21.12.09

Enrique Vila-Matas: Cuando Johnny Guitar guardaba su casa





Enrique Vila-Matas: El viajero más lento

Después de leer “París no se acaba nunca” y, en general, cada vez que le veo sacar del baúl su traje de explorador -que no de novelista-, Enrique Vila-Matas siempre me conduce irremisiblemente a la misma conclusión: la de que el hombre se lo pasa de muerte con su famosa literatura portátil.

Además, yo diría que le encanta esa actividad de detective que le permite “encontrar al asesino” en los barrios bajos de las otras literaturas. También, y ya puestos, decido por mí mismo que el mejor Vila-Matas no es el novelista, sino el fisgón. Un fisgón con rango de deshollinador compulsivo que se ve impelido, por sus propias tendencias, a moverse en las orillas de esos ríos que al gremio de etiquetadotes gusta de denominar “literatura” pero que, sin dejar de serlo, siempre son otra cosa.

No hace tanto que me crucé con él en el tanatorio de Les Corts. Sostenía sobre sus manos un ramo de flores, hecho insólito en un ritual protocolizado hasta el mínimo detalle y que –no seamos hipócritas- tan beneficioso resulta a familiares y deudos en general-, aunque siempre haya una cuñada que realice la oportuna observación del lo sustancioso que resulta poseer el monopolio de un gran negocio como el de la funeraria. Lo cierto es que me extrañó encontrarme con la “viva” estampa de Vila-Matas en un lugar como aquél y mentiría como un bellaco si no confesara que por un instante pensé en que acudía al velatorio de la literatura escrita y, simultáneamente me recordó una de esas fotografías insólitas a las que tan bien acostumbrados nos tenía Julio Cortazar. Lo cierto es que me sorprendió porque siempre me he imaginado a Vila-Matas sentado en la gran mesa redonda del Salambó, o bien sentado ante su portátil jugueteando con las teclas mientras se le escapa una risa floja. O en cualquiera de las habitaciones de hotel, en alguno de sus numerosos viajes, ahora que ya es un novelista famoso y premiado. Entrando en la habitación y encontrándose con el agua del florero que la flor oxida, una maleta olvidada junto a la cama: etiquetas de hoteles franceses, un juego de cepillos sujetos con elásticos. Crucigramas resueltos a lápiz, el siete horizontal.
Dadas las circunstancias, ni siquiera me extrañó que se acercara a mí y me susurrara al oído: “Hemos pasado del duelo a la nada absoluta. Ahora se te muere alguien y en el tanatorio te dicen: Lo has de superar. Rompes con la pareja y la gente pretende que al cabo de dos semanas ya tengas otra. Pero, ¿y el duelo? ¿Dónde queda el duelo, pensar en la pérdida, en lo que significa la pérdida?"

Aunque quizás todo fue un sueño y nada de esto ocurrió. Un sueño que había anotado apresuradamente (¡Ah! El olvido) en el margen del texto del libro de Philip Roth que estaba leyendo y que me cabía en el bolsillo de la chaqueta.
Porque es allí precisamente, en las fronteras del texto, donde se encuentra de todo, parece decirme don Enrique: desde escritores suicidas hasta escritores que no escriben. Pero, sobre todo, y por encima de todo, relatos insobornables, textos que permiten (y que administran) la reflexión, la digresión, el descanso, la dificultad y la obligada relectura. Cualquier esfuerzo vale la pena siempre que se pueda minimizar el triste espectáculo del colega o conocido que, con una sonrisa de oreja a oreja, exclama entusiasmado: ¡Me lo he leído de un tirón! Como si tuviera prisa…
Contrario a la perfección como fundamento, Vila-Matas está siempre dispuesto a acabar con los números redondos. Quizás sea por ello que a pesar de que la jerarquía literaria se empeñe en premiarle sus novelas, él prefiera (quiero creerlo así) seguir deleitándonos con su proverbial diletantismo de coleccionista del ocultismo literario y de arbitrariedades del azar. De ahí su fervor por lo raro que tan bien queda reflejado en sus ensayos, breviarios, cuadernos, notas o como queramos llamar a ese discurrir del viajero más lento.
Puede que uno de los motivos sea que así se siente más el otro que él mismo, debilidad de los que buscan y no encuentran, y gracias a esa suerte siguen buscando, aunque como dijera Javier Cercas “uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega”. Sea como fuere, confieso que es ésa precisamente la única forma con la que disfruto leyendo (y viajando). Lentamente. Como si esa ambición enciclopédica de juventud de conocimiento, de leerlo y saberlo todo ya estuviera colmada. Como si todos los libros fueran el mismo libro, éste que estás leyendo ahora mismo y no te importara demorar su final, porque al fin y al cabo el siguiente seguirá siendo el mismo libro. Como si nunca hubiera otro libro esperándome, otro museo que visitar, otra autopista que recorrer. Johnny Guitar lo sabía.
Johnny Guitar, de Nicholas Ray, es la película que más veces ha visto en su vida, cuenta el autor. En cuanto la pasaban en París en alguna sesión golfa, allí estaba él en la cola nocturna, dispuesto a ver aquella película por enésima vez. Le fascinaban sus diálogos sobre el amor y también le encantaba la seguridad que emanaba de la fuerte personalidad del héroe. Pensaba que de haberle conocido en su infancia, ésta habría sido muy distinta de lo que había sido. Se imaginaba a mí mismo durmiendo en su cuarto de niño, alejado de cualquier terror nocturno, sabiendo que Johnny Guitar guardaba la casa. Se sabía de memoria todo lo que el héroe decía en la película, sobre todo los diálogos de amor, como aquel en el que Johnny (Sterling Hayden) le pregunta a Viena (Joan Crawford) a cuántos hombres ha amado y Viena le pregunta a Johnny a cuántas mujeres ha olvidado.

