de péndulo le iba detrás. Los viejos hippies se cerraron sobre sí mismos ante la oleada de ibéricos. Los franceses se instalaban en las pocas pensiones que habían (la Fonda Pepe) y daban toda la bronca que podían como es usual, sin mezclarse demasiado con los fijos. Los catalanes intentaron montarse su propio aprovisionamiento de chocolate con suerte diversa. Cogieron a tres y los mandaron al juez de Ibiza, que como de costumbre y para mayor desesperación de la Guardia Civil, pasaba bastante de todo. Estaba harto de expedientes y casos y se los sacaba de encima como podía. Lo fastidiante era la Peligrosidad Social que caía a posteriori sobre todo ibérico absuelto en Ibiza. Como saben ustedes (y si no deberían saberlo) la Ley de la Peligrosidad Social no se basa en delitos probados sino en conductas. Por conducta extraña, vagancia, inmoralidad, “cinismo público (?)”, homosexualidad, presencia en ambientes delictivos, actitud delictiva “en potencia”, etc., podían caerte y pueden caerte todavía diversas penas de cárcel, destierro, confinamiento, presentación regular en comisaría, demostración de un año seguido de trabajo fijo y si no destierro, etc. Todo ello independientemente de las sentencias de contrabando (multa) y atentado a la salud pública que corresponden propiamente al tráfico de drogas. Así, si uno salía librado de estas dos últimas cosas o si cumplía con lo sentenciado, encima le caía el juicio de Peligrosidad Social. En fin, una ley que es una joya.
El ambiente, pues, se ponía duro y los antiguos americanos empezaron a desaparecer o en todo caso a cerrarse en banda y desconfiar de todo bicho con pinta de latino. Aunque no todos. Todavía está en Formentera el eterno Toni, americano bajito y moreno (¿será por eso?) que se relaciona con todo el mundo, seguido de su escuadra de perros bastardos. En teoría se está haciendo una casa y trabaja de paleta para ganar el dinero, la práctica y el material para hacerse la casa esa. Pero lleva más de ocho años en Formentera y me parece que todavía no se ha hecho con la casa. Hacia el 72- 73 llegaron ya ibéricos de toda clase y condición, a ratos. El alcohol empezó acorrer como pasó también en Barcelona y en Nueva York y en donde quieras. El puritanismo inicial de los hippies respecto al alcohol se acabó. Los trips interiores en bajada, la represión aumentó, el dinero en descenso (hasta los nórdicos empezaron a tener menos dinero), la vida dura. Todo ello favoreció la salida del trip exterior, desmadrado vinícola. Moscatel y hierbas se empezaron a consumir en el bar de la Catalina y el Miquel a litros. Los payeses aquello lo entendían mejor y al mismo tiempo les daba motivo para modificar la visión que de los trips tenían. Antes eran unos personajes misteriosos y un tanto distantes (aunque los payeses todavía eran más desconfiados y distantes). Ahora con el vino y el desmadre los freaks aparecían como juerguistas, y por tanto más entendibles y más despreciables quizás. Cuando algo no se entiende se puede desconfiar, admirar o temer. Cuando se entiende por fin se puede decir: al fin y al cabo esta gente son como los borrachos y juerguistas que cada pueblo del mundo tiene. Tanto rollo y mira lo que son. Y al mismo tiempo eso llevó a una mayor confraternización entre freaks e indígenas. Porque indígenas que beben vino, naturalmente, hay muchos. Hoy en día el desconfiado Miquel del bar de la Catalina, en La Mola, se tira la juerga con los freaks. Y el cura y el «dinamita», que en su tiempo habían montado una banda de apalizadores de hippies, hoy pasan de todo. Al cura lo intentó destituir el obispo de Ibiza, por razones que no quiero mencionar para no insistir en la miseria de aquel hombre. El cura (que no es el de La Mola, es de abajo) se negó a irse. Le quitaron el sueldo y trabaja de camarero y continúa diciendo misa los domingos si no me equivoco. El “dinamita”, de la gasolinera, también pasa de apalear y se apunta a alguna juerga. Varios paletas ibéricos llegados para trabajos temporales a la isla se han quedado allí más hippies que cualquiera. Y, en fin, quedan por mencionar tres personas singulares: el Gabrielet, hijo de buena familia de Ibiza, que se pasó a escultor y padrino de hippies. Vive como un payés, invita a grandes comidas y se conserva fuerte a sus cincuenta años (más o menos). Hace comentarios en voz muy alta en el bar, replicando a la tele. Después, el abogado barcelonés maduro, de melena gris, gran vitalidad, anfitrión de enormes fiestas hippies a la luz de la luna. Y el jesuita que enloqueció. Llegó a la isla y se fue a vivir al campo con las tribus-de-los-sin-casa, predicando amor fraternal. Fue bien acogido y ahora está al frente de una organización legal en Barcelona para acoger y defender a marginados y homosexuales.