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8.12.09

Su dibujo era pausado como el de Matisse


Mi farmacéutica era de ese tipo de mujeres que se nota a la legua que están la mar de a gusto con su cuerpo. Aunque no ocurría lo mismo con su marido, que siempre me recordaba a Zoco, el medio centro del Madrid de la generación de los ye-yes, una especie de poste con pinta de empleado de la Compañía de Aguas que, de vez en cuando, emergía de la trastienda acompañado de un rictus fúnebre y un montón de envases de medicamentos en las manos. Julia, que así se llamaba la farmacéutica, valenciana para más señas, me dijo en una ocasión –cuando nuestra relación había traspasado la estrictamente comercial para pasar al terreno más sugerente de las complicidades, los consejos afectuosos y las confidencias nada peligrosas- que los gatos tienen una corteza cerebral reducida y que lo que atribuimos, novelescamente, al señorío no es más que pura limitación.


Se trataba de uno de esos momentos cruciales en una relación. En mi caso no cabían dudas: a pesar de no estar de acuerdo con el razonamiento, observé una vez más, junto al primer escalón de la entrada al establecimiento, un pastor alemán, aparentemente más dócil que el Tribunal Constitucional que, según comprobé, se dejaba acariciar sin necesidad de grandes preámbulos. También es verdad que tengo mucha mano con los animales. Cuando me acuesta, lo hago con Sultán, mi distinguido y señorial gato común. Nos damos las buenas noches, cada uno al otro extremo de la cama, y no puedo dejar de pensar la misma frase: Vaya par de tontos.

- Dicen que el animal cada vez se parece más a su amo – continuó Julia, dibujando una sonrisa y echándose para atrás su cabellera pelirroja con una majestuosidad que consiguió hacerme recordar a la mismísima Rita Haywort. Una sonrisa que en ocasiones dibujaba oscuras esquinas como las de Edgard Hooper, mientras ordenaba al perro que se retirara tras el mostrador.

- Una verdad como una casa – le dije-. Yo, cada vez me parezco más a mi gato.

Y ella rió. Una risa enérgica y sonora pero hermosamente modulada.

Nada más lejos de la realidad. Eso que afirmaban algunos vecinos malintencionados -y, tal vez, descontentos con su suerte-, de que la farmacéutica es arisca y te lanza un moco por menos de lo que cuesta un euro. Lo comprobé desde el día que entré por primera vez en el local. Ella estaba ordenando unos folletos en el expositor del fondo y giró su rostro como Rita Hayworth en esa escena de Gilda, cuando George McReady y Glen Ford entran en el dormitorio de Rita y George se la presenta como su reciente esposa, haciéndolo con una satisfacción que hace sospechar al espectador que McReady sabe más de lo que aparenta saber. Sí, no discutiré que hubo su buena dosis de fantasía en aquella percepción, pero también es cierto que existió su porción de “química” entre mi mirada y la de la farmacéutica. Julia, creo que ya lo he dicho, es alta y pelirroja, y algunos de sus gestos, aparentemente adustos, y, sobre todo, ese pronto tajante que la caracteriza sólo espantan a las moscas y a las señoras que acuden a que les tome la tensión sanguínea y que no paran de dar la tabarra. Para decirlo claramente: Julia tiene un atractivo fácil de explicar, una belleza salvaje e insultante, apenas oculta por esa apariencia insensible, como de indiferencia.


Por eso mismo, los dos piropos casi seguidos y absolutamente sinceros; merecidos y justificados por un cambio de peinado que la favorecía cantidad y esa sombra de pecas que se reflejaban en el crepúsculo de su sonrisa y que la asemejaba cada vez más a Rita Hayworth. Desde ese momento, se creó una complicidad, tan delgada como el cambio de luz al pasar del exterior al interior del local. Una connivencia tan sutil, cimentada en cuestiones aparentemente tan banales como la recomendación de un analgésico, un antibiótico o un jarabe para el dolor de garganta. Y queda para esa línea delgada de la cábala o la conjetura el hecho de que los dos, farmacéutica y cliente, comprendiéramos que nuestra atracción mutua no sólo era carnal sino que también tenía que ver con el espacio, como si sus sentidos se movieran con sorprendente agilidad –como ocurre con los gatos – sobre la base de un territorio seguro y estable, el del establecimiento, un territorio tan real como imaginario, tan a tenor de los sentimientos de cada uno. Y a pesar de todo, Pilar, la de la tienda de ultramarinos seguía insistiendo - ¿celosa quizás?- de que a buena parte de la clientela la farmacéutica no acababa de "hacerle el peso".

Por eso, inevitablemente, como una determinación que a la vez nos era ajena y nos empujaba cada vez más, nuestra relación se movía en ese terreno amable pero lento de las frases convencionales y del intercambio comercial. De las miradas y las risas en aparentemente inocuas. Y fue así como, poco a poco, los consejos farmacológicos, la toma de la presión y la compra exagerada de caramelos sin azúcar cedió el paso a alguna que otra frase cómplice y trasgresora. Los comentarios jocosos sobre hábitos y variedad de clientes. Los truquis sobre las infinitas combinaciones entre medicamentos. Las confesiones sobre las filias y las fobias. Su risa.

Así, todo parecía tan seguro, el reducido territorio de la farmacia, con su condición de espacio acotado y con unos límites nunca mejor definidos, igual que en cualquier juego, en el que las reglas contemplan todas las variantes y cuya trasgresión hace que ya nada tenga sentido, que nuestra relación se parecía cada vez más a la que mantenía con mi gato, limitados ambos por un territorio fijo -como con Julia-, por una órbita lenta y pequeña. Como diría Cortazar, “un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de Matisse".

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