Mientras las primeras promociones de hippies catalanes bajaban de sus grandes trips mentales a base de flipadas, desmadres, viajes al exterior en busca de nuevo aire, palos o marcha alcohólica, las nuevas promociones lo vivían todo a la vez: el gran trip, la flipada, la represión. Su ciclo fue mucho más corto. No tuvieron ni el tiempo ni la tolerancia ni la conducta clandestina que habrían necesitado para ser hippies. Y entonces lo fueron todo a la vez: hippies, perseguidos, ratas de ciudad, activistas, triposos descarados. No pudieron montarse un rollito propio a no ser que fuese en la calle. Los festivales «nuestros», como el de Granollers o los del Iris ya no eran posibles. Solamente algunos festivales póstumos de la primera generación. Como el Festival de Sants, de memorable significación. En medio del polvo del campo de fútbol desvencijado de un club de barrio Pau Riba y Toti Soler, electrificados en cantidad, se enrollaron muy bien y la gente bailaba enloquecida. Allí estaban los supervivientes de los antiguos y muchas caras nuevas que no tomaban aquello como cosa suya, pero que vacilaban lo que podían. Toda esa nueva gente quedó de hecho a merced de los grandes tinglados que pronto aparecerían. Los festivales con ídolo extranjero traídos por Oriol Regás y su mafia divina. En el 72 se acaba el rollo inicial de la primera generación, mientras nuevas masas de freaks se lanzan a las calles pululando en busca de algún rincón seguro. Salen poetas y músicos, revistas (La Muerte de Narciso), embriones de grupos como lo que más tarde sería el Rrollo Enmascarado, todo al mismo tiempo muy descarado y reprimido. Los lugares de concentración, los cantantes representativos, todo eso brilla por su ausencia. En 1973 se abre el Zeleste que parecía iba a ser el centro freak número uno, aunque lo fue poquísimo tiempo. De eso hablaré más adelante.
Es necesario señalar un cambio significativo. Porque mientras los antiguos iniciaban todo un camino de bajada, desmadre y subida que duró al menos dos o tres años (72- 75) y los jóvenes iban en banda, perdidos por las calles, salieron otros hippies. Sí, sí, hippies de ropas amplias, limpias, cuidadosas, semicampestres. La figura de Maria del Mar Bonet puede resumir un poco la imagen de esta gente. Gente contemporánea a la primera promoción, pero que se incorporaron más tarde tras esperar unos años a ver qué pasaba. Gente ya de veinticinco años o más que recuperaba su tiempo perdido (perdido en cuanto a rollo pero ganado en cuanto a plata). Habían acabado sus carreras, se habían casado, emparejado o lo que fuese, trabajaban, ganaban buenos o malos sueldos. Probaron el LSD manteniendo su posición pero modernizándose en plan hippie. Profesionales, arquitectos, médicos. Se compraron casas en el campo. Menorca era su lugar: una isla mucho más rica, civilizada, liberal, armónica, estética. Y así, mientras antiguos y jóvenes se fundían en una masa de freaks anónimos dispuestos a mucho pero con pocas posibilidades por el momento, unos nuevos hippies, mayores, más ricos, cuidadosos de su salud y de su estética, salían a flote. Algunos de ellos animaron y protegieron a los freaks-ratas-de-la-ciudad en sus intentos de expresión sobre todo a nivel artístico. El Zeleste viene a ser el resultado de ese apadrinamiento, el símbolo del contacto entre esos nuevos hippies mayores y los viejos y jóvenes freaks zarandeados por la vida y por la marcha que llevaban acuestas. Un contacto no siempre fácil, que ha tenido muchos problemas, pero mucho más positivo sin lugar a dudas que el mercaderío mafioso de los grandes festivales importados, las grandes modas importadas, los productos vendibles a costa de la imagen freak y todos los intentos que vemos por comerciar en beneficio propio especulando con las ansias de libertad de la juventud.
Los freaks, pasando de todo para poder vivir su vida, se presentan a veces como víctimas fáciles de los que desde el tinglado comercian y especulan. Pero la cosa no es tan sencilla como parece porque los freaks también aprenden, como todos, a devolver las pelotas si hace falta. Si no les dejan vivir su vida, si comercian con ellos, si les meten a saco en festivales carcelarios, si les estafan hasta la música que les gusta, si les apadrinan para sacarlos a flote en plan seriecito, también es cierto que se cuelan gratis siempre que pueden, que forman en primera fila cuando estallan conflictos sociales fuertes (y eso quedó bien claro en las manifestaciones de febrero de 1976 como lo había quedado cuando lo de Burgos) y que mantiene, contra viento y marea, una forma de vida que si la queréis llamar libertaria pues vale. En todo caso son gente que nada tiene que perder con un cambio social radical. Hoy en día centenares de comunidades orgánicas o descontroladas están funcionando. Ya se verá qué pasa con ellos. En el próximo capítulo del serial este intentaremos dar a conocer algunos de los grupos actuales aunque sea solamente para incitar a los demás a manifestarse de algún modo si lo consideran necesario. La península es muy grande y hay muchos caminos de encuentro y de perdición. Cada grupo hará evidentemente lo que quiera y pueda para relacionarse o no con otros. Y de eso se trata, de que cada uno haga lo que quiera y no se deje timar por nada, ni siquiera por 'el Star’.
Pau Malvido
Nota de lwsn:
La Ley de la Peligrosidad Social llamada también la Peligrosa sucedió a la antigua Ley de Vagos y Maleantes, llamada la Gandula
La Web sense nom
Publicat dins: Articles - 05/10/2008
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